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– Reyer, ¿qué le hace tanta gracia?

– ¡Usted! Su llamada me hace gracia. Nuestra querida Mathilde, que no puede callarse, me dijo que el comisario le había aconsejado quedarse tranquilamente en casa. Deduje que preveían que habría jaleo. Así que me pareció una ocasión excelente para salir.

– Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Cree que eso me simplifica el trabajo?

– No es mi intención, inspector. Ustedes no han hecho más que joderme desde que empezó esta historia. Me pareció que ahora me tocaba a mí.

– En resumen, salió para jodernos.

– Más o menos sí, porque chicas no conseguí ninguna. Estoy contento de saber que están ustedes jodidos. Realmente contento, se lo aseguro.

– Pero ¿por qué? -volvió a preguntar Danglard.

– Porque me hace sentir vivo.

Danglard colgó, bastante furioso. Aparte de Mathilde Forestier, nadie se había quedado aquella noche tranquilamente en la casa de la Rué des Patriarches. Mandó a Margellon a su casa y decidió sumergirse en el testamento de Delphine Le Nermord. Quería comprobar lo que legaba a su hermana. Dos horas más tarde, se había enterado de que no había ningún testamento. Delphine Le Nermord no había llevado a cabo ninguna disposición escrita. Hay días así, en los que todo se va de las manos.

Danglard se puso a pasear por su despacho y volvió a pensar que el sol, esa jodida estrella, explotaría dentro de cuatro o cinco mil millones de años, y no entendía por qué esa explosión le producía siempre pensamientos tan negros. Habría dado su vida para que el sol se mantuviera tranquilo dentro de cinco mil millones de años.

Adamsberg volvió hacia las doce y le propuso comer con él. Algo que no solía ocurrir.

– Algo huele mal en el bizantinista -dijo Danglard-. Se ha equivocado o ha mentido a propósito de la herencia: no hay testamento. Eso hace que todo vuelva al marido. Hay títulos, hay hectáreas de bosques y cuatro edificios en París, sin contar la casa en la que vive. Él no tiene un céntimo. Solamente su sueldo de profesor y los derechos de autor. Imagine que su mujer quisiera divorciarse. Entonces todo iría a otra parte.

– Así es, Danglard. He estado con el amante. Realmente es el tipo de la foto. Es verdad que tiene unas proporciones gigantescas y un cerebro de mosquito. Además, es herbívoro y está orgulloso de ello.

– Vegetariano -dijo Danglard.

– Eso, vegetariano. Dirige una agencia de publicidad con su hermano, también herbívoro. Trabajaron juntos durante la tarde y noche de ayer, hasta las dos de la mañana. El hermano lo confirma. Por lo tanto está a salvo, a menos que el hermano mienta. Sin embargo el amante parece desesperado por la muerte de Delphine. La animaba a divorciarse, no porque Le Nermord fuera un incordio para él, sino porque quería arrancar a Delphine de lo que él llamaba una tiranía. Al parecer, Augustin-Louis seguía haciéndole trabajar para él, haciéndole releer y mecanografiar todos sus manuscritos, haciéndole clasificar sus notas, y Delphine no se atrevía a decir nada. Ella decía que le venía bien, que eso le hacía «trabajar la cabeza», pero el amante está convencido de que no le resultaba nada beneficioso y que ella tenía un miedo espantoso a su marido. Sin embargo, al final Delphine estaba casi decidida a pedir el divorcio, aunque al menos quería intentar discutirlo con Augustin-Louis. No se sabe si lo hizo o no. A pesar de todo, el antagonismo de los dos hombres salta a la vista. Al amante no le importaría nada derrotar a Le Nermord.

– Todo eso puede ser verdad -dijo Danglard.

– Yo también lo creo.

– Le Nermord no tiene coartada para las tres noches de los crímenes. Si quiso desembarazarse de su mujer antes de que ella se rebelara, pudo aprovechar la ocasión que le ofrecía el hombre de los círculos. No es un hombre valiente, nos lo dijo él mismo. No del tipo de gente que se arriesga. Con el fin de incriminar al maníaco, cometió dos crímenes al azar para crear la impresión de una serie y luego asesinó a su mujer. La suerte está echada. Los polis buscan al hombre de los círculos y le dejan en paz. Y él cobra la herencia.

– Bien pensado, ¿verdad?, sin duda califica a los polis de gilipollas.

– Por una parte hay tantos gilipollas entre los polis como en cualquier otra parte. Por otro lado las mentes superficiales podrían encontrar una combinación a su gusto. Reconozco que Le Nermord no parece superficial. Sin embargo se pueden producir bajones de inteligencia. A veces ocurre. Sobre todo cuando se fomenta un proyecto pasional. ¿Y Delphine Le Nermord? ¿Qué hacía fuera de casa a esas horas?

– El amante dice que ella pensaba quedarse en casa toda la tarde. Le sorprendió no encontrarla al volver. Pensó que había ido a buscar cigarrillos al bar que estaba abierto en Bertholet. Solía ir allí cuando se quedaba sin tabaco. Más tarde, imaginó que quizá su marido la había llamado una vez más. No se atrevió a telefonear a casa de Le Nermord y se durmió. Fui yo el que le despertó esta mañana.

– Le Nermord puede haber visto el círculo, digamos a las doce de la noche. Después convoca a su mujer y la mata allí mismo. Creo que Le Nermord lo tiene muy mal. ¿Qué piensa usted?

Adamsberg esparcía migas de pan alrededor de su plato. A Danglard, que comía con mucha delicadeza, se le encogió el corazón.

– ¿Que qué pienso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza-. Pues nada. Pienso en el hombre de los círculos. Ya debería usted saberlo, Danglard.

La vigilancia y luego los ininterrumpidos interrogatorios de Augustin-Louis Le Nermord empezaron el lunes por la mañana. Danglard no le había ocultado que todo le acusaba.

Adamsberg dejaba actuar a Danglard, que machacaba sin piedad a su objetivo. El anciano parecía incapaz de defenderse. Cada intento de justificación que hacía era inmediatamente interceptado por el discurso incisivo de Danglard. Sin embargo, Adamsberg veía claramente que a Danglard, al mismo tiempo, le daba pena su víctima.

Adamsberg no sentía nada parecido. Desde el principio había detestado a Le Nermord y no quería por nada del mundo que Danglard le preguntara por qué. Así que no decía nada.

Danglard llevó a cabo el interrogatorio durante varios días.

De vez en cuando Adamsberg entraba en el despacho de Danglard y observaba. Acorralado, aterrado por las acusaciones que pesaban sobre él, el anciano se venía abajo a ojos vistas. Ya ni siquiera sabía responder a las preguntas más sencillas. No, no sabía que Delphie no había redactado el testamento. Siempre había estado convencido de que todo iría a parar a su hermana Claire. Quería mucho a Claire, que se desenvolvía sola en la vida con tres hijos. No, no sabía qué había hecho durante las noches de los asesinatos. Seguramente había trabajado y luego dormido como todas las noches. Gélido, Danglard le contradecía: la noche del crimen de Madeleine Chátelain, la farmacéutica estaba de guardia y había visto a Le Nermord salir de su casa. Hecho polvo, Le Nermord explicaba que era posible, que a veces salía por la noche a comprar una cajetilla a la máquina expendedora de tabaco: «Les quito el papel y saco el tabaco para la pipa. Delphie y yo siempre fumamos mucho. Ella intentaba dejarlo. Yo, no. Demasiada soledad en aquella enorme casa».

Y de nuevo gestos circulares, desmoronamientos, pero los restos de una mirada que, a pesar de todo, seguía resistiendo. Del profesor del Colegio de Francia ya no quedaba sino un viejo hombrecillo de aspecto derrotado y que se debatía sin el necesario sentido común como para escapar a una condena que parecía inevitable. Seguramente había repetido mil veces: «Pero no puedo haber sido yo. Yo amaba a Delphie».

Danglard, cada vez más alterado, continuaba insistiendo con enorme constancia, sin escatimarle ninguno de los hechos que le convertían en sospechoso. Incluso había dejado que los periodistas recibieran algunas informaciones y las publicaran en primera página. El anciano apenas había conseguido probar las comidas que le llevaban, a pesar de los ánimos de Margellon, que a veces sabía ser agradable. Tampoco se había afeitado, ni siquiera cuando había vuelto a dormir a su casa después del interrogatorio. A Adamsberg le sorprendía verle flaquear tan pronto, a ese anciano que realmente tenía un magnífico cerebro para defenderse. Nunca había asistido a una desestabilización tan rápida.