Выбрать главу

– ¿Y a usted le sugiere algo el hombre de los círculos?

– No crea que soy desconsiderado, pero no tengo el menor interés en esos infantilismos. Incluso el crimen me parece infantilismo. Los adultos-niños me aburren, son caníbales. Sólo sirven para alimentarse de la vitalidad de los demás. No se perciben y, como no se perciben, no pueden vivir, y no son otra cosa que seres ávidos de la mirada o la sangre de los demás. Como no se perciben, me aburren. Seguramente usted sabe que la percepción que el hombre tiene de sí mismo me interesa más -digo bien, la percepción, la sensación, y no la comprensión o el análisis- que todas las demás soluciones de los hombres, y eso incluso aunque viva del cuento como los demás. Eso es todo lo que me inspira el hombre de los círculos y su crimen, del que por otra parte apenas sé nada excepto por Mathilde, que habla muchísimo de ello.

Real desató y volvió a atarse los cordones de los zapatos.

Adamsberg sabía perfectamente que Real Louvenel había hecho un esfuerzo por adaptar su lenguaje a su interlocutor. No tenía nada contra él. Incluso así, no estaba seguro de haber comprendido exactamente lo que aquel hombre febril entendía por «percepción de sí», claramente sus palabras preferidas. Sin embargo, había pensado en sí mismo escuchándole, era inevitable, debía de ocurrirle a todo el mundo. Y había sentido que en vez de observarse, «se percibía», seguramente en el sentido en que Louvenel lo entendía, y lo demostraba el hecho de que a veces le «dolía tener conciencia». Sabía que aquella percepción de la existencia tomaba a veces caminos espeleológicos, en los que las botas se hundían en el barro, en los que no se encontraba ninguna respuesta, y hacía falta mucho valor físico para no expulsar todo aquello lo más lejos posible. Sin embargo, no lo expulsaba cuando venía, porque entonces tenía la certeza de que semejante gesto le habría condenado a no ser nada.

En todo caso, al parecer el tipo de la tiza azul no preocupaba a nadie. A Adamsberg no le importaba que le apoyaran o no en sus aprensiones. Era su problema. Dejó a Louvenel con su agitación, que se había calmado considerablemente después de tomar una pastilla ovalada y amarilla. Adamsberg sentía un violento rechazo por las medicinas y prefería estar con fiebre durante todo un día que tomar un solo comprimido de lo que fuera. Su hermanita le había dicho que era muy presuntuoso confiar en curarse siempre solo, y que nadie perdía fatalmente su identidad en el fondo de un tubo de aspirina. Lo que su hermanita podía llegar a joderle, no se podía ni imaginar.

En la comisaría, Adamsberg halló a Danglard bastante hecho polvo. Había encontrado compañía para empezar a tomar el vino blanco de la tarde, y por esa razón había adelantado su ritual cotidiano. Acodados en su mesa, como en la barra de un bar, Mathilde Forestier y el ciego guapo estaban pimplando de lo lindo en vasos de plástico. Hacían mucho ruido.

La bonita voz de Mathilde sobresalía por encima de las demás; Reyer no desviaba la cara de la reina y parecía contento. Adamsberg volvió a alabar con el pensamiento la belleza del prodigioso perfil del ciego, pero le molestó ver cómo se comía con los ojos, si se puede decir así, a Mathilde. ¿Qué era lo que le molestaba exactamente? ¿La impresión que el ciego pretendía que Mathilde tuviera de él? No. Mathilde no era tan vulgar, y era impensable caer en las lamentables trampas de la toma del poder y el sometimiento del más débil. Pero también, cuando una mano se posaba en Mathilde, era difícil en ese momento no ver una mano posarse al mismo tiempo en Camille. Pero no. No lo mezclaba todo. Todo el mundo tenía derecho a tocar a Camille, cosa que había convertido desde hacía tiempo en un principio saludable. O quizás era que Danglard también parecía participar, él que había sido tan categórico respecto a Mathilde. Alrededor de su mesa había como una carrera de velocidad entre los dos hombres, apestaba un poco al juego de la seducción mil veces repetido, y convenía constatar que Mathilde, con la cantidad de vino blanco que seguramente ya había bebido, no era insensible al ambiente. Al fin y al cabo, tenía todo el derecho. Y Danglard y Reyer también tenían derecho a actuar como adolescentes si les apetecía. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza hacer de repente de censor y dictar reglas artísticas? ¿Acaso había sido artístico él con la vecina de abajo, con la que se había acostado? No, no había sido nada artístico. Aunque un poco emocionado por la oportunidad, había calculado sus palabras según sus reglas, que sabía seguras, y había descubierto sus métodos de cabo a rabo. ¿Había sido artístico con Christiane? Aún peor. Aquello le hizo pensar que no había pensado en pensar en ella. Igual que tomar una copa con los demás. Y preguntarse qué coño hacían allí. Mirándolo bien, Danglard no estaba tan distraído con la seducción de sus dos sospechosos sentados a la mesa con él. Mirándolo con más atención, el pensador Danglard observaba, vigilaba, escuchaba, encauzaba, por muy borracho que estuviera. Incluso en medio de la borrachera, Mathilde y Reyer seguían siendo, para el incisivo cerebro de Danglard, unos personajes involucrados muy de cerca en un caso de asesinato. Adamsberg sonrió y se acercó a la mesa.

– Ya lo sé -dijo Danglard señalando los vasos-, es contrarío a las reglas. Pero estas personas no son mis clientes. Están aquí de paso. Han venido a verle a usted.

– Por supuesto -dijo Mathilde.

Ante la mirada de Mathilde, Adamsberg comprendió que estaba absolutamente resentida con él. Sin embargo, había que evitar el escándalo delante de todo el mundo. Él renunció a su vaso y les llevó a su despacho haciendo una seña a Danglard. Por si acaso. Para no herirle. Pero a Danglard le importaba un bledo, pues ya había vuelto a sumergirse en los papeles.

– ¿Así que Clémence no ha podido evitar irse de la lengua? -preguntó suavemente a Mathilde, sentándose de medio lado.

Adamsberg sonreía, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– No tenía que haberlo hecho -dijo Mathilde-. Al parecer usted la acosó a preguntas sobre su vida, y luego sobre Real. Dígame, Adamsberg, ¿qué formas son ésas de comportarse?