– No parece contento -dijo Mathilde.
– Es verdad. Es porque Clémence ha escapado.
– No, Danglard. Es otra cosa la que preocupa a Adamsberg.
Leclerc, un tipo del laboratorio, entró en la habitación.
– Se trata de las huellas, inspector. No hay ninguna. Lo limpió todo, o bien llevó guantes todo el tiempo. Nunca había visto nada igual. Pero está el cuarto de baño. He encontrado una gota de sangre seca en la pared, detrás de la tubería del lavabo.
Danglard subió rápidamente tras él.
– Debió de lavar algo -dijo incorporándose-. Los guantes, quizás, antes de tirarlos. No se encontraron junto a Delphine. Declerc, mándelo a analizar urgentemente. Si es la sangre de la señora Le Nermord, Clémence está perdida.
El análisis lo confirmó unas horas más tarde, la sangre era de Delphine Le Nermord. Empezó la caza de Clémence.
Ante esta noticia, Adamsberg se quedó taciturno. Danglard recordó las tres cosas que garabateaba el comisario. El doctor Pontieux. Pero eso ya estaba aclarado. Faltaba la revista de modas. Y la manzana podrida. Seguramente estaba muy preocupado por la manzana podrida. ¿Qué coño podía importar eso ahora? Danglard pensó que Adamsberg tenía una forma distinta de la suya de echar a perder su existencia. Le parecía que, a pesar de su lánguido comportamiento, Adamsberg poseía un modo eficacísimo de no relajarse jamás.
La puerta entre el despacho del comisario y el suyo permanecía, la mayor parte del tiempo, abierta. Adamsberg no necesitaba aislarse para estar solo. Por ello, Danglard iba y venía, dejaba informes, le leía una nota, volvía a salir, o bien se sentaba a charlar un momento. Entonces ocurría, aún más a menudo desde la huida de Clémence, que Adamsberg no estaba receptivo a nada y que continuaba su lectura sin levantar los ojos hacia él, pero sin que aquella falta de atención resultara hiriente porque no era voluntaria.
Además, consideraba Danglard, se trataba más de ensimismamiento que de falta de atención. Porque Adamsberg estaba atento. Pero ¿a qué? Por otra parte tenía una curiosa forma de leer, generalmente de pie, con los brazos apretados en el pecho y la mirada inclinada hacia las notas esparcidas sobre su mesa. Podía permanecer así, de pie, durante horas. Danglard, que todos los días se sentía con el cuerpo cansado y las piernas poco estables, se preguntaba cómo podía mantenerse en esa posición.
En ese momento Adamsberg estaba de pie, mirando un pequeño cuadernillo de notas con las páginas vacías, abierto sobre su mesa.
– Hace dieciséis días -dijo Danglard sentándose.
– Sí -dijo Adamsberg.
Esta vez su mirada abandonó la lectura para dirigirse hacia Danglard, aunque no había, realmente, nada que leer en el pequeño cuadernillo.
– No es normal -repuso Danglard-. Deberíamos haberla encontrado. Tendrá que desplazarse, comer, beber, dormir en alguna parte. Y su descripción está en todos los periódicos. No puede escapar a nuestra investigación. Sobre todo con un físico como el suyo. Sin embargo, el hecho está ahí: se nos escapa.
– Sí -dijo Adamsberg-. Se nos escapa. Hay algo que falla.
– Yo no diría eso -dijo Danglard-. Yo diría que dedicamos demasiado tiempo a encontrarla, pero que lo conseguiremos. Sin embargo, la vieja sabe ser discreta. En Neuilly no era muy conocida. ¿Qué han dicho de ella los vecinos? Que no molestaba a nadie, que era independiente, que no era guapa, siempre con ese jodido gorro en la cabeza, y que tenía una verdadera adicción a los anuncios por palabras. No se les ha podido sacar más. Vivió veinte años allí y nadie sabe si tenía amigos en alguna parte, nadie le conoce el menor desliz y nadie recuerda cuándo se fue exactamente. Al parecer, nunca iba de vacaciones. Hay gente así, que pasa por la vida sin que nadie advierta su existencia. No es sorprendente que haya llegado al crimen. Pero es una cuestión de días. La encontraremos.
– No. Hay algo que falla.
– ¿Qué es lo que hay que entender?
– Es lo que intento saber.
Desanimado, Danglard se levantó, en tres pesados movimientos (el torso, los muslos, las piernas) y dio la vuelta a la habitación.
– Me gustaría intentar saber lo que usted intenta saber -dijo.
– Tome, Danglard, el laboratorio puede recuperar la revista de modas. Yo he terminado.
– Terminado ¿el qué?
Danglard quería volver a su despacho, nervioso de antemano por aquella discusión que no conducía a nada, pero no podía evitar sospechar que a Adamsberg le daban vueltas en la cabeza pensamientos, si no hipótesis, que despertaban su curiosidad. Aunque sospechara que esos pensamientos aún no estaban disponibles ni siquiera para el propio Adamsberg.
Adamsberg volvió a mirar el cuadernillo de notas.
– La revista de modas -dijo- incluía un artículo firmado por Delphine Vitruel. O, si lo prefiere, el nombre de soltera de Delphine Le Nermord. La jefa de redacción me ha informado de que colaboraba regularmente en su revista, entregándole casi una vez al mes artículos sobre los que viven del aire, las fluctuaciones de la moda, el entusiasmo por los vestidos con cancanes o las costuras de las medias.
– ¿Y le ha interesado?
– Enormemente. He leído toda la colección. Me ha llevado mucho tiempo. Y luego la manzana podrida. Empiezo a comprender cosas.
Danglard movió la cabeza.
– ¿Qué pasa con la manzana podrida? -preguntó-. ¡No vamos a reprochar a Le Nermord que sudara miedo! ¿Por qué seguir pensando en él, por los clavos de Cristo?
– Todo lo que es pequeño y cruel me preocupa. Usted ha escuchado demasiado a Mathilde y ahora defiende al hombre de los círculos.
– No hago nada de eso. Simplemente me ocupo de Clémence y le dejo tranquilo.
– Yo también me ocupo de Clémence, sólo de Clémence. Pero eso no cambia el hecho de que Le Nermord sea un ser abyecto.
– Comisario, hay que ser parco en el desprecio en razón del gran número de menesterosos. Y no soy yo el que lo dice.
– Entonces, ¿quién?
– Chateaubriand.
– Otra vez… Pero ¿qué le ha hecho?
– Daño, sin duda. Pero dejémoslo. Sinceramente, comisario, ¿cree que el hombre de los círculos merece tanto odio? A pesar de todo es un gran historiador.
– Eso habría que verlo.
– Abandono -dijo Danglard sentándose-. Cada loco con su tema. Yo, a la que tengo en la cabeza, es a Clémence. Tengo que encontrarla. Está en alguna parte y daré con ella. Es fundamental. Es lógico.
– Pero -dijo Adamsberg sonriendo- una lógica estúpida es el demonio de los espíritus débiles. Y no soy yo el que lo dice.
– ¿Quién lo dice?
– La diferencia con usted es que yo no sé quién lo dijo. Pero me gusta mucho esa frase, me ayuda, ¿comprende? Soy tan poco lógico… Voy a dar un paseo, Danglard, lo necesito.
Adamsberg paseó hasta la noche. Era la única forma que había encontrado de poner en orden sus pensamientos. Era como si, gracias al movimiento de la caminata, los pensamientos estuvieran debatiéndose como las partículas en un líquido, a pesar de que los más pesados caían al fondo y los más finos se quedaban en la superficie. Al final, no sacaba de todo ello conclusiones definitivas, sino un panorama decantado de sus ideas, organizadas por orden de gravedad. En primer término aparecían cosas como el pobre viejo Le Nermord, su adiós a Bizancio, el tubo de la pipa entre sus incisivos, ni siquiera amarillentos por el tabaco. Dentadura postiza. Y luego la manzana podrida, Clémence la asesina, desapareciendo con su gorra negra, sus cazadoras de nailon, sus ojos rodeados de un tono rojo.
Se quedó paralizado. A lo lejos una joven llamaba a un taxi. Ya era tarde, distinguía mal, corrió. Y luego fue demasiado tarde y el esfuerzo resultó inútil porque el taxi se alejó. Entonces se quedó allí, en el borde de la acera, jadeando. ¿Por qué había corrido? Habría estado bien ver a Camille subir a un taxi sin correr por ello. Sin pensar siquiera en alcanzarla.