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Al oído de Danglard le pareció que su voz se desmoronaba un poco.

– A pesar de todo, ¿la seguía viendo?

– Me cuesta mucho resignarme -respondió Le Nermord.

– ¿Estaba usted celoso? -preguntó Danglard sin especial delicadeza.

Le Nermord se encogió de hombros.

– Qué quiere usted, señor, uno se acostumbra. Hace doce años que Delphie me engaña a diestro y siniestro. Me sigue dando rabia, pero he dejado de luchar. En realidad, ya no sé si es el amor propio o el amor lo que produce la rabia, y luego la rabia se va espaciando, y luego acabamos comiendo juntos, muy amablemente, muy tristemente. Ustedes, señores, conocen todo esto de memoria, no vamos a escribir un libro sobre este tema, ¿verdad? Delphie no era mejor que cualquier otra y yo no más valiente que cualquier otro. No quería perderla del todo. Entonces, lo mejor era tomarla como era. Confieso que el último amante, el imbécil, me sentó fatal. Como si lo hubiera hecho a propósito, se entusiasmó por el más anodino de todos y decidió mudarse.

Levantó los brazos y volvió a dejarlos caer sobre los muslos.

– Así fue -dijo-, ni más ni menos. Y ahora todo ha terminado.

Apretó los párpados y volvió a cargar la pipa de tabaco rubio.

– Necesitamos que nos detalle cómo ha empleado su tiempo esta noche. Es indispensable -dijo Danglard, siempre con la misma naturalidad.

Le Nermord miró a uno y otro.

– No comprendo. ¿No ha sido ese maníaco el que ha…?

– No lo sabemos -dijo Danglard.

– No, no, señores, ustedes se equivocan. Lo único que yo gano con la muerte de mi mujer es el vacío, la desolación. Y además, ya que a ustedes, sin la menor duda, les interesa saberlo, el grueso de su dinero (y ella tenía mucho), e incluso esta casa, deben ir a parar a su hermana. Delphie había decidido así las cosas. Su hermana siempre ha estado en la cuerda floja.

– Eso no significa nada -insistió Danglard-, necesitamos saber en qué ha empleado su tiempo. Por favor.

– Como han visto, la puerta del edificio funciona por interfono. No hay portero. ¿Quién podrá decirles si les miento o no? Bueno… Hasta las once aproximadamente, estuve organizando el programa de mis clases para el año próximo. Miren, ahí está, en un montón sobre la mesa. Luego me acosté, leí y me dormí hasta que ustedes llamaron al timbre. Es imposible comprobarlo.

– Es desolador -dijo Danglard.

Ahora Adamsberg le dejaba llevar el interrogatorio. Danglard era más fuerte que él para hacer las preguntas clásicas y desagradables. Durante ese tiempo no quitaba ojo a Le Nermord, sentado frente a él.

– Comprendo -dijo Le Nermord acariciándose la frente con la cazoleta tibia de la pipa, con una gran amargura en el gesto-. Comprendo. El marido engañado, humillado, el nuevo amante susceptible de arrebatarme a mi mujer… Comprendo sus mecanismos. Dios mío… ¿Tienen ustedes que ser siempre tan simples? ¿No pueden pensar de otra manera? ¿Pensar en algo más complicado?

– Sí -dijo Danglard-. A veces lo hacemos, pero es verdad que su posición es delicada.

– Es cierto -reconoció Le Nermord-, pero confío en que, en lo que a mí respecta, no cometan un error al juzgarme. Supongo que estamos llamados a volver a vernos, ¿verdad?

– ¿El lunes? -propuso Adamsberg.

– El lunes, de acuerdo. Y también supongo que no hay nada que yo pueda hacer por Delphie. ¿Está en sus manos?

– Sí, señor. Lo sentimos mucho.

– ¿Van a hacerle la autopsia?

– Lo sentimos mucho.

Danglard dejó que pasara un minuto. Siempre dejaba que pasara un minuto después de haber hablado de autopsias.

– Para el interrogatorio del lunes -añadió-, reflexione sobre las noches del miércoles 19 de junio y el jueves 27 de junio. Son las noches de los dos crímenes anteriores. Se lo preguntarán. A menos que pueda respondernos ahora.

– No necesito reflexionar -respondió Le Nermord-. Es sencillo y triste: no salgo jamás. Paso todas las noches escribiendo. Ya no vive nadie en mi casa para confirmárselo y tengo poco contacto con mis vecinos.

Todo el mundo se puso a mover la cabeza, no se sabe por qué. Hay momentos así, en los que todo el mundo mueve la cabeza.

Era suficiente por esa noche. Adamsberg, que veía el cansancio en los párpados del bizantinista, dio la señal de salida levantándose suavemente.

Al día siguiente Danglard salió de su casa con un libro de Le Nermord bajo el brazo, Ideología y sociedad bajo Justiniano, publicado once años antes. Pero era todo lo que había encontrado en su biblioteca. En la contraportada del libro había una breve biografía halagadora, acompañada de una fotografía del autor. Le Nermord sonreía, más joven, con la cara igual de fea pero sin la menor particularidad, aparte de unos dientes regulares. Ayer, Danglard se había fijado en que tenía ese tic de los fumadores de pipa de darse golpecitos con el tubo contra los dientes. Una observación banal, habría dicho Charles Reyer.

Adamsberg no estaba. Seguramente había ido a casa del amante. Danglard dejó el libro sobre la mesa del comisario, consciente de que confiaba en impresionarle con el contenido de su biblioteca personal. Cosa realmente absurda, pues ahora sabía que había pocas cosas que impresionaran a Adamsberg. No importaba.

Esa mañana, Danglard sólo tenía una idea en la cabeza: saber qué había pasado en casa de Mathilde durante la noche. Margellon, que sobrellevaba muy bien las guardias, le esperaba para hacer su informe antes de ir a acostarse.

– Ha habido muchas idas y venidas -dijo Margellon-. Estuve escondido delante de la casa hasta las siete y media, como habíamos convenido. La dama del mar no salió. Apagó la luz del salón, supongo, hacia las doce y media, y la de su habitación media hora más tarde. Sin embargo, la anciana Valmont regresó tambaleándose a las tres y cinco. Apestaba a alcohol, había que verla. Le pregunté qué había ocurrido y se echó a llorar. Esa vieja no tiene ninguna gracia. ¡Es insoportable! Por lo que pude entender, al final, había esperado a un novio toda la noche en un bar. Como el novio no llegaba, se puso a beber para darse valor y se durmió sobre la mesa. El dueño la despertó para echarla. Creo que estaba avergonzada, pero también demasiado borracha para evitar contarlo todo. No pude enterarme del nombre del bar. Ya era bastante difícil encontrar un hilo conductor en todo aquel galimatías. Además esa mujer me repugnaba un poco. La agarré del brazo, la llevé hasta su puerta y la dejé para que durmiera la mona. Y luego, esta mañana, volvió a salir con una pequeña maleta. Me reconoció, sin demostrar ninguna sorpresa. Me explicó que estaba «hasta la coronilla de los anuncios por palabras» y que se iba tres o cuatro días a Berry, a casa de una amiga costurera. «La costura, no hay nada mejor», añadió.

– ¿Y Reyer? ¿Se movió?

– Reyer se movió. Salió muy bien vestido hacia las once de la noche y volvió, tan elegante como se había ido, haciendo sonar su bastón, a la una y media de la madrugada. Pude hacer preguntas a Clémence, que no me conocía, pero a Reyer, imposible. Conoce mi voz. Así que permanecí oculto y apunté las horas a las que entraba y salía. De todas formas, le habría resultado difícil descubrirme, ¿verdad?

Margellon se echó a reír. Realmente era un gilipollas.

– Margellon, llámele por teléfono y pásemelo.

– ¿A Reyer?

– Por supuesto, a Reyer.

Charles se echó a reír al oír la voz de Danglard, y Danglard no entendió por qué.

– Vamos inspector Danglard -dijo Charles-, acabo de enterarme por la radio de que tienen ustedes nuevas preocupaciones. Maravilloso. ¿Y vuelven a tomarla conmigo? ¿No se les ocurre una idea mejor?

– Reyer, ¿qué fue a hacer ayer por la noche?

– Ligar, inspector.

– Ligar, ¿dónde?

– En el Nouveau Palais.

– ¿Alguien puede confirmarlo?

– ¡Nadie! Usted sabe perfectamente que hay demasiada gente en los clubes nocturnos para que se pueda ver a alguien.