– Danglard, usted conoce la lista. Pone mucho cuidado en que todos los objetos rodeados por un círculo no sean objetos voladores. Jamás un billete de metro, jamás una hoja o un pañuelo de papel, o todo lo que el viento podría llevarse durante la noche. Quiere estar seguro de que el objeto que pone en el círculo siga ahí a la mañana siguiente. Lo que hace pensar que se ocupa más de la imagen que quiere dar de sí mismo que de la «revitalización de la cosa en sí», como diría Vercors-Laury. Si no, no excluiría los objetos fugaces, que tienen tanta importancia como los demás, desde el punto de vista del «renacimiento metafórico de las aceras…». Pero desde el punto de vista del hombre de los círculos, encontrar un redondel vacío a la mañana siguiente sería un insulto a su creación.
– Esta vez -dijo Danglard- tampoco habrá testigos. Una vez más es un rincón sin cines y sin un bar próximo que abra por la noche. Un rincón donde la gente tiende a acostarse pronto. El hombre de los círculos se muestra muy discreto.
Hasta mediodía, Danglard siguió apretándose la frente con el dedo. Después de comer se sintió un poco mejor. Por la tarde pudo ocuparse junto con Adamsberg de organizar el aumento de efectivos que debían recorrer París esa noche. Danglard movía la cabeza preguntándose la utilidad de todo aquello. Sin embargo, reconocía que Adamsberg había estado en lo cierto respecto al círculo de esa mañana.
Hacia las ocho de la tarde todo estaba organizado. Sin embargo, el territorio de la ciudad era tan grande que las redes de vigilancia eran, lógicamente, demasiado extensas.
– Si es hábil -dijo Adamsberg-, escapará, eso es evidente. Y realmente es muy hábil.
– En el punto en que estamos deberíamos vigilar la casa de Mathilde Forestier, ¿no cree? -preguntó Danglard.
– Sí -respondió Adamsberg-, pero que no dejen que les descubran, por piedad.
Esperó a que Danglard hubiera salido para llamar a casa de Mathilde. Le pidió sencillamente que tuviera mucho cuidado esa noche y no intentara una escapada o una persecución.
– Hágame ese favor -precisó-. No trate de entenderlo. Dígame, ¿Reyer está en su casa?
– Sin duda -dijo Mathilde-. No me pertenece y no le vigilo.
– Y Clémence, ¿está con usted?
– No. Como siempre Clémence ha ido, riéndose para sus adentros, a una prometedora cita. Todo se desarrolla de un modo invariable. O ella espera al tipo un montón de horas en un bar sin ver a nadie, o el tipo se va corriendo en cuanto la ve. En cualquiera de los dos casos vuelve hecha polvo. La perspectiva es muy jodida. No debería hacer esas cosas por la noche porque luego se pone tristísima.
– Bien. Quédese tranquila hasta mañana, señora Forestier.
– ¿Teme que ocurra algo?
– No lo sé -respondió Adamsberg.
– Como siempre -dijo Mathilde.
Esa noche Adamsberg no quiso abandonar la comisaría. Danglard decidió quedarse con él. El comisario dibujaba en silencio en un papel sobre las rodillas, con las piernas estiradas, metidas en la papelera. Danglard masticaba unos caramelos viejos que había encontrado en el cajón de Florence, para intentar evitar beber.
Un agente de guardia caminaba por el Boulevard de Port-Royal, entre la pequeña estación y la esquina de la Rué Bertholet. Otro agente hacía lo mismo partiendo de Gobelins.
Desde las diez de la noche, había tenido tiempo de ir y volver once veces, y le irritaba no poder evitar contar el número de trayectos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Desde hacía una hora no había encontrado mucha gente en el boulevard. Había empezado julio y París ya se había vaciado en parte.
En ese momento, una joven con cazadora de cuero se cruzó con él con un paso un poco irregular. Era guapa y seguramente regresaba a su casa. Era casi la una y cuarto de la madrugada y el agente sintió deseos de decirle que apretara el paso. Le parecía vulnerable y tuvo miedo por ella. Corrió para alcanzarla.
– Señorita, ¿va usted muy lejos?
– No -dijo la chica-. Al metro Raspail.
– ¿Raspail? No me hace mucha gracia -dijo el agente-. Quiero acompañarla un poco. Mi siguiente compañero está apostado lejos, en el sector Vavin.
La joven tenía el pelo corto a la altura de la nuca. La línea del maxilar era nítida e inquietante. No, él no quería que se la destrozaran. Aunque aquella chica parecía tranquila en medio de la noche. Parecía conocer bien la noche de la ciudad.
La chica encendió un cigarrillo. No estaba muy a gusto en su compañía.
– Dígame, ¿pasa algo? -preguntó.
– Al parecer la noche no está tranquila. La acompaño un trecho, cincuenta metros.
– Como quiera -dijo la chica.
Pero estaba claro que ella hubiera preferido estar sola, y caminaron en silencio.
Unos minutos más tarde, el agente la dejó a la vuelta de la esquina de su calle y volvió sobre sus pasos en dirección a la pequeña estación de Port-Royal. Recorrió una vez más el boulevard hasta la intersección con la Rué Bertholet. Decimosegunda vez. Hablando y acompañando a la mujer había perdido como mucho diez minutos de su ronda, pero le parecía que eso también formaba parte de su trabajo.
Diez minutos. Sin embargo habían bastado. Cuando echó un vistazo a la Rué Bertholet, larga y recta, vio la forma en la acera.
«Ya está -pensó con desesperación-, me ha tocado a mí.»
Se acercó corriendo. Ojalá no fuera más que una alfombra enrollada. Pero la sangre manaba hasta él. Puso la mano en el brazo extendido en el suelo. Estaba tibio, acababa de ocurrir. Era una mujer.
Su receptor de radio chirrió. Contactó con sus colegas, apostados en Gobelins, Vavin, Saint-Jacques, Cochin, Raspail y Denfert para pedirles que transmitieran la noticia, que no abandonaran sus puestos y que interrogaran a todos los transeúntes que encontraran. Aunque el asesino se hubiera ido, en coche por ejemplo, seguro que escaparía. No se sentía culpable de haberse alejado de su trayecto el tiempo de acompañar a la joven. Quizás había salvado a la chica del bonito maxilar.
Pero no había podido salvar a ésta. Así es la vida. Además, del maxilar de la muerta, no se veía absolutamente nada. Solo, descorazonado, el agente desvió la linterna, alertó a sus superiores y esperó, con la mano en la pistola. Hacía mucho tiempo que la noche no le impresionaba tanto.
Cuando sonó el teléfono, Adamsberg levantó la cara hacia Danglard, pero no se sobresaltó.
– Ha ocurrido -dijo.
Y luego descolgó, mordiéndose el labio.
– ¿Dónde? Repita dónde -dijo después de un minuto-. ¿En Bertholet? ¡Pero si todo el distrito 5 tenía que estar abarrotado de hombres! ¡Tenía que haber cuatro solamente a lo largo de Port-Royal! ¿Qué ha pasado, Dios mío?
El tono de voz de Adamsberg había aumentado. Conectó el micro para que Danglard pudiera oír las respuestas del agente.
– Sólo estábamos dos en Port-Royal, comisario. Hubo un accidente de metro en Bonne-Nouvelle, dos trenes colisionaron hacia las veintitrés quince. No hubo heridos graves pero muchos hombres tuvieron que ir allí.
– ¡Pero había que despejar los sectores periféricos y enviar a los hombres al distrito 5! ¡Dije que vigilaran las calles del distrito 5! ¡Lo dije!
– No he podido evitarlo, comisario. No recibí instrucciones.
Era la primera vez que Danglard veía a Adamsberg casi fuera de sí. Es verdad que habían sido alertados del accidente de Bonne-Nouvelle, pero los dos habían pensado que los hombres de los distritos 5 y 14 no se verían involucrados. Seguramente habían recibido órdenes contradictorias, o bien la red desplegada por Adamsberg no había sido considerada tan indispensable como para ocupar un lugar destacado.
– De todas formas -dijo Adamsberg moviendo la cabeza- lo habría hecho. En esa calle o en otra, a esa hora o a otra, habría acabado haciéndolo. Es un monstruo. No se podía hacer nada, no merece la pena alterarse. Vamos, Danglard, vamos allá.