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– Es posible -dijo Adamsberg.

– Pero cometió un error porque cualquiera de los psiquiatras a los que ustedes pueden consultar les dirá que estoy totalmente cuerdo. Un neurótico habría podido, efectivamente, matar dos veces y luego acabar ensañándose con su propia mujer. Yo, no. No estoy loco. Jamás habría matado a Delphie en uno de mis círculos. Delphie. Sin mis jodidos círculos, Delphie estaría viva.

– Si está usted cuerdo -preguntó Danglard-, ¿por qué hacía esos jodidos círculos?

– Para que las cosas perdidas me pertenecieran, porque me deben reconocimiento. No, me explico mal.

– Es verdad, no entiendo nada -dijo Danglard.

– No importa -dijo Le Nermord-. Intentaré escribirlo, quizá sea más fácil.

Adamsberg pensaba en la descripción de Mathilde: «Un hombrecillo desposeído y ávido de poder, ¿cómo se las va a arreglar?».

– Encuéntrenle -repuso Le Nermord con angustia-. Encuentren a ese asesino. ¿Creen que podrán conseguirlo? ¿Lo creen?

– Si usted nos ayuda -dijo Danglard-. Por ejemplo, ¿vio a alguien seguirle en sus salidas?

– Desgraciadamente, no vi nada que les pueda ayudar. Al principio, hace dos o tres meses, hubo una mujer que me siguió. En esa época, como fue antes del primer crimen, no me preocupó. Me parecía sin embargo extraña, y también agradable. Tenía la impresión de que me animaba desde lejos. En ese momento desconfié de ella, pero después me gustaba ver que estaba ahí. Pero ¿qué podría decirles de ella? Creo que era muy morena, bastante alta, parecía guapa y además muy joven. Me resultaría imposible dar más detalles, pero era una mujer, de eso estoy convencido.

– Sí -dijo Danglard-, la conocemos. ¿Cuántas veces la vio?

– Más de diez veces.

– ¿Y después del primer asesinato?

Le Nermord dudó, como si le repugnara evocar ese recuerdo.

– Sí -dijo-, vi dos veces a alguien, pero ya no era la mujer morena. Era otra persona. Como tuve miedo, apenas me volví y me fui corriendo en cuanto hice el círculo. No tuve valor para llegar hasta el final de mi proyecto, es decir, volverme y correr tras él para ver su rostro. Era… una silueta pequeña. Un ser extraño, incalificable, ni hombre ni mujer. Como ven, no sé nada.

– ¿Por qué llevaba usted siempre un maletín? -intervino Adamsberg.

– Mi maletín -dijo Le Nermord-, con mis papeles. Después de hacer los círculos, me iba en metro lo más deprisa posible. Estaba tan nervioso que necesitaba leer, sumergirme en mis notas, volver a sentirme profesor. No sé cómo explicarme mejor. ¿Qué van a hacer ustedes ahora conmigo?

– Es probable que quede en libertad -dijo Adamsberg-. El juez de instrucción no se arriesgará a cometer un error judicial.

– Evidentemente -dijo Danglard-. Ahora todo ha cambiado.

Le Nermord empezó a sentirse mejor. Pidió un cigarrillo y lo vació en su pipa.

– Es simple formalidad, pero desearía, a pesar de todo, visitar su domicilio -dijo Adamsberg.

Danglard, que nunca había visto a Adamsberg perder el tiempo llevando a cabo las simples formalidades, le miró sin comprender.

– Haga lo que quiera -dijo Le Nermord-. Pero ¿qué busca? Les he dicho que aportaría todas las pruebas.

– Ya lo sé. Confío en usted. Pero no busco algo palpable. Mientras, convendría que repitiera todo esto a Danglard, para su declaración.

– Sea honesto, comisario. Como «hombre de los círculos», ¿qué puede pasarme?

– En mi opinión, no mucho -dijo Adamsberg-. No ha habido escándalo nocturno ni alteración de la tranquilidad pública en el sentido estricto del término. El hecho de que usted haya suscitado en otro la idea del crimen no le afecta. No siempre se es responsable de las ideas que se dan a los demás. Su manía ha causado tres muertos, pero no es culpa suya.

– Jamás lo habría imaginado. Lo siento muchísimo -murmuró Le Nermord.

Adamsberg salió sin decir una palabra y Danglard le odió por no haber sido un poco más humano con aquel hombre. Sin embargo, había visto al comisario desplegar sus dotes de seducción para atraerse la simpatía de desconocidos e incluso de imbéciles. Y hoy, no había concedido la menor migaja de humanidad al anciano.

A la mañana siguiente, Adamsberg pidió ver a Le Nermord una vez más. Danglard estaba enfadado. Le hubiera gustado que dejaran al anciano en paz. Y encima Adamsberg elegía el último minuto para convocarle, cuando apenas había intervenido durante los días anteriores.

Así pues, Le Nermord fue llamado de nuevo. Entró tímidamente en la comisaría, aún un poco vacilante y pálido. Danglard le observó.

– Ha cambiado -murmuró a Adamsberg.

– No lo sé -respondió Adamsberg.

Le Nermord se sentó en el borde de la silla y preguntó si podía fumar en pipa.

– He estado reflexionando esta noche -dijo metiendo la mano en el bolsillo para buscar las cerillas-. En realidad toda la noche. Y ahora me importa un bledo que todo el mundo sepa la verdad sobre mí. Acepto tal como es mi lamentable personaje de hombre de los círculos, como me llama la prensa. Al principio, cuando empecé, tenía la impresión de haber alcanzado con ello un gran poder. En realidad, supongo que yo era un hombre vanidoso y grotesco. Y luego todo se estropeó. Ha habido dos crímenes. Y mi Delphie. ¿De qué sirve intentar esquivar todo eso? ¿De qué sirve intentar, disimulándolo ante los demás, hacer una chapuza con un futuro que de todas formas he destrozado, masacrado? No. He sido el hombre de los círculos. Peor para mí. Por esa razón, por culpa de mis «frustraciones», ésa es la palabra de Vercors-Laury, ha habido tres muertos. Y Delphie.

Apoyó la cabeza entre las manos, y Danglard y Adamsberg esperaron en silencio, sin mirarse. Y luego, el viejo Le Nermord se frotó los ojos con la manga de su impermeable, como un vagabundo, como si abandonara todo el prestigio que había tardado tantos años en construir.

– Así que es inútil que les suplique que mientan a la prensa -añadió haciendo un esfuerzo-. Tengo la impresión de que lo mejor es que intente asumir lo que soy y lo que he hecho, y no enarbolar este maldito maletín de profesor para protegerme. Sin embargo, como soy un cobarde a pesar de todo, prefiero irme de París, ahora que todo va a saberse. Compréndanlo, me cruzo con demasiadas caras conocidas por la calle. Si ustedes me dan la autorización, me gustaría exiliarme en el campo. Me horroriza el campo. Compré la casa para Delphie. Me servirá de refugio.

Le Nermord esperó expectante la respuesta, acariciándose la mejilla con la cazoleta de la pipa, la expresión inquieta y desdichada.

– Está usted totalmente en su derecho -dijo Adamsberg-. Déjeme su dirección, es lo único que le pediré.