– ¡Rápido, Mathilde, rápido! Es ella la que se va, ¿verdad? ¡No me mienta, por Dios! ¡Estoy seguro! ¿El andén? ¿El número del andén?
Mathilde le miró sin decir nada.
– ¿Qué andén? -gritó Adamsberg.
– ¡Mierda! -dijo Mathilde-. Váyase al carajo, Adamsberg. Si usted no hubiera existido, quizás ella no se estaría yendo todo el tiempo.
– ¡Usted no sabe nada! ¡Ella es así! ¡Dígame el andén, por Dios!
Mathilde no quería responder nada.
– Andén 14 -dijo.
Adamsberg la dejó allí plantada. Eran las nueve menos seis minutos en el gran reloj del vestíbulo. Recuperó el aliento mientras se dirigía al andén 14.
Ahí estaba. Por supuesto. Con una chaqueta y un pantalón de tubo, muy ajustados, de color negro. Parecía una sombra. Camille tenía la cabeza erguida, mirando no se sabe qué, seguramente toda la estación. Adamsberg recordó aquella expresión, la de querer verlo todo sin esperar algo de ello obligatoriamente. Apretaba un cigarrillo entre los dedos.
Luego lo tiró a lo lejos. Camille siempre hacía unos gestos muy bonitos. Ese era muy especial. Cogió su maleta y avanzó por el andén. Adamsberg corrió, la adelantó y se volvió. Camille se chocó contra él.
– Ven -dijo Adamsberg-. Tienes que venir. Ven. Una hora.
Camille le miraba, exactamente tan emocionada corno él había imaginado si la hubiera alcanzado en el taxi.
– No puede ser -dijo-. Vete, Jean-Baptiste.
Camille no era nada estable. Adamsberg se acordaba perfectamente de que Camille, en estado normal, siempre daba la impresión de que iba a ponerse a dar vueltas o a caerse rodando. Un poco como su madre. Como si caminara en equilibrio sobre una cuerda floja suspendida por encima del vacío, en lugar de andar por el suelo como todo el mundo. Pero en ese momento, Camille se tambaleaba realmente.
– Camille, no te vas a caer, ¿verdad? ¡Dime!
– Por supuesto que no.
Camille dejó la maleta en el suelo y estiró los brazos por encima de la cabeza, como para tocar el cielo.
– Mira, mira, Jean-Baptiste. Me estoy manteniendo de puntillas. ¿Has visto? Y no me caigo.
Camille sonrió y dejó caer los brazos suspirando.
– Te amo. Ahora déjame marchar.
Lanzó la maleta por la puerta abierta del vagón. Subió los tres escalones y se volvió, delgada, negra, y Adamsberg no quería que sólo le quedaran unos segundos para ver esa cara de dios griego y de prostituta egipcia.
Camille movió la cabeza.
– Lo sabes perfectamente, Jean-Baptiste. Te he amado y, Dios mío, eso no se va aunque soples. Las moscas, sí. Las moscas echan a volar si las soplas. Puedo confiarte esto, Jean-Baptiste: tú no tienes nada que ver con una mosca. Dios mío. Pero no puedo amar a tipos como tú, no tengo valor. Es demasiado difícil. Me destroza los nervios. Nunca se sabe dónde estás, por dónde vaga tu alma. Eso me duele y me inquieta. En cuanto a mi alma, también vaga demasiado. Entonces todo el mundo se preocupa sin cesar. Dios mío, Jean-Baptiste, lo sabes perfectamente.
Camille sonrió.
Se produjo el cierre de las puertas, el retroceso del borde del andén. Se oyó la recomendación de no tirar objetos a través de las ventanillas. Sí. Adamsberg lo sabía perfectamente. Ese gesto puede herir o matar. El tren se puso en marcha.
Una hora. Al menos una hora antes de morir.
Corrió detrás del tren y se agarró a la plataforma.
– Policía -dijo al revisor que se disponía a echarle una bronca.
Avanzó hasta la mitad del tren.
La encontró tumbada en su litera, apoyada en el codo, sin dormir, sin leer, sin llorar. Entró y cerró la puerta del compartimento.
– Es lo que siempre he pensado -dijo Camille-, que eres un cabrón.
– Quiero tumbarme una hora a tu lado.
– Pero ¿por qué una hora?
– No lo sé.
– ¿Has conservado esa costumbre? ¿Sigues diciendo «No lo sé»?
– No he perdido ninguna costumbre. Te amo y quiero tumbarme aquí una hora.
– No. Después tendré la cabeza como un bombo.
– Tienes razón. Yo también.
Permanecieron los dos frente a frente durante un rato largo. Entró el revisor.
– Policía -repitió Adamsberg-. Estoy interrogando a la señora. De momento no deje entrar a nadie. ¿Cuál es la próxima parada?
– Lille, dentro de dos horas.
– Gracias -dijo Adamsberg, y le dirigió una amplia sonrisa para contentarle.
Camille se había levantado y miraba cómo el paisaje pasaba a través de la ventanilla.
– Esto es lo que se llama abuso de poder -dijo Adamsberg-. Lo siento.
– ¿Has dicho una hora? -preguntó Camille, con la frente pegada al cristal-. De todas formas, ¿crees que se puede hacer otra cosa?
– No. Sinceramente no lo creo -dijo Adamsberg.
Camille se apoyó contra él. Adamsberg la abrazó como en su sueño en el que el botones esperaba en la cama. Lo mejor de aquel compartimento de tren era que el botones no estaba allí. Ni Mathilde para llevársela.
– Hasta Lille son dos horas en total -dijo Camille.
– Una hora para ti y una hora para mí -dijo Adamsberg.
Unos minutos antes de llegar a Lille, Adamsberg se vistió en la oscuridad. Y luego vistió a Camille, lentamente. Realmente nadie estaba alegre.
– Adiós, querida -dijo él.
Le acarició el pelo y la besó.
No quiso mirar el tren cuando partió. Permaneció en el anden con los brazos cruzados sobre el pecho. Se dio cuenta de que se había dejado la chaqueta en el compartimento. Imaginó que quizá Camille se la había puesto, que las mangas le caían hasta los dedos, que estaba guapa así, que había abierto la ventanilla y que miraba el paisaje de la noche. Pero ahora él ya no estaba en el tren para saber lo que hacía Camille. Quería caminar, buscar un hotel al lado de la estación. Volvería a ver a la querida pequeña. Una hora. Digamos al menos una hora antes de morir.
El hotelero le propuso una habitación con vistas a los raíles. Él dijo que le daba igual, que quería llamar por teléfono.
– ¿Danglard? Soy Adamsberg. ¿Sigue teniendo a Le Nermord en sus manos? ¿No está durmiendo? Muy bien. Dígale que en este momento no tengo intención de morir. No. No le llamo por eso. Es por la revista de modas. Lea la revista de modas, los artículos de Delphine Vitruel. Después relea los libros del gran bizantinista. Comprenderá que era ella la que escribía sus libros. Ella sola. El no hacía más que reunir la documentación. Gracias a su amante herbívoro, Delphine se iba a librar tarde o temprano de la esclavitud, y Le Nermord lo sabía perfectamente. Ella acabaría atreviéndose a hablar. Entonces todo el mundo sabría que el gran bizantinista jamás había existido, y que la que pensaba y escribía en su lugar era su mujer. Todo el mundo sabría que él no era nada, que no era más que un tirano lamentable, una rata. Ése fue, Danglard, su móvil, y no otra cosa. Dígale que no ha servido de nada matar a Delphie. Y que se muera.
– ¿Por qué tanto odio? -preguntó Danglard-. ¿Dónde está usted?
– Estoy en Lille y no estoy alegre. No estoy alegre en absoluto, amigo. Pero pasará. Pasará, estoy seguro. Ya lo verá. Hasta mañana, Danglard.
Camille fumaba en el pasillo, con las manos en las mangas de la chaqueta de Jean-Baptiste. No quería ver el paisaje. Dentro de poco saldría de Francia. Intentaría estar tranquila. Después de la frontera.
Tumbado en la cama de la habitación del hotel, en la oscuridad, Adamsberg esperaba a quedarse dormido, con las manos bajo la nuca. Encendió la lámpara y sacó su cuadernito de notas del bolsillo trasero. No tenía la impresión de que aquel cuadernito le ayudara gran cosa. Pero bueno.
Con un lápiz, escribió: «Estoy acostado en Lille. He perdido la chaqueta».
Se detuvo, reflexionó. Era verdad que estaba acostado en Lille. Luego añadió: «No duermo. Así que, durante mucho rato en la cama, pienso en mi vida».