Danglard, que nunca había visto a Adamsberg perder el tiempo llevando a cabo las simples formalidades, le miró sin comprender.
– Haga lo que quiera -dijo Le Nermord-. Pero ¿qué busca? Les he dicho que aportaría todas las pruebas.
– Ya lo sé. Confío en usted. Pero no busco algo palpable. Mientras, convendría que repitiera todo esto a Danglard, para su declaración.
– Sea honesto, comisario. Como «hombre de los círculos», ¿qué puede pasarme?
– En mi opinión, no mucho -dijo Adamsberg-. No ha habido escándalo nocturno ni alteración de la tranquilidad pública en el sentido estricto del término. El hecho de que usted haya suscitado en otro la idea del crimen no le afecta. No siempre se es responsable de las ideas que se dan a los demás. Su manía ha causado tres muertos, pero no es culpa suya.
– Jamás lo habría imaginado. Lo siento muchísimo -murmuró Le Nermord.
Adamsberg salió sin decir una palabra y Danglard le odió por no haber sido un poco más humano con aquel hombre. Sin embargo, había visto al comisario desplegar sus dotes de seducción para atraerse la simpatía de desconocidos e incluso de imbéciles. Y hoy, no había concedido la menor migaja de humanidad al anciano.
A la mañana siguiente, Adamsberg pidió ver a Le Nermord una vez más. Danglard estaba enfadado. Le hubiera gustado que dejaran al anciano en paz. Y encima Adamsberg elegía el último minuto para convocarle, cuando apenas había intervenido durante los días anteriores.
Así pues, Le Nermord fue llamado de nuevo. Entró tímidamente en la comisaría, aún un poco vacilante y pálido. Danglard le observó.
– Ha cambiado -murmuró a Adamsberg.
– No lo sé -respondió Adamsberg.
Le Nermord se sentó en el borde de la silla y preguntó si podía fumar en pipa.
– He estado reflexionando esta noche -dijo metiendo la mano en el bolsillo para buscar las cerillas-. En realidad toda la noche. Y ahora me importa un bledo que todo el mundo sepa la verdad sobre mí. Acepto tal como es mi lamentable personaje de hombre de los círculos, como me llama la prensa. Al principio, cuando empecé, tenía la impresión de haber alcanzado con ello un gran poder. En realidad, supongo que yo era un hombre vanidoso y grotesco. Y luego todo se estropeó. Ha habido dos crímenes. Y mi Delphie. ¿De qué sirve intentar esquivar todo eso? ¿De qué sirve intentar, disimulándolo ante los demás, hacer una chapuza con un futuro que de todas formas he destrozado, masacrado? No. He sido el hombre de los círculos. Peor para mí. Por esa razón, por culpa de mis «frustraciones», ésa es la palabra de Vercors-Laury, ha habido tres muertos. Y Delphie.
Apoyó la cabeza entre las manos, y Danglard y Adamsberg esperaron en silencio, sin mirarse. Y luego, el viejo Le Nermord se frotó los ojos con la manga de su impermeable, como un vagabundo, como si abandonara todo el prestigio que había tardado tantos años en construir.
– Así que es inútil que les suplique que mientan a la prensa -añadió haciendo un esfuerzo-. Tengo la impresión de que lo mejor es que intente asumir lo que soy y lo que he hecho, y no enarbolar este maldito maletín de profesor para protegerme. Sin embargo, como soy un cobarde a pesar de todo, prefiero irme de París, ahora que todo va a saberse. Compréndanlo, me cruzo con demasiadas caras conocidas por la calle. Si ustedes me dan la autorización, me gustaría exiliarme en el campo. Me horroriza el campo. Compré la casa para Delphie. Me servirá de refugio.
Le Nermord esperó expectante la respuesta, acariciándose la mejilla con la cazoleta de la pipa, la expresión inquieta y desdichada.
– Está usted totalmente en su derecho -dijo Adamsberg-. Déjeme su dirección, es lo único que le pediré.
– Gracias. Pienso que podré instalarme allí dentro de quince días. Lo voy a vender todo. Bizancio se acabó.
Adamsberg dejó pasar un nuevo silencio antes de preguntar:
– No es usted diabético, ¿verdad?
– Es una pregunta muy extraña, comisario. No, no soy diabético. ¿Es… es importante para usted?
– Bastante. Le voy a molestar por última vez, pero por una tontería. Sin embargo es una tontería que busca en vano una explicación y espero que usted me ayude. Todos los testigos que le han visto han dicho que dejaba un olor al pasar. Un olor a manzana podrida para unos, a vinagre o licor para otros. Al principio creí que era usted diabético, pues la diabetes, como usted seguramente sabe, les produce a los enfermos un ligero olor a fermentación. Pero no es su caso. Para mí, usted sólo huele a tabaco rubio. Entonces pensé que ese olor venía sin duda de su ropa, o de un armario de ropa. Ayer me permití, en su casa, oler todos los roperos, los armarios, los arcones, las cómodas, y todos los trajes. Nada. Olía a madera vieja, olía a tintorería, olía a pipas, libros, a tiza incluso, pero nada a ácido, nada a fermentado. Estoy decepcionado.
– ¿Qué debo decirle? -preguntó Le Nermord, estupefacto-. ¿Cuál es su pregunta exactamente?
– ¿Cómo lo explica usted?
– ¡No lo sé! Nunca he advertido ese olor. Incluso es bastante humillante enterarme de que existe.
– Quizá yo tenga una explicación. Que el olor viene de otra parte, de un armario que se encuentra fuera de su casa, y en el que usted dejaba su ropa de hombre de los círculos.
– ¿Mi ropa de hombre de los círculos? ¡Pero si no llevaba un atuendo especial! ¡No he llevado el ridículo hasta el extremo de hacerme un traje para semejante circunstancia! No, comisario. Además, sus testigos también han tenido que decirle que iba vestido de forma normal, como hoy. Siempre llevo más o menos la misma ropa: unos pantalones de franela, una camisa blanca, una chaqueta de espiguilla y un impermeable. Casi nunca me visto de otra manera. ¿Qué interés podía tener en salir de mi casa con una chaqueta de espiguilla, y dirigirme «a otra parte» para ponerme otra chaqueta de espiguilla, y además que oliera mal?
– Eso es lo que le pregunto.
Le Nermord volvía a tener una expresión lamentable, y Danglard, una vez más, odió a Adamsberg. Pensándolo bien, al comisario no se le daba tan mal la tortura.
– Me gustaría ayudarle -dijo Le Nermord temblándole la voz-, pero me pide demasiado. Soy incapaz de entender esa historia del olor y por qué es tan interesante.
– Si se descubre, no es interesante.
– Es posible, después de todo, que en la fiebre de la acción, porque los círculos me producían mucha emoción, haya podido emitir una especie «de olor a miedo». Es posible, después de todo. Al parecer, existe. Cuando después me recuperaba en el metro, estaba empapado de sudor.
– No pasa nada -dijo Adamsberg haciendo dibujos directamente en la mesa-. Olvídelo. Con frecuencia se me ocurren ideas fijas y descabelladas. Le voy a dejar ir, señor Le Nermord. Espero que encuentre la paz en el campo. Hay gente que la encuentra.
¡Paz en el campo! Irritado, Danglard suspiró ruidosamente. De todas formas, todo en el comisario le irritaba esa mañana, sus rodeos desprovistos de sentido, sus interrogatorios inútiles, su banalidad, en una palabra. En ese momento deseó tomar una copa de vino blanco. Demasiado temprano. Sin duda demasiado temprano, reprímete, Dios mío.
Le Nermord les dirigió una trágica sonrisa y Danglard intentó consolarle estrechándole muy fuerte la mano. Sin embargo, la mano de Le Nermord estaba como muerta. «Está perdido», pensó Danglard.
Adamsberg se levantó para ver cómo Le Nermord se alejaba por el pasillo, con su maletín negro y la espalda encorvada, más delgado que nunca.
– Pobre tipo -dijo Danglard-, está jodido.
– Yo hubiera preferido que fuera diabético -dijo Adamsberg.
Adamsberg pasó el final de la mañana leyendo Ideología y sociedad bajo Justiniano. A Danglard, casi tan agotado como su víctima por su combate con el hombre de los círculos, le hubiera gustado que Adamsberg dejara de una vez de pensar en él y continuara la investigación de otra manera. Se sentía tan saturado de Augustin-Louis Le Nermord que por nada del mundo habría podido leer una línea de él. Habría tenido la impresión, en cada palabra, de que veía inclinarse hacia él los rasgos confusos y la mirada fija, de un azul sucio, del bizantinista, reprochándole su ensañamiento.