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– Hay un testigo -dijo Danglard-. Ya estaba en la comisaría cuando me fui. Me espera para hacer una declaración completa.

– ¿Qué vio?

– Vio, hacia las doce menos diez de la noche, un hombrecillo delgado que le adelantó corriendo. Ha sido esta mañana, escuchando la radio, cuando lo ha relacionado. Me ha descrito un individuo mayor, escuchimizado, ágil y calvo, que llevaba una cartera bajo el brazo.

– ¿Nada más?

– Le pareció que dejaba tras de sí un ligero olor a vinagre.

– ¿A vinagre? ¿No a manzana podrida?

– No. A vinagre.

Danglard había recuperado su buen humor.

– Mil testigos, mil narices -añadió sonriendo y agitando sus largos brazos-. Mil narices y mil diagnósticos. Mil diagnósticos y mil recuerdos de infancia. Para uno, manzana podrida, para otro, vinagre, y mañana para los demás, nuez moscada, betún, compota de fresa, talco, polvo de cortinas, infusión para la garganta, pepinillos… El hombre de los círculos debe de apestar a olores de infancia.

– Olor a armario -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué a armario?

– No lo sé. Los olores de la infancia están en los armarios, ¿no? Los armarios son inmutables. Todos los olores se mezclan en ellos, forman un todo, un todo universal.

– Estamos desvariando -dijo Danglard.

– No lo crea.

Danglard comprendió que Adamsberg empezaba de nuevo a flotar, a desconectar, a no sabía qué exactamente, en cualquier caso a aflojar las estructuras ya difusas de su lógica, y entonces sugirió regresar.

– No le acompaño, Danglard. Grabe la declaración del testigo del vinagre sin mí, pues me apetece oír hablar al «amigo filósofo» de Mathilde Forestier.

– Creía que el caso de la señora Forestier no le interesaba.

– Me interesa, Danglard. Estoy de acuerdo con usted en que está atravesada en el camino, aunque ella no me preocupa especialmente.

De todas formas, Danglard pensó que eran tan pocos los hechos que preocupaban especialmente al comisario que no perdió el tiempo en estudiar aquel matiz. Sí. La historia del cretino perrazo baboso, y todo lo que venía a continuación, había debido y debía de seguir preocupándole especialmente. Y otras cosas más de esa índole, que seguramente aprendería algún día. Es verdad, le ponía nervioso. Cuanto más conocía a Adamsberg, más inaccesible se le aparecía, tan imprevisible como una mariposa nocturna, cuyo vuelo pesado, loco y eficaz, agota al que intenta atraparla. Sin embargo, le hubiera gustado aprender eso de Adamsberg, aquella imprecisión, aquella aproximación y aquellas escapadas en las que su mirada parecía unas veces agonizar y otras arder, haciendo que uno deseara apartarse de él o acercarse más. Pensó que, con la mirada de Adamsberg, podría ver las cosas oscilar y perder sus contornos razonables, como hacen los árboles durante el verano con las vibraciones del calor. Que entonces el mundo le resultaría menos implacable, que dejaría de querer entenderlo hasta sus límites más lejanos, y hasta los puntos que ni siquiera se pueden ver en el cielo. Que estaría menos cansado. Pero sólo el vino blanco le proporcionaba ese distanciamiento breve y, él lo sabía, ficticio.

Como Adamsberg imaginaba, Mathilde no estaba en su casa. Encontró a la vieja Clémence inclinada sobre una mesa llena de diapositivas. En una silla a su lado, los periódicos estaban doblados por las páginas de los anuncios por palabras.

Clémence era demasiado charlatana para tener tiempo de sentirse intimidada. Se vestía superponiendo una sobre otra blusas de nailon como las capas de una cebolla. En la cabeza, la boina negra, y en la boca un cigarrillo tras otro. Hablaba sin apenas separar los labios, cosa que hacía que se viera muy poco aquella famosa dentadura que incitaba las divertidas comparaciones zoológicas de Mathilde. Ni tímida ni vulnerable, ni autoritaria ni simpática, Clémence era un personaje tan disparatado que no se podía evitar desear escucharla un poco para saber, más allá de todas las banalidades que amontonaba como barricadas, qué era lo que guiaba su energía.

– ¿Qué tal los anuncios esta mañana? -preguntó Adamsberg.

Clémence hizo un gesto de duda.

– Siempre se puede esperar algo de: «Hombre tranquilo en casita retirada busca compañera menor de 55 aficionada colecciones de grabados del siglo XVIII, aunque a mí los grabados me importan un bledo, o de: «Retirado del comercio quisiera compartir con mujer todavía guapa pasiones por la naturaleza y curiosidades por los animales y más afinidades», aunque a mí la naturaleza me importa un bledo. De todas formas, no se pierde nada por intentarlo. Todos escriben lo mismo y nunca la verdad: «Hombre viejo mal conservado con barriga que sólo se interesa por sí mismo busca mujer joven para acostarse con ella». Como desgraciadamente la gente jamás escribe la realidad, se pierde un tiempo increíble. Ayer contesté tres y recogí la hez de los frustrados de la vida. Sin embargo, lo que hace que todo fracase es que, en cuanto al físico, yo no les intereso. Así que estoy en un callejón sin salida. ¿Qué hacer? Dígamelo.

– ¿Me lo pregunta? ¿Por qué quiere casarse a cualquier precio?

– Esa es la pregunta que no me hago. Todos podrían decir: «Esa pobre vieja, Clémence, no soportó que su novio desapareciera dejándole una nota». Pero no, Jesús, me dio exactamente igual en ese momento, tenía veinte años, y me sigue dando exactamente igual. Me gustan demasiado los hombres, tengo que reconocerlo. No, debe de ser para tener algo que hacer en la vida. No se me ocurre otra idea. Tengo la impresión de que todas las mujeres buenas son así. Aunque tampoco me gustan demasiado las mujeres buenas. Piensan como yo, que casándose todo está arreglado, que harán algo importante en su vida. Además yo voy a misa, imagínese. Si no me impusiera todo eso, ¿en qué me convertiría? Robaría, saquearía, escandalizaría. Y Mathilde dice que soy encantadora. Es mejor ser encantadora, da menos problemas, ¿no es cierto?

– ¿Y Mathilde?

– Si no fuera por ella, me pasaría la vida esperando al Mesías en Censier-Daubenton. Se está bien con ella. Haría lo que fuera por agradar a Mathilde.

Adamsberg no hizo nada por entender aquellas frases contradictorias. Mathilde había dicho que Clémence podía decir azul durante una hora y rojo durante la hora siguiente, y reinventar toda su vida a su antojo y según el interlocutor. Haría falta alguien que tuviera el valor de escuchar a Clémence durante meses para poder ver en ella algo un poco claro. Un gran valor. Un psiquiatra, dirían otros. Y aún así, sería demasiado tarde. Todo parecía demasiado tarde para Clémence, eso era evidente, pero Adamsberg no llegaba a sentir compasión alguna. Seguramente Clémence era encantadora, seguramente, pero tan poco enternecedora que se preguntaba dónde encontraba Mathilde ganas para alojarla en el Picón y hacerla trabajar para ella. Si alguien era bueno, en el sentido profundo del término, sin duda era Mathilde. Majestuosa y mordaz, pero fastuosa, pero roída por la generosidad. Algo que se producía violentamente en Mathilde y tiernamente en Camille. Danglard parecía pensar otra cosa de Mathilde.