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– De nuestra bella paseante. Más dulce que yo, más feroz, menos puta y menos descuajaringada. Mi hija. Mi hija Camille. Sin embargo, Adamsberg, usted tenía razón en un punto: Ricardo III está muerto.

Después, Adamsberg no supo decir si Mathilde se había ido inmediatamente o poco después. Por muy desengañado que pudiera estar en ese momento, una sola cosa le había quedado en la cabeza: viva. Camille viva. La querida pequeña, no importaba dónde y amada por no importaba quién, pero respirando, con la frente altiva, la nariz aguileña, los labios suaves, su sabiduría, su futilidad, su silueta, vivos.

Hasta mucho más tarde, andando por la calle para volver a su casa -había mandado apostar varios hombres esa noche en las estaciones de metro de Saint-Georges y Pigalle aunque presentía que no serviría de nada-, no tomó conciencia acerca de lo que se había enterado. Camille era la hija de Mathilde Forestier. Por supuesto. Igual de embaucadora que Mathilde, no merecía la pena comprobarlo. Perfiles parecidos, cosa que no se fabrica en miles de ejemplares.

No era una coincidencia. La querida pequeña, en alguna parte de la tierra, había leído la prensa francesa, se había enterado de su nombramiento y había escrito a su madre. Seguramente le escribía a menudo. O quizá se veían a menudo. Si eso ocurría, seguro que Mathilde se las arreglaba para hacer que coincidieran los destinos de sus expediciones científicas con los lugares donde estaba su hija. Era muy probable. No había más que averiguar en qué costas había atracado Mathilde durante los últimos años para saber por dónde había paseado Camille. Él había tenido razón. Ella paseaba, perdida, inasequible. Inasequible. Se dio cuenta de eso. Jamás accedería a ella. Pero ella había querido saber qué había sido de él. No se había derretido como la cera en la mente de Camille. Aunque de eso, él jamás había dudado. No porque se creyera inolvidable, pero sentía que una parte de sí mismo había calado como una piedrecita en el fondo de Camille, y ella debía de sentirse, aunque sólo fuera un poco, pesada. Era inevitable. Tenía que ser así. Por muy vano que fuera a sus ojos el amor de los hombres, y por muy desagradable que fuera su humor aquel día, no podía admitir que no quedara de aquel amor una partícula magnetizada en el cuerpo de Camille. De la misma forma que sabía, aunque raras veces pensara en ello, que jamás había dejado que se disolviera en él la existencia de Camille, y no habría sabido decir por qué, ya que jamás había reflexionado sobre ello.

Lo que le perturbaba, incluso le arrancaba de las regiones lejanas por las que su indiferencia le había hecho avanzar a lo largo de aquella jornada, era que habría bastado con preguntar a Mathilde para saber. Bueno, solo para saber. Saber por ejemplo si Camille amaba a otro. Aunque era mejor no saber nada en absoluto y quedarse en el botones del hotel de El Cairo donde se había quedado la última vez. Estaba muy bien aquel botones, moreno, largas pestañas, y sólo para una o dos noches porque había ahuyentado la añoranza del cuarto de baño. Además, de todas formas Mathilde no diría nada. No volverían a hablar de ello. Ni una palabra más sobre aquella muchacha que mandaba a los dos a paseo desde Egipto a Pantin, y eso era todo. Porque si eso ocurría era porque ella estaba en Pantin. Estaba viva, eso era precisamente lo que había querido decirle Mathilde. Había mantenido su promesa de la otra noche en el metro Saint-Georges de quitarle esa muerta de la cabeza.

¿Quizá Mathilde, sintiéndose amenazada por el acoso policial, había intentado de ese modo volverse intocable? ¿Haciéndole saber que acosando a la madre entristecería a la hija? No. Ése no era el estilo de Mathilde. No había que volver a hablar de ello, y nada más. Dejar a Camille donde estaba, proseguir la investigación en torno a la señora Forestier sin variar el itinerario. Eso era lo que había dicho aquella tarde el juez de instrucción: «Adamsberg, sin variar el itinerario». ¿Qué itinerario? Un itinerario supone un plan, una proyección en el futuro, y en esta investigación, Adamsberg tenía muchos menos que en ninguna otra. Esperaba al hombre de los círculos. Un hombre que no parecía preocupar a demasiada gente. Sin embargo, para él, el hombre de los círculos era una criatura que se reía burlonamente por las noches y se andaba con remilgos por el día. Un hombre difícil de atrapar, oculto, pútrido, cubierto de pelusa como las mariposas nocturnas, cuyo pensamiento a Adamsberg le resultaba execrable y le producía escalofríos. ¿Cómo podía Mathilde decir de él que era «inofensivo», y divertirse, como una loca, siguiéndole a través de sus mortíferos círculos? Ahí estaba, se dijera lo que se dijera, la caprichosa imprevisión de Mathilde. Y ¿cómo Danglard, el sabio y profundo Danglard, podía también considerarle inocente, ahuyentarle de sus pensamientos, cuando estaba enganchado a los suyos como una araña maligna? O quizás era él, Adamsberg, el que estaba equivocado. Pero no podía evitarlo. Nunca había podido más que seguir el sentido de la corriente en la que se encontraba. Y pasara lo que pasara, seguía avanzando hacia ese hombre mortal. Entonces le vería, tenía que verle. Seguramente al verle cambiaría de opinión. Seguramente. Le esperaría. Estaba seguro de que el hombre de los círculos iría a él. Pasado mañana. Quizá pasado mañana aparecería un nuevo círculo.

Tuvo que esperar dos días más, pues al parecer el hombre de los círculos, deseoso de seguir sus propias normas, dejaba de actuar durante el fin de semana. Así que no volvió a coger la tiza hasta la noche del lunes.

Un agente de servicio descubrió el círculo azul en la Rué de La Croix-Nivert, a las seis de la mañana.

Esta vez, Adamsberg acompañó a Danglard y Conti.

Era una muñequita de plástico del tamaño de un pulgar. Aquella efigie de bebé, perdida en medio del inmenso círculo, producía un evidente desasosiego. «Está hecho a propósito», pensó Adamsberg. Danglard debió de pensarlo al mismo tiempo.

– Ese cretino nos está provocando -dijo-. Rodear con un círculo una figurita humana, después del crimen del otro día… Ha debido de llevarle mucho tiempo encontrar la muñeca, o quizá la trajo él mismo. Entonces sería una trampa.

– No es que sea un cretino -dijo Adamsberg-, pero como su orgullo empieza a exasperarse, empieza a entablar una conversación.

– ¿Una conversación?

– A entrar en comunicación con nosotros, si lo prefiere. Ha aguantado cinco días desde el asesinato, que es más de lo que yo esperaba. Ha cambiado sus itinerarios y se ha vuelto inasequible. Pero ahora empieza a hablar, a decir: «Sé que se ha cometido un crimen, no tengo nada que temer y aquí está la prueba». Y así sucesivamente. Ahora no hay ninguna razón para que deje de hablar. Va por mal camino. El camino de la palabra. El camino en el que ha dejado de bastarse a sí mismo.

– Hay algo fuera de lo común en este círculo -dijo Danglard-. No está hecho como los anteriores. Sin embargo, es la misma letra, no hay la menor duda. Pero lo ha hecho de forma diferente, ¿verdad, Conti?

Conti movió la cabeza.

– Antes -continuó Danglard- dibujaba el círculo de una vez, como si caminara alrededor y lo trazara al mismo tiempo, sin detenerse. Esta noche ha hecho dos semicírculos que se acaban juntando, como si hubiera hecho un lado primero y luego, a continuación, el otro. A pesar de todo, no puede haber perdido la práctica en cinco días, ¿no creen?

– Es verdad -dijo Adamsberg sonriendo-, es una negligencia por su parte. Vercors-Laury la encontraría muy interesante, y tendría razón.

A la mañana siguiente, Adamsberg llamó a su despacho al levantarse. El hombre había ido a trazar un círculo al distrito 5, Rué Saint-Jacques, que era tanto como decir a dos pasos de la Rué Pierre-et -Marie-Curie, donde Madeleine Chátelain había sido degollada.

«Continúa la conversación -pensó Adamsberg-. Algo así como: "Nada me impedirá trazar un círculo cerca del lugar del crimen". Y si no ha hecho el círculo en la propia Rué Pierre-et-Marie-Curie, es simplemente por delicadeza, simplemente un signo de buen gusto. Es un hombre refinado.»