– Sí, señor. Lo sentimos mucho.
– ¿Van a hacerle la autopsia?
– Lo sentimos mucho.
Danglard dejó que pasara un minuto. Siempre dejaba que pasara un minuto después de haber hablado de autopsias.
– Para el interrogatorio del lunes -añadió-, reflexione sobre las noches del miércoles 19 de junio y el jueves 27 de junio. Son las noches de los dos crímenes anteriores. Se lo preguntarán. A menos que pueda respondernos ahora.
– No necesito reflexionar -respondió Le Nermord-. Es sencillo y triste: no salgo jamás. Paso todas las noches escribiendo. Ya no vive nadie en mi casa para confirmárselo y tengo poco contacto con mis vecinos.
Todo el mundo se puso a mover la cabeza, no se sabe por qué. Hay momentos así, en los que todo el mundo mueve la cabeza.
Era suficiente por esa noche. Adamsberg, que veía el cansancio en los párpados del bizantinista, dio la señal de salida levantándose suavemente.
Al día siguiente Danglard salió de su casa con un libro de Le Nermord bajo el brazo, Ideología y sociedad bajo Justiniano, publicado once años antes. Pero era todo lo que había encontrado en su biblioteca. En la contraportada del libro había una breve biografía halagadora, acompañada de una fotografía del autor. Le Nermord sonreía, más joven, con la cara igual de fea pero sin la menor particularidad, aparte de unos dientes regulares. Ayer, Danglard se había fijado en que tenía ese tic de los fumadores de pipa de darse golpecitos con el tubo contra los dientes. Una observación banal, habría dicho Charles Reyer.
Adamsberg no estaba. Seguramente había ido a casa del amante. Danglard dejó el libro sobre la mesa del comisario, consciente de que confiaba en impresionarle con el contenido de su biblioteca personal. Cosa realmente absurda, pues ahora sabía que había pocas cosas que impresionaran a Adamsberg. No importaba.
Esa mañana, Danglard sólo tenía una idea en la cabeza: saber qué había pasado en casa de Mathilde durante la noche. Margellon, que sobrellevaba muy bien las guardias, le esperaba para hacer su informe antes de ir a acostarse.
– Ha habido muchas idas y venidas -dijo Margellon-. Estuve escondido delante de la casa hasta las siete y media, como habíamos convenido. La dama del mar no salió. Apagó la luz del salón, supongo, hacia las doce y media, y la de su habitación media hora más tarde. Sin embargo, la anciana Valmont regresó tambaleándose a las tres y cinco. Apestaba a alcohol, había que verla. Le pregunté qué había ocurrido y se echó a llorar. Esa vieja no tiene ninguna gracia. ¡Es insoportable! Por lo que pude entender, al final, había esperado a un novio toda la noche en un bar. Como el novio no llegaba, se puso a beber para darse valor y se durmió sobre la mesa. El dueño la despertó para echarla. Creo que estaba avergonzada, pero también demasiado borracha para evitar contarlo todo. No pude enterarme del nombre del bar. Ya era bastante difícil encontrar un hilo conductor en todo aquel galimatías. Además esa mujer me repugnaba un poco. La agarré del brazo, la llevé hasta su puerta y la dejé para que durmiera la mona. Y luego, esta mañana, volvió a salir con una pequeña maleta. Me reconoció, sin demostrar ninguna sorpresa. Me explicó que estaba «hasta la coronilla de los anuncios por palabras» y que se iba tres o cuatro días a Berry, a casa de una amiga costurera. «La costura, no hay nada mejor», añadió.
– ¿Y Reyer? ¿Se movió?
– Reyer se movió. Salió muy bien vestido hacia las once de la noche y volvió, tan elegante como se había ido, haciendo sonar su bastón, a la una y media de la madrugada. Pude hacer preguntas a Clémence, que no me conocía, pero a Reyer, imposible. Conoce mi voz. Así que permanecí oculto y apunté las horas a las que entraba y salía. De todas formas, le habría resultado difícil descubrirme, ¿verdad?
Margellon se echó a reír. Realmente era un gilipollas.
– Margellon, llámele por teléfono y pásemelo.
– ¿A Reyer?
– Por supuesto, a Reyer.
Charles se echó a reír al oír la voz de Danglard, y Danglard no entendió por qué.
– Vamos inspector Danglard -dijo Charles-, acabo de enterarme por la radio de que tienen ustedes nuevas preocupaciones. Maravilloso. ¿Y vuelven a tomarla conmigo? ¿No se les ocurre una idea mejor?
– Reyer, ¿qué fue a hacer ayer por la noche?
– Ligar, inspector.
– Ligar, ¿dónde?
– En el Nouveau Palais.
– ¿Alguien puede confirmarlo?
– ¡Nadie! Usted sabe perfectamente que hay demasiada gente en los clubes nocturnos para que se pueda ver a alguien.
– Reyer, ¿qué le hace tanta gracia?
– ¡Usted! Su llamada me hace gracia. Nuestra querida Mathilde, que no puede callarse, me dijo que el comisario le había aconsejado quedarse tranquilamente en casa. Deduje que preveían que habría jaleo. Así que me pareció una ocasión excelente para salir.
– Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Cree que eso me simplifica el trabajo?
– No es mi intención, inspector. Ustedes no han hecho más que joderme desde que empezó esta historia. Me pareció que ahora me tocaba a mí.
– En resumen, salió para jodernos.
– Más o menos sí, porque chicas no conseguí ninguna. Estoy contento de saber que están ustedes jodidos. Realmente contento, se lo aseguro.
– Pero ¿por qué? -volvió a preguntar Danglard.
– Porque me hace sentir vivo.
Danglard colgó, bastante furioso. Aparte de Mathilde Forestier, nadie se había quedado aquella noche tranquilamente en la casa de la Rué des Patriarches. Mandó a Margellon a su casa y decidió sumergirse en el testamento de Delphine Le Nermord. Quería comprobar lo que legaba a su hermana. Dos horas más tarde, se había enterado de que no había ningún testamento. Delphine Le Nermord no había llevado a cabo ninguna disposición escrita. Hay días así, en los que todo se va de las manos.
Danglard se puso a pasear por su despacho y volvió a pensar que el sol, esa jodida estrella, explotaría dentro de cuatro o cinco mil millones de años, y no entendía por qué esa explosión le producía siempre pensamientos tan negros. Habría dado su vida para que el sol se mantuviera tranquilo dentro de cinco mil millones de años.
Adamsberg volvió hacia las doce y le propuso comer con él. Algo que no solía ocurrir.
– Algo huele mal en el bizantinista -dijo Danglard-. Se ha equivocado o ha mentido a propósito de la herencia: no hay testamento. Eso hace que todo vuelva al marido. Hay títulos, hay hectáreas de bosques y cuatro edificios en París, sin contar la casa en la que vive. Él no tiene un céntimo. Solamente su sueldo de profesor y los derechos de autor. Imagine que su mujer quisiera divorciarse. Entonces todo iría a otra parte.
– Así es, Danglard. He estado con el amante. Realmente es el tipo de la foto. Es verdad que tiene unas proporciones gigantescas y un cerebro de mosquito. Además, es herbívoro y está orgulloso de ello.
– Vegetariano -dijo Danglard.
– Eso, vegetariano. Dirige una agencia de publicidad con su hermano, también herbívoro. Trabajaron juntos durante la tarde y noche de ayer, hasta las dos de la mañana. El hermano lo confirma. Por lo tanto está a salvo, a menos que el hermano mienta. Sin embargo el amante parece desesperado por la muerte de Delphine. La animaba a divorciarse, no porque Le Nermord fuera un incordio para él, sino porque quería arrancar a Delphine de lo que él llamaba una tiranía. Al parecer, Augustin-Louis seguía haciéndole trabajar para él, haciéndole releer y mecanografiar todos sus manuscritos, haciéndole clasificar sus notas, y Delphine no se atrevía a decir nada. Ella decía que le venía bien, que eso le hacía «trabajar la cabeza», pero el amante está convencido de que no le resultaba nada beneficioso y que ella tenía un miedo espantoso a su marido. Sin embargo, al final Delphine estaba casi decidida a pedir el divorcio, aunque al menos quería intentar discutirlo con Augustin-Louis. No se sabe si lo hizo o no. A pesar de todo, el antagonismo de los dos hombres salta a la vista. Al amante no le importaría nada derrotar a Le Nermord.