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– ¿Me lo pregunta? ¿Por qué quiere casarse a cualquier precio?

– Esa es la pregunta que no me hago. Todos podrían decir: «Esa pobre vieja, Clémence, no soportó que su novio desapareciera dejándole una nota». Pero no, Jesús, me dio exactamente igual en ese momento, tenía veinte años, y me sigue dando exactamente igual. Me gustan demasiado los hombres, tengo que reconocerlo. No, debe de ser para tener algo que hacer en la vida. No se me ocurre otra idea. Tengo la impresión de que todas las mujeres buenas son así. Aunque tampoco me gustan demasiado las mujeres buenas. Piensan como yo, que casándose todo está arreglado, que harán algo importante en su vida. Además yo voy a misa, imagínese. Si no me impusiera todo eso, ¿en qué me convertiría? Robaría, saquearía, escandalizaría. Y Mathilde dice que soy encantadora. Es mejor ser encantadora, da menos problemas, ¿no es cierto?

– ¿Y Mathilde?

– Si no fuera por ella, me pasaría la vida esperando al Mesías en Censier-Daubenton. Se está bien con ella. Haría lo que fuera por agradar a Mathilde.

Adamsberg no hizo nada por entender aquellas frases contradictorias. Mathilde había dicho que Clémence podía decir azul durante una hora y rojo durante la hora siguiente, y reinventar toda su vida a su antojo y según el interlocutor. Haría falta alguien que tuviera el valor de escuchar a Clémence durante meses para poder ver en ella algo un poco claro. Un gran valor. Un psiquiatra, dirían otros. Y aún así, sería demasiado tarde. Todo parecía demasiado tarde para Clémence, eso era evidente, pero Adamsberg no llegaba a sentir compasión alguna. Seguramente Clémence era encantadora, seguramente, pero tan poco enternecedora que se preguntaba dónde encontraba Mathilde ganas para alojarla en el Picón y hacerla trabajar para ella. Si alguien era bueno, en el sentido profundo del término, sin duda era Mathilde. Majestuosa y mordaz, pero fastuosa, pero roída por la generosidad. Algo que se producía violentamente en Mathilde y tiernamente en Camille. Danglard parecía pensar otra cosa de Mathilde.

– ¿Mathilde tiene hijos?

– Una hija, señor. Una belleza. ¿Quiere ver una foto suya?

De repente, Clémence se había vuelto mundana y respetuosa. Quizás había llegado el momento de tomar lo que había ido a buscar antes de que ella cambiara de comportamiento.

– No me enseñe ninguna foto -dijo Adamsberg-. ¿Conoce usted a su amigo filósofo?

– Hace usted montones de preguntas, señor. No perjudicará a Mathilde, ¿verdad?

– Por nada del mundo, al contrario, siempre que quede entre nosotros.

A Adamsberg no le gustaba mucho esa forma de hipocresía policial, pero ¿qué podía hacer para eludir ese tipo de frases? Entonces las recitaba de memoria como la tabla de multiplicar, para agilizar.

– Le he visto dos veces -dijo Clémence con cierto orgullo, aspirando el humo del cigarrillo-. Fue él quien escribió esto…

Escupió unas hebras de tabaco, buscó en la biblioteca y tendió a Adamsberg un grueso volumen: Las zonas subjetivas de la conciencia, por Real Louvenel. Real, un nombre de Canadá. Por un momento, Adamsberg dejó que ascendieran a su memoria las migajas de recuerdos que le evocaba ese nombre. Ninguno le llegó claramente.

– Empezó siendo médico -precisó Clémence entre dientes-. Según parece es un cerebro, eso dicen. No sé si usted podría estar a su altura. No pretendo molestarle, pero hay que hablar con él para entenderlo. Mathilde sí parece comprenderle. Además, sé que vive solo con doce perros labradores. Su casa debe de apestar. Jesús.

Clémence había abandonado el tono respetuoso. No había durado mucho. Ahora, volvía a ser la tonta del bote. Entonces, bruscamente, dijo:

– Y usted, ¿qué? ¿Es interesante el hombre de los círculos? ¿Hace usted cosas con su vida? ¿O la cierra como los demás?

Aquella vieja iba a acabar sacándole de quicio, cosa que no solía ocurrirle. No porque sus preguntas le inquietaran. En el fondo, eran preguntas banales. Pero la ropa que llevaba, sus labios que nunca se abrían, sus manos enguantadas para no ensuciar las diapositivas, sus sucesivas peroratas, en nada de eso encontraba el menor interés. Que la bondad de Mathilde haga lo que pueda para que Clémence salga del atolladero. El no tenía ganas de involucrarse más de la cuenta. Tenía la información que quería y eso le bastaba. Se marchó sigilosamente murmurando algunas frases amables para que le resultara más fácil.

Dedicándole un tiempo, Adamsberg buscó la dirección y el número de teléfono de Real Louvenel. La voz chillona de un hombre sobreexcitado le respondió que aceptaba verle esa tarde.

Era verdad que en casa de Real Louvenel apestaba a perro. El hombre se movía sin parar, y era tan incapaz de mantenerse sentado en una silla que Adamsberg se preguntó cómo podía hacer para escribir. Más tarde se enteró de que dictaba sus libros. Mientras respondía a las preguntas de Adamsberg con buena voluntad, Louvenel hacía otras diez cosas al mismo tiempo: vaciaba un cenicero, comprimía los papeles en la papelera, se sonaba, silbaba a un perro, aporreaba el piano, se apretaba el cinturón en el siguiente orificio, se sentaba, se levantaba, cerraba la ventana, acariciaba la butaca. Una mosca no habría podido seguirle. Mucho menos Adamsberg. Adaptándose como podía a aquel agotador ritmo trepidante, Adamsberg intentaba tomar nota de las informaciones que surgían de las frases enormemente complicadas de Louvenel, haciendo un gran esfuerzo para que no le distrajera el espectáculo del hombre que rebotaba en todas las paredes de la habitación, y el de cientos de fotos clavadas en las paredes, que representaban camadas de perros labradores o chicos desnudos. Oyó a Louvenel decir que Mathilde habría sido más adulta y más profunda si su impulso no la estuviera apartando continuamente de sus primitivos proyectos, y que se habían conocido en la universidad. Luego dijo que en el Dodin Bouffant ella estaba completamente borracha, que había reunido a todos los clientes para contar que el hombre de los círculos y ella formaban una verdadera pareja de amigos, que eran como uña y carne, y que nadie, excepto ella y él, entendía nada de aquel «renacimiento metafórico de las aceras como nuevo campo científico». Mathilde también había dicho que el vino era bueno y que quería más, que había dedicado al hombre de los círculos su último libro, que su identidad no era ningún misterio para ella, pero que la dolorosa existencia de ese hombre sería su secreto, su «mathildeísmo». Igual que decimos «esoterismo». Un «mathildeísmo» es algo que ella no confía a nadie, y que, por otra parte, no tiene interés objetivo alguno.

– Como no conseguí interrumpir aquel torrente, abandoné el lugar sin enterarme de nada más -concluyó Louvenel-. Mathilde me desagrada cuando ha bebido. Se dispersa, se vuelve ordinaria, ruidosa, y no busca sino ser querida a cualquier precio. Jamás hay que invitar a Mathilde a beber, jamás. ¿Me entiende?

– Todos aquellos discursos, ¿parecieron interesar a alguien en la sala?

– Recuerdo que la gente se reía.

– ¿Por qué cree usted que Mathilde sigue a la gente por la calle?

– Se podría decir, haciendo un juicio precipitado, que lo que elabora es un catálogo de curiosidades -dijo Louvenel estirándose los pliegues de los pantalones, y luego los calcetines-. Se podría decir que hace con sus presas, tomadas al azar por la calle, como con los peces: ojearlas y clasificarlas en fichas. Pero no, es todo lo contrario. El drama de Mathilde es que sería capaz de irse a vivir sola al fondo del mar. De acuerdo, hace su trabajo, es una investigadora infatigable, una excelente científica, pero todo eso no tiene el menor sentido para ella. Lo que le tienta es el inmenso territorio que ella se ha fabricado bajo la superficie del agua. Mathilde es la única submarinista que conozco que se niega a que la acompañen, cosa que es muy peligrosa. Dice: «Real, quiero poder temerlo todo y comprenderlo todo sola, y hundirme cuando quiera, en el fondo de una fosa abisal, en las raíces del mundo». Es así. Mathilde es una partícula del universo. Como no puede dilatarse para fundirse con él, decide estudiarlo para percibirlo en sus mayores dimensiones físicas. Sin embargo, todo eso la aleja demasiado de los hombres, y ella lo sabe. Porque hay en Mathilde una gran dosis de bondad, o de talento, como usted prefiera, que no puede quedar satisfecha. Y eso hace que, a intervalos regulares, Mathilde vuelva a salir a la superficie y se ocupe de esa otra tentación, la que la lleva hacia la gente, digo bien, la gente, y no la humanidad. Entonces se reconcilia con los millones de pasos perdidos que da la gente caminando por la corteza terrestre. Ella llega hasta el final, y cada brizna de comportamiento que puede atrapar aquí o allá le parece una maravilla. Las memoriza, las anota, mathildiza. De paso se contagia de los amantes, porque Mathilde también es una enamorada. Y luego, cuando está saciada de todo eso, cuando considera que ha amado suficiente a sus hermanos, vuelve a sumergirse. Por eso sigue a los demás por la calle. Para llenarse completamente de latidos y distorsiones, parpadeos, codazos, antes de ir a lanzar su soledad, como un desafío, a la inmensidad.