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Ahí estaban los faros giratorios, los proyectores, la camilla, el médico forense, por tercera vez alrededor de un cuerpo degollado, perfectamente circunscrito en los límites de su círculo azul.

– «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -murmuró Adamsberg.

Miró la nueva víctima.

– Acuchillada de un modo tan terrible como el otro -dijo el médico-. Se ha ensañado con el cuchillo en las vértebras cervicales. El instrumento no era lo bastante potente como para seccionarlas, pero tenía esa intención, se lo garantizo.

– De acuerdo, doctor, escríbanos todo eso -dijo Adamsberg que estaba viendo a Danglard bañado en sudor-. El crimen acaba de cometerse, ¿verdad?

– Sí, entre la una y cinco y la una treinta y cinco, si el agente es exacto.

– Su itinerario -dijo Adamsberg volviéndose hacia el agente-¿era desde aquí a la Place de Port-Royal?

– Sí, comisario.

– ¿Qué le ocurrió? No podía llevarle más de veinte minutos ir y volver.

– No, es verdad, pero una chica pasó sola cuando llegaba por undécima vez a la estación. No sé, llámelo un presentimiento, quise acompañarla hasta la esquina de su calle. No estaba lejos. Podía ver Port-Royal a todo lo largo del camino. No intento disculparme, comisario, y tomo ese breve alejamiento bajo mi responsabilidad.

– Dejémoslo -dijo Adamsberg-. Lo habría hecho de todas formas. ¿No vio usted a nadie que se pareciera al que buscamos?

– A nadie.

– ¿Y los del sector?

– No han advertido nada.

Adamsberg suspiró.

– Comisario, ¿se ha fijado en el círculo? -dijo Danglard-. No es redondo. Es increíble, no es redondo. Como la acera era demasiado estrecha en esta calle, tuvo que hacerlo ovalado.

– Sí, y eso debió de contrariarle.

– Pero ¿por qué no lo hizo en el boulevard, donde tenía todo el espacio?

– Demasiados polis, Danglard, está claro. ¿Quién es la dama?

De nuevo tuvo lugar la lectura de los documentos, la búsqueda en el bolso a la luz de las linternas.

– Delphine Le Nermord, Vitruel era su apellido de soltera, tenía cincuenta y cuatro años. Y ésta es una foto de ella, me parece -continuó Danglard vaciando con cuidado el contenido del bolso en un plástico-. Parece guapa, un poco llamativa. El hombre que la agarra por el hombro debe de ser su marido.

– No -dijo Adamsberg-, es imposible. A él no se le ve ninguna alianza, pero a ella sí. Seguramente era su amante, un tipo más joven. Eso explicaría que llevara esta foto con ella.

– Sí, tendría que haberme dado cuenta.

– Está oscuro. Acompáñeme, Danglard, vamos al furgón.

Adamsberg sabía que Danglard ya no podía soportar ver más cuellos abiertos.

Se sentaron cada uno en una banqueta, frente a frente, en la parte trasera del furgón. Adamsberg se puso a hojear una revista de modas que había encontrado en el bolso de la señora Le Nermord.

– Me suena el nombre de Le Nermord -dijo-, pero no tengo mucha memoria. Busque en su agenda de direcciones el nombre de su marido, y su dirección.

Danglard sacó una tarjeta de visita gastada.

– Augustin-Louis Le Nermord. Tiene dos direcciones, una en el Colegio de Francia y la otra en la Rué d'Aumale, en el distrito 9.

– Me suena de algo, pero sigo sin saber de qué.

– Yo sí -dijo Danglard-. Hace poco hablaron del tal Le Nermord como candidato a un puesto en la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres. Es un bizantinista -siguió afirmando tras un instante-, un especialista en el Imperio de Justiniano.

– Pero, Danglard, ¿cómo sabe usted eso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza de la revista, sinceramente sorprendido.

– Bueno. Digamos que sé algunas cosas sobre Bizancio.

– Pero ¿por qué?

– Me gusta mucho saber, nada más.

– ¿También le gusta saber sobre el Imperio de Justiniano?

– Por supuesto -suspiró Danglard.

– ¿De cuándo era Justiniano?

Adamsberg nunca se sentía incómodo cuando preguntaba algo que no sabía, ni siquiera sobre lo que debería haber sabido.

– Del siglo VI.

– ¿Después de Cristo o antes?

– Después.

– El hombre me interesa. Y ahora, Danglard, vamos a anunciarle la muerte de su mujer. Para una vez que una de nuestras víctimas tiene familia cercana, hay que aprovechar para verle reaccionar.

La reacción de Augustin-Louis Le Nermord fue normal. Después de escucharles, aún adormilado, el hombrecillo cerró los ojos, se puso las manos en el estómago y palideció alrededor de los labios. Corrió fuera de la habitación, y Danglard y Adamsberg le oyeron vomitar en alguna parte de la casa.

– Al menos, está claro -digo Danglard-. Está impresionado.

– O ha tomado un vomitivo después de oír sonar el telefonillo.

El hombre volvió, caminando con precaución. Se había puesto una bata encima del pijama y había metido la cabeza bajo el agua.

– Lo sentimos mucho -dijo Adamsberg-. Si prefiere responder a nuestras preguntas mañana…

– No… no… Adelante, señores, les escucho.

El tipo quería conservar la dignidad, y la conservaba, pensó Danglard. Estaba erguido, la frente alta, y su mirada, de un azul feo, era insistente y no se apartaba de la de Adamsberg. Encendió una pipa preguntándoles si no les molestaba y diciendo que la necesitaba.

La luz era débil, el humo denso, y la habitación estaba abarrotada de libros.

– ¿Está trabajando sobre Bizancio? -preguntó Adamsberg lanzando una mirada a Danglard.

– Sí -dijo Le Nermord un poco sorprendido-. ¿Cómo lo saben?

– Yo no lo sé, pero mi compañero le conoce de nombre.

– Gracias, es muy amable de su parte, pero ¿pueden hablarme de ella, por favor? Ella… ¿Qué ha ocurrido?, ¿cómo?

– Le daremos detalles cuando esté más entero para oírlos. Ya es bastante doloroso saber que ha sido asesinada. La hemos encontrado en un círculo de tiza azul. En la Rué Bertholet, en el distrito 5. Bastante lejos de aquí.

Le Nermord movió la cabeza. Los rasgos de su cara se contrajeron. Parecía muy viejo. Mirarle no resultaba nada agradable.

– «Víctor, triste suerte, ¿por qué estás fuera?» ¿Es así? -preguntó en voz baja.

– Más o menos, no exactamente -dijo Adamsberg-. ¿Así que está usted al corriente de las actividades del hombre de los círculos?

– ¿Quién no lo está? La investigación histórica no protege de nada, señor, aunque uno lo desee. Es increíble, hablé de ese maníaco con Delphie, Delphine, mi mujer, la semana pasada.

– ¿Por qué hablaron de él?

– La tendencia de Delphie era defenderle, pero a mí ese hombre me repugnaba. Un embaucador. Pero las mujeres no se dan cuenta.

– La Rué Bertholet está lejos. ¿Estaba su mujer en casa de unos amigos? -preguntó Adamsberg.

El hombre reflexionó durante mucho rato. Al menos cinco o seis minutos. Danglard llegó a preguntarse si había oído bien la pregunta o si estaba a punto de dormirse. Pero Adamsberg le hizo un gesto de que esperara.

Le Nermord encendió una cerilla para reavivar la cazoleta de la pipa.

– ¿Lejos de qué? -preguntó al fin.

– Lejos de su casa -dijo Adamsberg.

– No, al contrario, está muy cerca. Delphie vivía en el Boulevard du Montparnasse, al lado de Port-Royal. ¿Quieren saber algo más?

– Por favor.

– Hace casi dos años que Delphie me abandonó para vivir en casa de su amante. Es un tipo insignificante, un imbécil, pero ustedes no me creerán si soy yo el que se lo digo. Juzgarán ustedes mismos cuando le conozcan. Es una pena, no puedo decirles nada más. Y yo… vivo aquí, en este caserón… solo. Como un gilipollas -acabó diciendo con un gesto circular.