– Un color de piel fucsia con lunares amarillos, por ejemplo.
– Ríase usted si quiere, pero cuesta encontrar el punto de equilibrio entre el todo y la nada, ¿me comprende? Yo desde joven sigo al presidente, desde los tiempos de las Congregaciones Marianas. Confío en él. Tiene el don de la medida, pero una causa como la nuestra necesita radicales, sobre todo en épocas de excesiva normalidad, como la que ahora acabamos. Es lo que pasa en el fútbol, Carvalho. Los fanáticos sirven para crear afición, pero han de ser controlados. Usted está aquí para eso. A usted le respetarán porque significa la época heroica del espionaje duro y de la guerra fría dura. Nos es muy necesario. Debería vincularse regularmente a las clases que hemos establecido en un cursillo, pero antes quiero que le quede claro algo: no somos un servicio oficial, no tenemos vinculación con la policía autonómica, ni con el Consejero de Seguridad. Seremos un servicio paralelo.
– ¿Al servicio de qué o de quién?
– De Cataluña.
– Concrete un poco más.
– Es posible que perdamos las próximas elecciones o que si las ganamos sea en estado muy precario, incluso transitorio. Pero después hay que dejar redes estables de poder catalán que no puedan ser desmontadas por la nueva mayoría, sin duda alguna y por más que lo disimule, españolista. Ahora no necesitamos tanto un servicio de información como lo necesitaremos en el futuro. Hágame caso y participe en el cursillo. Estamos dispuestos a pagárselo, pero sobre todo no pierda el contacto conmigo. Ya recibirá instrucciones.
Marchó Carvalho en dirección a Horta en busca de el Vaticano catalán, por si podía coincidir con la salida de Margalida sin necesidad de pasar por el teléfono intervenido. Pero a la hora lógica del almuerzo la muchacha no apareció, por lo que sacó del coche el informe que le habían entregado sobre Testigos de Luzbel y puso cara de ir a devolverlo disciplinadamente. No había servicio de seguridad en la puerta, pero sí percibió los ojos de un circuito cerrado de televisión que le siguieron a lo largo de su recorrido hasta el despacho dedicado a Satán y sus derivados. Abrió la puerta maquinalmente, como si no esperara encontrar a nadie en su interior, pero allí estaba Margalida, con el cuerpo vencido sobre la mesa de trabajo, la cabeza cubierta por sus dos brazos y tratando de contener los sollozos. Esperó Carvalho a que los suspiros sustituyeran a los sollozos y de pie desde la puerta carraspeó. El rostro de Margalida emergió húmedo, enrojecido desde los ojos hasta la punta de la nariz, incrédulo de la presencia de Carvalho, finalmente alarmado.
– Venía a devolver el informe.
– ¿Qué informe?-El de la secta Testigos de Luzbel.
– Nadie te pidió que lo devolvieras.
Carvalho se encogió de hombros, avanzó hasta la mesa vigilado por la hostilidad de Margalida y dejó la carpeta sobre el tablero.
– No quiero correr la responsabilidad de quedarme con un informe tan claramente incompleto. Por cierto, conocí al señor Pérez i Ruidoms. Es un gran actor.
– Es un gran hijo de puta.
Se le había escapado con odio, con rabia, con toda la violencia con la que las palabras traspasan los dientes más apretados. No parecía la muchacha tener un disgusto profesional, pero por si acaso, Carvalho le preguntó si la habían despedido. Rechazó la pregunta desde la seguridad que le daba a Margalida la certeza de que nadie, nadie ni nada podían despedirla. Incluso sonreía prepotente.
– Tenías razón, entonces. Aquí nadie es lo que parece. Tal vez ni siquiera Pérez i Ruidoms sea lo que parece. Un actor. Un hombre riquísimo. Un padre protector.
– Lo que no es, sin duda, es un padre protector. Ha sido un padre castrador.
Parecía hablar Margalida con conocimiento de causa. Carvalho le señaló melancólicamente el informe abandonado.
– Me encantaría asistir a un acto ritual de Testigos de Luzbel. Tú debes saber cómo conseguirlo.
Los ojos de Margalida le estaban estudiando. La muchacha parecía un arbolillo zarandeado por huracanes interiores.
– Tú el otro día me seguiste y viste cómo me encontraba con Anfrúns.
– Desde hace unos días tengo la sospecha de que todo el mundo sigue a todo el mundo.
– Es lógico que yo conozca a Anfrúns. Soy especialista en satanismo. Siguió calculando lo arriesgado que era satisfacer los deseos de Carvalho y finalmente afirmó con la cabeza. -Vale, tio, però no et passis de rosca ni de llest o a la primera bajanada, s'ha acabat el bròquil [21].
Era evidente que Margalida las verdades absolutas sólo las decía en catalán. Hablaron de los placeres del verano, de lo estimulante que había sido el tiempo pasado en la playa, pero Margalida se bajó la blusa para enseñarle los hombros y la huella que le dejaba el tirante del sostén sobre la piel quemada por el sol. Los sostenes parecían poderosos para tetas tan rotundas como las de la muchacha, sostenes de señora mayor en contraste con la carita de doncella de Orleans dispuesta a morir en la hoguera de las pasiones personales y nacionalistas. Carvalho le señaló las cuatro paredes, el informe, el ordenador, el ojo del televisor supuestamente secreto.
– ¿Vocación? ¿Necesidad de trabajar?
Margalida rebuscó en una mochila y sacó un paquete de puros San Julián, ofreció uno a Carvalho, que rechazó tal muestra de retroceso en la escala del gusto del fumar pero cuando vio que ella encendía uno se lo pidió.
– He cambiado de opinión. No se debe dejar fumar sola a una mujer.
Eres más viejo que mi padre. Mi padre no dice estas gansadas, tío.
Carvalho volvió a repetir la pregunta: ¿Vocación antisatánica? ¿Necesidad de trabajar?
– Soy catalanista y trabajo por la independencia de Cataluña. Hoy me toca aquí, mañana quién sabe. Lo llevo en la sangre, tío. A mi abuelo paterno lo mataron los franquistas, mi abuela materna tuvo que exiliarse con su marido enfermo y cuatro crios. Cuando volvió los fachas del pueblo la acusaron de separatista y le hicieron la vida imposible. Aceite de ricino. Le mataban los perros. Era un pueblo de eso que llaman la Catalu ña profunda donde cuatro fachas podían meter en cintura a todo el mundo con la ayuda de la guardia civil. Y el catalán prohibido y pobre de ti que te examinaras en el Instituto de Balaguer hablando un castellano con demasiado acento catalán. Eso me lo contaba mi padre. ¿Entiendes, tío? Franco estuvo en todas partes pero aquí estuvo dos veces, contra los rojos y contra nosotros, y además mi familia era roja por si faltara algo. ¿Lo vas entendiendo?
– Por vocación, entonces.
Admitió Carvalho. Tenía ganas de abrazar a la muchacha secretamente, sin que ella se diera cuenta, un abrazo sin entusiasmo, como de colega no de ideología sino de memoria o de paciencia histórica, pero se limitó a enviarle una mirada de complicidad.
– No soy independentista. No creo en las independencias, pero detesto las dependencias. No sé si me explico, Margalida.
– Si te parece muy largo llámame Marga.
– Llamándote Margalida no te dejes llamar nunca, por nadie, Marga. Si te llamaras Margarita sería diferente. Pero Margalida es un nombre absoluto.
– ¿Te gusta?
Ella tenía los ojos iluminados.
En la oficina de Caritas destinada a la inmigración, Delmira Mata i Delapeu aún se llamaba Delmira Rius, no utilizaba el segundo apellido, Casademont, ni la copulativa, y Carvalho experimentó un cierto alivio al no tener que arrastrar tantas palabras. Delmira llegó con las manos llenas de carpetas, las gafas colgantes sobre el pecho y el aire ausente, por lo que tardó en respirar la misma atmósfera que Carvalho. La habían dedicado a la tutela de los niños magrebíes que vagaban por las calles de Barcelona tras introducirse en el país ilegalmente o los hijos de familias rotas por la muerte o la delincuencia.
– En algunos casos los padres se fueron a Francia a ganarse la vida y no saben siquiera si aún están vivos.