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– No es usted adivino.

– No vamos a volver sobre eso, ya lo hemos hablado. El hombre de los círculos tiene un proyecto. Y como dice Vercors-Laury, necesita exhibir sus pensamientos. No dejará que pase la semana entera sin manifestarse. Sobre todo porque la prensa no habla más que de él. Si traza un círculo esta noche, Danglard, hay que temer un nuevo crimen la noche siguiente, la noche del jueves al viernes. Esta vez habrá que aumentar todos los efectivos y patrullas, al menos en los distritos 5, 6 y 14.

– ¿Por qué? El asesino no está obligado a precipitarse. Hasta este momento nunca lo ha hecho.

– Ahora es distinto. Entiéndame, Danglard: si el hombre de los círculos es el criminal, y si vuelve a dibujar círculos, es porque tiene la intención de asesinar de nuevo. Sin embargo, ahora sabe que tiene que actuar con rapidez. Ya le han descrito tres testigos, sin contar a Mathilde Forestier. Pronto se podrá elaborar un retrato-robot. Está al corriente de todo por los periódicos. Sabe perfectamente que no puede continuar así durante mucho tiempo. Sus métodos son demasiado arriesgados. Así que, si quiere acabar lo que ha empezado, ya no puede quedarse atrás.

– ¿Y si el asesino no es el hombre de los círculos?

– Eso no cambia nada. Tampoco puede contar con que vaya a durar. Su hombre de los círculos, asustado por los dos crímenes, puede interrumpir su juego antes de lo previsto. Entonces tendrá que precipitarse antes de que el maníaco se detenga.

– Es posible -dijo Danglard.

– Muy posible, amigo mío.

Danglard pasó toda la noche muy agitado. ¿Cómo podía esperar Adamsberg con tanta indolencia y en qué se basaba para prever las cosas? Nunca se tenía la impresión de que se servía de los hechos. Leía todos los informes que él le había elaborado sobre las víctimas y los sospechosos, pero apenas los comentaba. No se sabía qué viento seguía. ¿Por qué parecía considerar importante que la segunda víctima fuera un hombre? ¿Porque permitía eliminar la hipótesis de que se tratara de crímenes sexuales?

A Danglard no le producía la menor sorpresa. Desde hacía mucho tiempo pensaba que alguien se servía del hombre de los círculos con un objetivo concreto. Sin embargo, ni el asesinato de Chátelain ni el de Pontieux parecían ser provechosos para nadie. No parecían servir más que para acreditar la idea de una «serie maníaca». ¿Acaso por eso había que esperar una nueva masacre? Pero ¿por qué Adamsberg seguía pensando sólo en el hombre de los círculos? Y ¿por qué le había llamado «amigo mío»? Agotado de dar miles de vueltas en la cama, y muerto de calor, Danglard pensó en levantarse para ir a refrescarse a la cocina con lo que quedaba en la botella. Tenía cuidado ante los niños y solía dejar siempre algo en la botella. Aunque sin duda Arlette descubriría mañana que había pimplado durante la noche. Bueno, no sería la primera vez. Diría poniendo mala cara: «Adrien -solía llamarle Adrien-, Adrien, eres un cerdo». Sin embargo, si dudaba era porque beber por la noche le producía un dolor de cabeza infernal al despertar, le ponía los pelos de punta y le paralizaba las articulaciones, y mañana por la mañana era absolutamente imprescindible estar bien. Para el caso de que apareciera un nuevo círculo. Y para organizar las patrullas de la noche siguiente, la noche del crimen. Era irritante dejarse llevar así por las etéreas convicciones de Adamsberg, pero resultaba más agradable, pensándolo bien, que luchar en contra.

El hombre dibujó otro círculo. En la otra punta de París, en la pequeña Rué Marietta-Martin, en el distrito 16. La comisaría tardó un tiempo en avisarles. No estaban muy al corriente, pues hasta ese momento el sector no había sufrido la presencia de los círculos azules.

– ¿Por qué ese nuevo barrio? -preguntó Danglard.

– Para demostrarnos, después de haber tamizado los alrededores del Panteón, que no es tan limitado como para tener aprioris, y que, con crimen o sin crimen, conserva su libertad y su poder en todo el territorio de la capital. Algo así -murmuró Adamsberg.

– No nos ayuda mucho -dijo Danglard apretándose la frente con el dedo.

Esa noche no había aguantado y se había terminado la botella, e incluso había empezado otra. La barra de plomo que ahora le golpeaba la frente casi le hacía perder la vista. Y lo que más le preocupaba era que Arlette no le había dicho nada en el desayuno. Pero es que Arlette sabía que tenía muchas preocupaciones en este momento, atrapado entre su cuenta bancaria casi vacía, aquella investigación imposible y el carácter desestabilizador del nuevo comisario. Quizás ella no quería hundirle más. Sin embargo, lo que no sabía era que a Danglard le gustaba cuando le decía: «Adrien, eres un cerdo». Porque en ese momento, estaba seguro de ser amado. Era una sensación sencilla pero sin embargo real.

En medio del círculo, hecho de un solo trazo, estaba la alcachofa de una regadera de plástico rojo.

– Ha debido de caer del balcón de arriba -dijo Danglard levantando la nariz-. Esta alcachofa de regadera se remonta a la Antigüedad. Y ¿por qué rodear esto con un círculo, y no la cajetilla de cigarrillos que está a dos metros?

– Danglard, usted conoce la lista. Pone mucho cuidado en que todos los objetos rodeados por un círculo no sean objetos voladores. Jamás un billete de metro, jamás una hoja o un pañuelo de papel, o todo lo que el viento podría llevarse durante la noche. Quiere estar seguro de que el objeto que pone en el círculo siga ahí a la mañana siguiente. Lo que hace pensar que se ocupa más de la imagen que quiere dar de sí mismo que de la «revitalización de la cosa en sí», como diría Vercors-Laury. Si no, no excluiría los objetos fugaces, que tienen tanta importancia como los demás, desde el punto de vista del «renacimiento metafórico de las aceras…». Pero desde el punto de vista del hombre de los círculos, encontrar un redondel vacío a la mañana siguiente sería un insulto a su creación.

– Esta vez -dijo Danglard- tampoco habrá testigos. Una vez más es un rincón sin cines y sin un bar próximo que abra por la noche. Un rincón donde la gente tiende a acostarse pronto. El hombre de los círculos se muestra muy discreto.

Hasta mediodía, Danglard siguió apretándose la frente con el dedo. Después de comer se sintió un poco mejor. Por la tarde pudo ocuparse junto con Adamsberg de organizar el aumento de efectivos que debían recorrer París esa noche. Danglard movía la cabeza preguntándose la utilidad de todo aquello. Sin embargo, reconocía que Adamsberg había estado en lo cierto respecto al círculo de esa mañana.

Hacia las ocho de la tarde todo estaba organizado. Sin embargo, el territorio de la ciudad era tan grande que las redes de vigilancia eran, lógicamente, demasiado extensas.

– Si es hábil -dijo Adamsberg-, escapará, eso es evidente. Y realmente es muy hábil.

– En el punto en que estamos deberíamos vigilar la casa de Mathilde Forestier, ¿no cree? -preguntó Danglard.

– Sí -respondió Adamsberg-, pero que no dejen que les descubran, por piedad.

Esperó a que Danglard hubiera salido para llamar a casa de Mathilde. Le pidió sencillamente que tuviera mucho cuidado esa noche y no intentara una escapada o una persecución.

– Hágame ese favor -precisó-. No trate de entenderlo. Dígame, ¿Reyer está en su casa?

– Sin duda -dijo Mathilde-. No me pertenece y no le vigilo.

– Y Clémence, ¿está con usted?

– No. Como siempre Clémence ha ido, riéndose para sus adentros, a una prometedora cita. Todo se desarrolla de un modo invariable. O ella espera al tipo un montón de horas en un bar sin ver a nadie, o el tipo se va corriendo en cuanto la ve. En cualquiera de los dos casos vuelve hecha polvo. La perspectiva es muy jodida. No debería hacer esas cosas por la noche porque luego se pone tristísima.

– Bien. Quédese tranquila hasta mañana, señora Forestier.

– ¿Teme que ocurra algo?

– No lo sé -respondió Adamsberg.

– Como siempre -dijo Mathilde.