Lo que le perturbaba, incluso le arrancaba de las regiones lejanas por las que su indiferencia le había hecho avanzar a lo largo de aquella jornada, era que habría bastado con preguntar a Mathilde para saber. Bueno, solo para saber. Saber por ejemplo si Camille amaba a otro. Aunque era mejor no saber nada en absoluto y quedarse en el botones del hotel de El Cairo donde se había quedado la última vez. Estaba muy bien aquel botones, moreno, largas pestañas, y sólo para una o dos noches porque había ahuyentado la añoranza del cuarto de baño. Además, de todas formas Mathilde no diría nada. No volverían a hablar de ello. Ni una palabra más sobre aquella muchacha que mandaba a los dos a paseo desde Egipto a Pantin, y eso era todo. Porque si eso ocurría era porque ella estaba en Pantin. Estaba viva, eso era precisamente lo que había querido decirle Mathilde. Había mantenido su promesa de la otra noche en el metro Saint-Georges de quitarle esa muerta de la cabeza.
¿Quizá Mathilde, sintiéndose amenazada por el acoso policial, había intentado de ese modo volverse intocable? ¿Haciéndole saber que acosando a la madre entristecería a la hija? No. Ése no era el estilo de Mathilde. No había que volver a hablar de ello, y nada más. Dejar a Camille donde estaba, proseguir la investigación en torno a la señora Forestier sin variar el itinerario. Eso era lo que había dicho aquella tarde el juez de instrucción: «Adamsberg, sin variar el itinerario». ¿Qué itinerario? Un itinerario supone un plan, una proyección en el futuro, y en esta investigación, Adamsberg tenía muchos menos que en ninguna otra. Esperaba al hombre de los círculos. Un hombre que no parecía preocupar a demasiada gente. Sin embargo, para él, el hombre de los círculos era una criatura que se reía burlonamente por las noches y se andaba con remilgos por el día. Un hombre difícil de atrapar, oculto, pútrido, cubierto de pelusa como las mariposas nocturnas, cuyo pensamiento a Adamsberg le resultaba execrable y le producía escalofríos. ¿Cómo podía Mathilde decir de él que era «inofensivo», y divertirse, como una loca, siguiéndole a través de sus mortíferos círculos? Ahí estaba, se dijera lo que se dijera, la caprichosa imprevisión de Mathilde. Y ¿cómo Danglard, el sabio y profundo Danglard, podía también considerarle inocente, ahuyentarle de sus pensamientos, cuando estaba enganchado a los suyos como una araña maligna? O quizás era él, Adamsberg, el que estaba equivocado. Pero no podía evitarlo. Nunca había podido más que seguir el sentido de la corriente en la que se encontraba. Y pasara lo que pasara, seguía avanzando hacia ese hombre mortal. Entonces le vería, tenía que verle. Seguramente al verle cambiaría de opinión. Seguramente. Le esperaría. Estaba seguro de que el hombre de los círculos iría a él. Pasado mañana. Quizá pasado mañana aparecería un nuevo círculo.
Tuvo que esperar dos días más, pues al parecer el hombre de los círculos, deseoso de seguir sus propias normas, dejaba de actuar durante el fin de semana. Así que no volvió a coger la tiza hasta la noche del lunes.
Un agente de servicio descubrió el círculo azul en la Rué de La Croix-Nivert, a las seis de la mañana.
Esta vez, Adamsberg acompañó a Danglard y Conti.
Era una muñequita de plástico del tamaño de un pulgar. Aquella efigie de bebé, perdida en medio del inmenso círculo, producía un evidente desasosiego. «Está hecho a propósito», pensó Adamsberg. Danglard debió de pensarlo al mismo tiempo.
– Ese cretino nos está provocando -dijo-. Rodear con un círculo una figurita humana, después del crimen del otro día… Ha debido de llevarle mucho tiempo encontrar la muñeca, o quizá la trajo él mismo. Entonces sería una trampa.
– No es que sea un cretino -dijo Adamsberg-, pero como su orgullo empieza a exasperarse, empieza a entablar una conversación.
– ¿Una conversación?
– A entrar en comunicación con nosotros, si lo prefiere. Ha aguantado cinco días desde el asesinato, que es más de lo que yo esperaba. Ha cambiado sus itinerarios y se ha vuelto inasequible. Pero ahora empieza a hablar, a decir: «Sé que se ha cometido un crimen, no tengo nada que temer y aquí está la prueba». Y así sucesivamente. Ahora no hay ninguna razón para que deje de hablar. Va por mal camino. El camino de la palabra. El camino en el que ha dejado de bastarse a sí mismo.
– Hay algo fuera de lo común en este círculo -dijo Danglard-. No está hecho como los anteriores. Sin embargo, es la misma letra, no hay la menor duda. Pero lo ha hecho de forma diferente, ¿verdad, Conti?
Conti movió la cabeza.
– Antes -continuó Danglard- dibujaba el círculo de una vez, como si caminara alrededor y lo trazara al mismo tiempo, sin detenerse. Esta noche ha hecho dos semicírculos que se acaban juntando, como si hubiera hecho un lado primero y luego, a continuación, el otro. A pesar de todo, no puede haber perdido la práctica en cinco días, ¿no creen?
– Es verdad -dijo Adamsberg sonriendo-, es una negligencia por su parte. Vercors-Laury la encontraría muy interesante, y tendría razón.
A la mañana siguiente, Adamsberg llamó a su despacho al levantarse. El hombre había ido a trazar un círculo al distrito 5, Rué Saint-Jacques, que era tanto como decir a dos pasos de la Rué Pierre-et -Marie-Curie, donde Madeleine Chátelain había sido degollada.
«Continúa la conversación -pensó Adamsberg-. Algo así como: "Nada me impedirá trazar un círculo cerca del lugar del crimen". Y si no ha hecho el círculo en la propia Rué Pierre-et-Marie-Curie, es simplemente por delicadeza, simplemente un signo de buen gusto. Es un hombre refinado.»
– ¿Qué hay en el círculo? -preguntó Adamsberg por teléfono.
– Un amasijo de cinta magnética desbobinada.
Al mismo tiempo que escuchaba el informe de Margellon, Adamsberg miró el correo. Tenía ante los ojos una carta de Christiane, con un texto apasionado y un contenido secular. Te dejo. Egoísta. No volveré a verte. Orgullo. Y así a lo largo de seis páginas.
Muy bien, eso lo veremos esta noche, se dijo, convencido de ser un egoísta, pero convencido también por experiencia de que las personas que nos abandonan realmente, jamás se toman la molestia de advertírnoslo en una carta de seis páginas. Esas personas se eclipsan sin hablar, y eso es lo que había hecho la querida pequeña. Y los que deambulan dejando que sobresalga del bolsillo la culata de una pistola no se matan jamás, había dicho más o menos por este orden un poeta que no sabía cómo se llamaba. Así pues Christiane volvería con muchas reivindicaciones, cosa que hacía prever grandes complicaciones. Bajo la ducha, Adamsberg tomó la resolución de no ser demasiado perverso y meditar esa noche si deseaba pensar en ello.
Citó a Danglard y Conti en la Rué Saint-Jacques. El amasijo de cinta magnética se extendía como un montón de tripas al sol de la mañana, en medio del gran círculo, esta vez dibujado de un solo trazo. Danglard, inmenso, cansado, con el pelo rubio echado hacia atrás, le miró mientras se acercaba. No sabía por qué, si era a causa de su aspecto cansado, o de su gesto de pensador vencido perseverando en hacerse preguntas sobre los destinos o de la forma de estirar y doblar su gran cuerpo insatisfecho y resignado, pero Danglard, esa mañana, le conmovió. Realmente le apetecía volver a decir que le apreciaba mucho. En ciertos momentos, Adamsberg tenía una inusual facilidad para formular declaraciones breves y sentimentales que confundían a los demás por su sencillez, fuera de lo común entre adultos. No era raro que dijera a alguien que era guapo, aunque no fuera verdad, e independientemente de la extensión del período de indiferencia que sufriera.
En ese momento Danglard con la chaqueta impecable y la mente ocupada en alguna secreta preocupación, estaba apoyado en un coche. Con la punta de los dedos agitaba las monedas que llevaba en el fondo del bolsillo. Preocupaciones de dinero, pensó Adamsberg. Danglard le había confesado cuatro hijos, pero Adamsberg ya sabía, por ciertas conversaciones en los pasillos, que tenía cinco y que todos vivían en tres habitaciones y que sólo contaban con el sueldo de aquel padre ilimitado. Sin embargo, nadie se compadecía de Danglard, y Adamsberg igual que los demás. Era impensable compadecerse de un tipo así. Porque su manifiesta inteligencia generaba a su alrededor una zona protegida de un radio de dos metros, en la que uno se ponía a hablar con mucho cuidado desde el momento en que se penetraba en ella, y Danglard se convertía más bien en objeto de una vigilancia circunspecta que de cualquier tipo de gestos compasivos. Adamsberg se preguntó si «el amigo filósofo», al que Mathilde se refería sin cesar para describirse, generaba una zona parecida, y de qué amplitud. El amigo filósofo daba la impresión de conocer un aspecto de Mathilde. Seguramente había asistido a la velada celebrada en el Dodin Bouffant. Conseguir su nombre, su dirección, ir a verle, interrogarle, era una pequeña artimaña policial que quería llevar a cabo en la sombra. No era el tipo de cosas que Adamsberg solía hacer, pero esta vez quería encargarse de ello personalmente.