A lo largo de la semana, Charles había continuado encadenando malvadas expresiones sobre su bello rostro, y Clémence no había vuelto como había prometido. Las diapositivas en proceso de clasificación seguían esparcidas sobre la mesa. Fue Charles el primero en decir que resultaba inquietante, pero que no sería una mala cosa si la vieja había seguido a un hombre cualquiera en un tren y se la habían cargado. Aquello hizo que Mathilde se preocupara aún más. Y el viernes por la noche, al ver que la musaraña seguía sin regresar, estuvo a punto de ponerse a buscarla y llamar a la costurera.
Y luego Clémence apareció. «Mierda», dijo Charles, que se había instalado en el sofá de Mathilde tocando con la punta de los dedos un libro en braille. Sin embargo, Mathilde se sintió aliviada. Pero mirando a los dos invadiendo su casa, él, magnífico y recostado en su sofá, con su bastón blanco posado en la alfombra, y ella, quitándose el abrigo de nailon y dejándose la gorra en la cabeza, Mathilde se dijo que algo no marchaba bien en su casa.
Adamsberg vio aparecer a Danglard en su despacho a las nueve de la mañana, con un dedo apretándose la frente, pero en un auténtico estado de excitación. Dejó caer su corpachón en la butaca y respiró profundamente varias veces.
– Perdóneme -dijo-, estoy sin aliento porque he corrido para venir. Cogí el primer tren en Marcilly, esta mañana. Ha sido imposible reunirme con usted, no estaba durmiendo en su casa.
Adamsberg separó las manos como diciendo: «¿Qué quiere que haga? No siempre elegimos las camas en las que dormimos».
– La genial anciana en cuya casa me alojé -dijo Danglard entre dos suspiros- había conocido mucho a su doctor. Le conocía tan bien que hasta él le había hecho confidencias. No me sorprende porque es una mujer profundamente sutil. Gérard Pontieux se comprometió, como ella dijo, con la hija de unos farmacéuticos, bastante fea y bastante rica. Necesitaba pasta para abrir su consulta. Y luego, en el último minuto, sintió asco de sí mismo. Se dijo que si empezaba así, en la infamia, no valía la pena confiar en hacer una honesta carrera como médico. Entonces se echó atrás y abandonó a la chica al día siguiente de la petición de mano, dirigiéndole una cobarde cartita. En resumen, nada muy grave, ¿verdad? Nada muy grave, excepto el nombre de la chica.
– Clémence Valmont -dijo Adamsberg.
– Exacto -dijo Danglard.
– Acompáñeme allí -dijo Adamsberg aplastando en el cenicero el cigarrillo a medio fumar.
Llegaron ante la puerta del 44 de la Rué des Patriarches veinte minutos más tarde. Era sábado y no se oía el menor ruido. Nadie respondió al telefonillo en casa de Clémence.
– Inténtelo en casa de Mathilde Forestier -dijo Adamsberg, por una vez casi tenso de impaciencia.
– Jean-Baptiste Adamsberg -dijo por el telefonillo-. Ábrame, señora Forestier. Dése prisa.
Corrió hasta la Trigla voladora, en la segunda planta, y Mathilde les abrió la puerta.
– Necesito una llave de arriba, señora Forestier. Una llave de la casa de Clémence. ¿Tiene usted una copia?
Mathilde, sin hacer preguntas, fue a buscar un manojo de llaves que llevaba la etiqueta «Picón».
– Les acompaño -dijo, con la voz aún más ronca por la mañana que durante el día-. Estoy muy preocupada, Adamsberg.
Entraron los tres en casa de Clémence. No quedaba nada. Ni rastro de vida, ni abrigos en el perchero ni papeles sobre las mesas.
– Qué mierda, se ha ido -dijo Danglard.
Adamsberg paseó por el salón, más lentamente que nunca, mirándose los pies y abriendo luego un armario vacío, un cajón, volviendo a pasear. «No piensa en nada», se dijo Danglard, exasperado, sobre todo exasperado por su fracaso. Le hubiera gustado que Adamsberg explotara de furia, actuara y reaccionara, se agitara, diera órdenes y saliera del atolladero de una forma u otra, pero no valía la pena esperar que hiciera algo así. Al contrario, aceptó con una amplia sonrisa el café que le ofreció Mathilde, que estaba aterrada.
Adamsberg llamó a la comisaría desde su casa e hizo una descripción de Clémence Valmont lo más precisa posible.
– Lleven esta descripción a todas las estaciones, aeropuertos, puestos fronterizos y todas las gendarmerías. En una palabra, organicen la batida habitual. Y envíen aquí un hombre de guardia. El apartamento debe estar vigilado.
Colgó sin hacer ruido y se tomó el café como si nada grave hubiera ocurrido.
– Debe tranquilizarse. No tiene buen aspecto -dijo a Mathilde-. Danglard, intente explicar todo lo que pasa a la señora Forestier con delicadeza. Perdone que no lo haga yo. Me parece que me explico mal.
– ¿Ha leído en los periódicos que Le Nermord ha sido exculpado de los crímenes, y que él era el hombre de los círculos? -empezó Danglard.
– Por supuesto -dijo Mathilde-, incluso vi su foto. Ése era el hombre al que seguí, y ése el hombre que comía en el pequeño restaurante de Pigalle hace ocho años. ¡Inofensivo! ¡Me harté de repetírselo a Adamsberg! Humillado, frustrado, todo lo que ustedes quieran, pero ¡inofensivo! ¡Se lo dije, comisario!
– Sí, lo dijo. Y yo no -repuso Adamsberg.
– Exactamente -recalcó Mathilde-. Pero, la musaraña, ¿qué pasa con ella? ¿Por qué la buscan? Volvió del campo ayer por la noche, restablecida, exultante. No entiendo por qué ha vuelto a largarse.
– ¿Le ha hablado alguna vez de aquel novio que la abandonó de golpe y porrazo?
– Más o menos -dijo Mathilde-. Aunque no la marcó tanto como se hubiera podido creer. No irán ustedes a lanzarse a esa clase de psicoanálisis de tres al cuarto, ¿verdad?
– No tenemos más remedio -dijo Danglard-. Gérard Pontieux, la segunda víctima, era él. Fue su novio hace cincuenta años.
– Están desvariando -dijo Mathilde.
– No, vengo de allí -dijo Danglard-, del pueblo natal de ambos. Ella no es de Neuilly, Mathilde.
Adamsberg advirtió rápidamente que Danglard llamaba «Mathilde» a la señora Forestier.
– La rabia y la locura se han abierto paso durante cincuenta años -prosiguió Danglard-. Tras llegar al término de una vida que ella consideraba fracasada, finalmente se volcó del lado del deseo de asesinar. La ocasión se presentó con el hombre de los círculos. Era el momento, entonces o nunca, de llevar a cabo su proyecto. Nunca perdió el rastro de Gérard Pontieux, el objeto de todas sus obsesiones. Sabía dónde vivía. Entonces abandonó Neuilly y, para encontrar al hombre de los círculos, se dirigió a usted, Mathilde. Sólo usted podía conducirla a él. Y a los círculos. En primer lugar asesinó a esa mujer gorda a la que no conocía, para iniciar una «serie». Luego degolló a Pontieux. Le produjo tanta satisfacción que se ensañó con él. Por último, temiendo que la investigación descubriera demasiado deprisa al hombre de los círculos y se entretuviera en el caso del doctor, mató a la propia mujer del hombre de los círculos, Delphine Le Nermord. Entonces, para ser coherente, la degolló como a Pontieux, para que ninguna diferencia resaltara en el doctor y nos hiciera prestarle atención. Aparte de que era un hombre.