– ¿Dónde está? Dios mío, ¿dónde está?
– En la ciudad. Volverá a la hora de comer. No tiene prisa, está seguro de sí mismo. Un plan tan complicado no podía fallar. Sin embargo, no podía saber nada de la revista de modas. Su Delphie se tomaba libertades sin decírselo.
– Gana el macho pequeño -dijo Castreau-. Voy a darle pan. Se lo ha currado bien.
Adamsberg levantó la cabeza. El equipo del laboratorio había llegado. Conti bajó del camión, con todos sus maletines.
– Vas a ver esto -dijo Danglard saludando a Conti-, no tiene nada que ver con el bigudí, pero fue el mismo tipo el que lo hizo.
– Al tipo vamos a buscarle ahora mismo -dijo Adamsberg levantándose.
La casa de Augustin-Louis Le Nermord era un albergue de caza en bastante mal estado. Había una cabeza de ciervo colgada encima de la puerta de entrada.
– Es alegre -dijo Danglard.
– Pero el hombre no es alegre -dijo Adamsberg-. Le gusta la muerte. Reyer me lo dijo de Clémence. Sobre todo dijo que hablaba como un hombre.
– A mí me importa un bledo -dijo Castreau-. Mirad.
Orgulloso, les enseñó la mirla que se le había encaramado en el hombro.
– ¿Habíais visto esto antes? ¿Una mirla que se deja domesticar? ¿Y que me escoge a mí?
Castreau se echó a reír.
– La voy a llamar Migaja -dijo-. Es una gilipollez, ¿verdad? ¿Creéis que se quedará conmigo?
Adamsberg llamó a la puerta. Unos pasos en zapatillas se deslizaron por el pasillo, con calma. A Le Nermord no le preocupaba nada. Cuando abrió, Danglard miró de otra manera sus ojos de color azul sucio, su piel blanca con manchitas rojas.
– Iba a comer -dijo Le Nermord-. ¿Qué ocurre?
– El plan ha fallado, señor -dijo Adamsberg-. Esas cosas pasan.
Le puso una mano en el hombro.
– Me hace daño -dijo Le Nermord retrocediendo.
– Haga el favor de seguirnos -dijo Castreau-. Se le acusa de un asesinato cuádruple.
Con la mirla aún en el hombro, agarró los puños de Le Nermord y le puso las esposas. Antes, en los tiempos del antiguo comisario, Castreau se vanagloriaba de saber poner las esposas tan deprisa que nadie tenía tiempo de verlo. Allí, no dijo nada.
Danglard no había apartado los ojos del hombre de los círculos. Le pareció entender qué había querido decir Adamsberg cuando le había contado aquella historia del perrazo estúpido y baboso. Aquella historia de crueldad. Estaba supurando. En ese minuto, el hombre de los círculos se había convertido en un ser al que resultaba espantoso mirar. Mucho más espantoso que el cadáver de la fosa.
A última hora de la tarde, todos los hombres habían regresado a París. Había sobrecarga y excitación en la comisaría. El hombre de los círculos, inmovilizado en una silla por Declerc y Margellon, profería a gritos amenazas de muerte.
– ¿Le oye? -preguntó Danglard a Adamsberg entrando en su despacho.
Por una vez, Adamsberg no estaba dibujando. Terminaba, de pie, su informe para el juez de instrucción.
– Le oigo -dijo Adamsberg.
– Quiere cortarle el cuello.
– Lo sé, amigo mío. Debería usted llamar a Mathilde Forestier. Querrá saber qué le ha ocurrido a la musaraña, es comprensible.
Encantado, Danglard salió a llamar por teléfono.
– No está en casa -dijo al volver-. He hablado con Reyer. Reyer me saca de quicio. Se pasa la vida metido en su casa. Mathilde ha ido a acompañar a alguien al tren de las nueve a la estación del Norte. Cree que regresará poco después. Ha añadido que ella no estaba en forma, que había estremecimientos en la voz de la reina Mathilde y que podríamos pasar a tomar una copa más tarde para hacerla reír. Pero reír, ¿de qué?
Adamsberg miró fijamente a Danglard.
– ¿Qué hora es? -preguntó.
– Las ocho y veinte. ¿Por qué?
Adamsberg cogió su chaqueta y salió corriendo. Danglard tuvo tiempo de oír que le gritaba que releyera el informe en su ausencia, y que volvería.
En la calle, Adamsberg echó a correr en busca de un taxi.
Consiguió llegar a las nueve menos cuarto a la estación del Norte. Sin dejar de correr, entró por la puerta principal, encendiendo un cigarrillo al mismo tiempo. Detuvo violentamente a Mathilde que salía.
– ¡Rápido, Mathilde, rápido! Es ella la que se va, ¿verdad? ¡No me mienta, por Dios! ¡Estoy seguro! ¿El andén? ¿El número del andén?
Mathilde le miró sin decir nada.
– ¿Qué andén? -gritó Adamsberg.
– ¡Mierda! -dijo Mathilde-. Váyase al carajo, Adamsberg. Si usted no hubiera existido, quizás ella no se estaría yendo todo el tiempo.
– ¡Usted no sabe nada! ¡Ella es así! ¡Dígame el andén, por Dios!
Mathilde no quería responder nada.
– Andén 14 -dijo.
Adamsberg la dejó allí plantada. Eran las nueve menos seis minutos en el gran reloj del vestíbulo. Recuperó el aliento mientras se dirigía al andén 14.
Ahí estaba. Por supuesto. Con una chaqueta y un pantalón de tubo, muy ajustados, de color negro. Parecía una sombra. Camille tenía la cabeza erguida, mirando no se sabe qué, seguramente toda la estación. Adamsberg recordó aquella expresión, la de querer verlo todo sin esperar algo de ello obligatoriamente. Apretaba un cigarrillo entre los dedos.
Luego lo tiró a lo lejos. Camille siempre hacía unos gestos muy bonitos. Ese era muy especial. Cogió su maleta y avanzó por el andén. Adamsberg corrió, la adelantó y se volvió. Camille se chocó contra él.
– Ven -dijo Adamsberg-. Tienes que venir. Ven. Una hora.
Camille le miraba, exactamente tan emocionada corno él había imaginado si la hubiera alcanzado en el taxi.
– No puede ser -dijo-. Vete, Jean-Baptiste.
Camille no era nada estable. Adamsberg se acordaba perfectamente de que Camille, en estado normal, siempre daba la impresión de que iba a ponerse a dar vueltas o a caerse rodando. Un poco como su madre. Como si caminara en equilibrio sobre una cuerda floja suspendida por encima del vacío, en lugar de andar por el suelo como todo el mundo. Pero en ese momento, Camille se tambaleaba realmente.
– Camille, no te vas a caer, ¿verdad? ¡Dime!
– Por supuesto que no.
Camille dejó la maleta en el suelo y estiró los brazos por encima de la cabeza, como para tocar el cielo.
– Mira, mira, Jean-Baptiste. Me estoy manteniendo de puntillas. ¿Has visto? Y no me caigo.
Camille sonrió y dejó caer los brazos suspirando.
– Te amo. Ahora déjame marchar.
Lanzó la maleta por la puerta abierta del vagón. Subió los tres escalones y se volvió, delgada, negra, y Adamsberg no quería que sólo le quedaran unos segundos para ver esa cara de dios griego y de prostituta egipcia.
Camille movió la cabeza.
– Lo sabes perfectamente, Jean-Baptiste. Te he amado y, Dios mío, eso no se va aunque soples. Las moscas, sí. Las moscas echan a volar si las soplas. Puedo confiarte esto, Jean-Baptiste: tú no tienes nada que ver con una mosca. Dios mío. Pero no puedo amar a tipos como tú, no tengo valor. Es demasiado difícil. Me destroza los nervios. Nunca se sabe dónde estás, por dónde vaga tu alma. Eso me duele y me inquieta. En cuanto a mi alma, también vaga demasiado. Entonces todo el mundo se preocupa sin cesar. Dios mío, Jean-Baptiste, lo sabes perfectamente.
Camille sonrió.
Se produjo el cierre de las puertas, el retroceso del borde del andén. Se oyó la recomendación de no tirar objetos a través de las ventanillas. Sí. Adamsberg lo sabía perfectamente. Ese gesto puede herir o matar. El tren se puso en marcha.