Danglard volvió hacia las cinco. Había rastreado los alrededores del lugar del crimen con tres hombres. Adamsberg vio que parecía satisfecho pero que también tenía ganas de tomar una copa.
– Esto estaba en la reguera -dijo Danglard enseñándole una bolsita de plástico-. No estaba lejos del cuerpo, a veinte metros más o menos. El asesino ni siquiera se tomó la molestia de disimularlo. Actúa como si fuera intocable, seguro de su impunidad. Es la primera vez que veo algo parecido.
Adamsberg abrió la bolsita. Dentro había dos guantes de cocina de goma rosa, con sangre pegada. Era bastante repugnante.
– El asesino se toma la vida con calma, ¿verdad? -dijo Danglard-. Degüella con guantes de cocina y luego se desembaraza de ellos un poco más lejos tirándolos a la reguera, como si fueran una simple bola de papel. Pero no dejan huellas. Eso es lo bueno de los guantes de goma: uno puede deshacerse de ellos quitándoselos sin tocarlos, y además son guantes que se encuentran por todas partes. ¿Qué quiere que hagamos con eso, aparte de llegar a la conclusión de que el asesino está absolutamente seguro de sí mismo? ¿A cuántos va a matarnos así?
– Estamos a viernes. Hay una cosa casi segura, y es que no ocurrirá nada este fin de semana. Tengo la impresión de que el hombre de los círculos no actúa el sábado ni el domingo. Tiene una organización muy regular. Si el asesino es otro hombre y no él, tendrá que esperar nuevos círculos. Por curiosidad, ¿cuál es la coartada de Reyer esa noche?
– La de siempre. Estaba durmiendo. Ningún testigo. Todo el mundo dormía en la casa. Y además no hay portero que pueda captar las posibles idas y venidas. Cada vez hay menos porteros, lo cual es dramático para nosotros.
– Mathilde Forestier me ha llamado hace un rato. Se había enterado del crimen por la radio y parecía muy impresionada.
– Eso habría que verlo -dijo Danglard.
Y durante varios días no ocurrió nada. Adamsberg volvió a meter en su cama a la vecina de abajo, Danglard recuperó su actitud indolente de última hora de una tarde de junio. La única que se agitaba era la prensa. Ahora, al menos diez periodistas se turnaban en la acera.
El miércoles, Danglard fue el primero en perder la paciencia.
– Nos tiene en sus manos -protestó-. No podemos hacer nada, encontrar nada, probar nada. Aquí estamos, languideciendo y esperando que invente algo para nosotros. No podemos hacer otra cosa que esperar un nuevo círculo. Es insoportable. Para mí es insoportable -concretó tras echar una ojeada a Adamsberg.
– Mañana -dijo Adamsberg.
– Mañana, ¿qué?
– Mañana por la mañana aparecerá un nuevo círculo, Danglard.
– No es usted adivino.
– No vamos a volver sobre eso, ya lo hemos hablado. El hombre de los círculos tiene un proyecto. Y como dice Vercors-Laury, necesita exhibir sus pensamientos. No dejará que pase la semana entera sin manifestarse. Sobre todo porque la prensa no habla más que de él. Si traza un círculo esta noche, Danglard, hay que temer un nuevo crimen la noche siguiente, la noche del jueves al viernes. Esta vez habrá que aumentar todos los efectivos y patrullas, al menos en los distritos 5, 6 y 14.
– ¿Por qué? El asesino no está obligado a precipitarse. Hasta este momento nunca lo ha hecho.
– Ahora es distinto. Entiéndame, Danglard: si el hombre de los círculos es el criminal, y si vuelve a dibujar círculos, es porque tiene la intención de asesinar de nuevo. Sin embargo, ahora sabe que tiene que actuar con rapidez. Ya le han descrito tres testigos, sin contar a Mathilde Forestier. Pronto se podrá elaborar un retrato-robot. Está al corriente de todo por los periódicos. Sabe perfectamente que no puede continuar así durante mucho tiempo. Sus métodos son demasiado arriesgados. Así que, si quiere acabar lo que ha empezado, ya no puede quedarse atrás.
– ¿Y si el asesino no es el hombre de los círculos?
– Eso no cambia nada. Tampoco puede contar con que vaya a durar. Su hombre de los círculos, asustado por los dos crímenes, puede interrumpir su juego antes de lo previsto. Entonces tendrá que precipitarse antes de que el maníaco se detenga.
– Es posible -dijo Danglard.
– Muy posible, amigo mío.
Danglard pasó toda la noche muy agitado. ¿Cómo podía esperar Adamsberg con tanta indolencia y en qué se basaba para prever las cosas? Nunca se tenía la impresión de que se servía de los hechos. Leía todos los informes que él le había elaborado sobre las víctimas y los sospechosos, pero apenas los comentaba. No se sabía qué viento seguía. ¿Por qué parecía considerar importante que la segunda víctima fuera un hombre? ¿Porque permitía eliminar la hipótesis de que se tratara de crímenes sexuales?
A Danglard no le producía la menor sorpresa. Desde hacía mucho tiempo pensaba que alguien se servía del hombre de los círculos con un objetivo concreto. Sin embargo, ni el asesinato de Chátelain ni el de Pontieux parecían ser provechosos para nadie. No parecían servir más que para acreditar la idea de una «serie maníaca». ¿Acaso por eso había que esperar una nueva masacre? Pero ¿por qué Adamsberg seguía pensando sólo en el hombre de los círculos? Y ¿por qué le había llamado «amigo mío»? Agotado de dar miles de vueltas en la cama, y muerto de calor, Danglard pensó en levantarse para ir a refrescarse a la cocina con lo que quedaba en la botella. Tenía cuidado ante los niños y solía dejar siempre algo en la botella. Aunque sin duda Arlette descubriría mañana que había pimplado durante la noche. Bueno, no sería la primera vez. Diría poniendo mala cara: «Adrien -solía llamarle Adrien-, Adrien, eres un cerdo». Sin embargo, si dudaba era porque beber por la noche le producía un dolor de cabeza infernal al despertar, le ponía los pelos de punta y le paralizaba las articulaciones, y mañana por la mañana era absolutamente imprescindible estar bien. Para el caso de que apareciera un nuevo círculo. Y para organizar las patrullas de la noche siguiente, la noche del crimen. Era irritante dejarse llevar así por las etéreas convicciones de Adamsberg, pero resultaba más agradable, pensándolo bien, que luchar en contra.
El hombre dibujó otro círculo. En la otra punta de París, en la pequeña Rué Marietta-Martin, en el distrito 16. La comisaría tardó un tiempo en avisarles. No estaban muy al corriente, pues hasta ese momento el sector no había sufrido la presencia de los círculos azules.
– ¿Por qué ese nuevo barrio? -preguntó Danglard.
– Para demostrarnos, después de haber tamizado los alrededores del Panteón, que no es tan limitado como para tener aprioris, y que, con crimen o sin crimen, conserva su libertad y su poder en todo el territorio de la capital. Algo así -murmuró Adamsberg.
– No nos ayuda mucho -dijo Danglard apretándose la frente con el dedo.
Esa noche no había aguantado y se había terminado la botella, e incluso había empezado otra. La barra de plomo que ahora le golpeaba la frente casi le hacía perder la vista. Y lo que más le preocupaba era que Arlette no le había dicho nada en el desayuno. Pero es que Arlette sabía que tenía muchas preocupaciones en este momento, atrapado entre su cuenta bancaria casi vacía, aquella investigación imposible y el carácter desestabilizador del nuevo comisario. Quizás ella no quería hundirle más. Sin embargo, lo que no sabía era que a Danglard le gustaba cuando le decía: «Adrien, eres un cerdo». Porque en ese momento, estaba seguro de ser amado. Era una sensación sencilla pero sin embargo real.
En medio del círculo, hecho de un solo trazo, estaba la alcachofa de una regadera de plástico rojo.
– Ha debido de caer del balcón de arriba -dijo Danglard levantando la nariz-. Esta alcachofa de regadera se remonta a la Antigüedad. Y ¿por qué rodear esto con un círculo, y no la cajetilla de cigarrillos que está a dos metros?