Danglard sacó una tarjeta de visita gastada.
– Augustin-Louis Le Nermord. Tiene dos direcciones, una en el Colegio de Francia y la otra en la Rué d'Aumale, en el distrito 9.
– Me suena de algo, pero sigo sin saber de qué.
– Yo sí -dijo Danglard-. Hace poco hablaron del tal Le Nermord como candidato a un puesto en la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres. Es un bizantinista -siguió afirmando tras un instante-, un especialista en el Imperio de Justiniano.
– Pero, Danglard, ¿cómo sabe usted eso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza de la revista, sinceramente sorprendido.
– Bueno. Digamos que sé algunas cosas sobre Bizancio.
– Pero ¿por qué?
– Me gusta mucho saber, nada más.
– ¿También le gusta saber sobre el Imperio de Justiniano?
– Por supuesto -suspiró Danglard.
– ¿De cuándo era Justiniano?
Adamsberg nunca se sentía incómodo cuando preguntaba algo que no sabía, ni siquiera sobre lo que debería haber sabido.
– Del siglo VI.
– ¿Después de Cristo o antes?
– Después.
– El hombre me interesa. Y ahora, Danglard, vamos a anunciarle la muerte de su mujer. Para una vez que una de nuestras víctimas tiene familia cercana, hay que aprovechar para verle reaccionar.
La reacción de Augustin-Louis Le Nermord fue normal. Después de escucharles, aún adormilado, el hombrecillo cerró los ojos, se puso las manos en el estómago y palideció alrededor de los labios. Corrió fuera de la habitación, y Danglard y Adamsberg le oyeron vomitar en alguna parte de la casa.
– Al menos, está claro -digo Danglard-. Está impresionado.
– O ha tomado un vomitivo después de oír sonar el telefonillo.
El hombre volvió, caminando con precaución. Se había puesto una bata encima del pijama y había metido la cabeza bajo el agua.
– Lo sentimos mucho -dijo Adamsberg-. Si prefiere responder a nuestras preguntas mañana…
– No… no… Adelante, señores, les escucho.
El tipo quería conservar la dignidad, y la conservaba, pensó Danglard. Estaba erguido, la frente alta, y su mirada, de un azul feo, era insistente y no se apartaba de la de Adamsberg. Encendió una pipa preguntándoles si no les molestaba y diciendo que la necesitaba.
La luz era débil, el humo denso, y la habitación estaba abarrotada de libros.
– ¿Está trabajando sobre Bizancio? -preguntó Adamsberg lanzando una mirada a Danglard.
– Sí -dijo Le Nermord un poco sorprendido-. ¿Cómo lo saben?
– Yo no lo sé, pero mi compañero le conoce de nombre.
– Gracias, es muy amable de su parte, pero ¿pueden hablarme de ella, por favor? Ella… ¿Qué ha ocurrido?, ¿cómo?
– Le daremos detalles cuando esté más entero para oírlos. Ya es bastante doloroso saber que ha sido asesinada. La hemos encontrado en un círculo de tiza azul. En la Rué Bertholet, en el distrito 5. Bastante lejos de aquí.
Le Nermord movió la cabeza. Los rasgos de su cara se contrajeron. Parecía muy viejo. Mirarle no resultaba nada agradable.
– «Víctor, triste suerte, ¿por qué estás fuera?» ¿Es así? -preguntó en voz baja.
– Más o menos, no exactamente -dijo Adamsberg-. ¿Así que está usted al corriente de las actividades del hombre de los círculos?
– ¿Quién no lo está? La investigación histórica no protege de nada, señor, aunque uno lo desee. Es increíble, hablé de ese maníaco con Delphie, Delphine, mi mujer, la semana pasada.
– ¿Por qué hablaron de él?
– La tendencia de Delphie era defenderle, pero a mí ese hombre me repugnaba. Un embaucador. Pero las mujeres no se dan cuenta.
– La Rué Bertholet está lejos. ¿Estaba su mujer en casa de unos amigos? -preguntó Adamsberg.
El hombre reflexionó durante mucho rato. Al menos cinco o seis minutos. Danglard llegó a preguntarse si había oído bien la pregunta o si estaba a punto de dormirse. Pero Adamsberg le hizo un gesto de que esperara.
Le Nermord encendió una cerilla para reavivar la cazoleta de la pipa.
– ¿Lejos de qué? -preguntó al fin.
– Lejos de su casa -dijo Adamsberg.
– No, al contrario, está muy cerca. Delphie vivía en el Boulevard du Montparnasse, al lado de Port-Royal. ¿Quieren saber algo más?
– Por favor.
– Hace casi dos años que Delphie me abandonó para vivir en casa de su amante. Es un tipo insignificante, un imbécil, pero ustedes no me creerán si soy yo el que se lo digo. Juzgarán ustedes mismos cuando le conozcan. Es una pena, no puedo decirles nada más. Y yo… vivo aquí, en este caserón… solo. Como un gilipollas -acabó diciendo con un gesto circular.
Al oído de Danglard le pareció que su voz se desmoronaba un poco.
– A pesar de todo, ¿la seguía viendo?
– Me cuesta mucho resignarme -respondió Le Nermord.
– ¿Estaba usted celoso? -preguntó Danglard sin especial delicadeza.
Le Nermord se encogió de hombros.
– Qué quiere usted, señor, uno se acostumbra. Hace doce años que Delphie me engaña a diestro y siniestro. Me sigue dando rabia, pero he dejado de luchar. En realidad, ya no sé si es el amor propio o el amor lo que produce la rabia, y luego la rabia se va espaciando, y luego acabamos comiendo juntos, muy amablemente, muy tristemente. Ustedes, señores, conocen todo esto de memoria, no vamos a escribir un libro sobre este tema, ¿verdad? Delphie no era mejor que cualquier otra y yo no más valiente que cualquier otro. No quería perderla del todo. Entonces, lo mejor era tomarla como era. Confieso que el último amante, el imbécil, me sentó fatal. Como si lo hubiera hecho a propósito, se entusiasmó por el más anodino de todos y decidió mudarse.
Levantó los brazos y volvió a dejarlos caer sobre los muslos.
– Así fue -dijo-, ni más ni menos. Y ahora todo ha terminado.
Apretó los párpados y volvió a cargar la pipa de tabaco rubio.
– Necesitamos que nos detalle cómo ha empleado su tiempo esta noche. Es indispensable -dijo Danglard, siempre con la misma naturalidad.
Le Nermord miró a uno y otro.
– No comprendo. ¿No ha sido ese maníaco el que ha…?
– No lo sabemos -dijo Danglard.
– No, no, señores, ustedes se equivocan. Lo único que yo gano con la muerte de mi mujer es el vacío, la desolación. Y además, ya que a ustedes, sin la menor duda, les interesa saberlo, el grueso de su dinero (y ella tenía mucho), e incluso esta casa, deben ir a parar a su hermana. Delphie había decidido así las cosas. Su hermana siempre ha estado en la cuerda floja.
– Eso no significa nada -insistió Danglard-, necesitamos saber en qué ha empleado su tiempo. Por favor.
– Como han visto, la puerta del edificio funciona por interfono. No hay portero. ¿Quién podrá decirles si les miento o no? Bueno… Hasta las once aproximadamente, estuve organizando el programa de mis clases para el año próximo. Miren, ahí está, en un montón sobre la mesa. Luego me acosté, leí y me dormí hasta que ustedes llamaron al timbre. Es imposible comprobarlo.
– Es desolador -dijo Danglard.
Ahora Adamsberg le dejaba llevar el interrogatorio. Danglard era más fuerte que él para hacer las preguntas clásicas y desagradables. Durante ese tiempo no quitaba ojo a Le Nermord, sentado frente a él.
– Comprendo -dijo Le Nermord acariciándose la frente con la cazoleta tibia de la pipa, con una gran amargura en el gesto-. Comprendo. El marido engañado, humillado, el nuevo amante susceptible de arrebatarme a mi mujer… Comprendo sus mecanismos. Dios mío… ¿Tienen ustedes que ser siempre tan simples? ¿No pueden pensar de otra manera? ¿Pensar en algo más complicado?
– Sí -dijo Danglard-. A veces lo hacemos, pero es verdad que su posición es delicada.
– Es cierto -reconoció Le Nermord-, pero confío en que, en lo que a mí respecta, no cometan un error al juzgarme. Supongo que estamos llamados a volver a vernos, ¿verdad?
– ¿El lunes? -propuso Adamsberg.
– El lunes, de acuerdo. Y también supongo que no hay nada que yo pueda hacer por Delphie. ¿Está en sus manos?