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– ¿Qué querían esos pueblos sin Estado? ¿Tener Estado?

Tal vez porque la pregunta de Carvalho fue hecha en castellano, le pareció a su autor que el silencio era doblemente espeso.

– Quieren la suficiente soberanía para decidir si quieren constituirse en Estado o no. Hay cincuenta millones de europeos que viven en situación de minorías reprimidas o tuteladas.

En los textos originales que les pasaban aparecía con frecuencia el nombre de Aureli Argemi, el ex monje benedictino de Montserrat que desde el monasterio de Sant Miquel de Cuixà impulsó el movimiento durante la década de los setenta y los ochenta. Argemi era un decidido partidario de las ONG como el instrumento para construir un nuevo orden desde abajo y una cultura de la solidaridad. Una Europa de los pueblos crearía un referente para un nuevo orden internacional. Si bien el gobierno español no se había colocado frente a estos movimientos, de hecho los había obstaculizado, así en España como en los foros internacionales.

Testigo de los progresos de Carvalho era una Charo atareada en los preparativos de su negocio, dispuesto a irrumpir en Barcelona con la rentrée, y nada de su reciclaje profesional comunicó el detective a la única cliente que le quedaba, Delmira, a la que enviaba de vez en cuando algunos datos sobre los escasos progresos de sus indagaciones. Y así cayó agosto del calendario y con el cambio del mes Carvalho decidió que debía culminar de una vez por todas el caso Mata i Delapeu, pero no tenía demasiadas ganas e, interrogándose severamente a sí mismo, Carvalho llegó a la conclusión de que añoraba los fax.

Cumplida la primera fase de estudios históricos y geopolíticos, las clases se dedicaron a la teoría y técnica de la información. Primero se trataba de cómo organizar una oficina destinada a la red de lecturas de medios de comunicación y a elaborar resúmenes, así como a canalizar información confidencial y aprender a filtrarla. La expresión «acción encubierta» explotó un día en clase y a Carvalho le pareció como llegada por el túnel del tiempo, desde aquella escuela de la CÍA en la que los eufemismos demostraban la inmensa capacidad del lenguaje para enmascarar la realidad. Una cosa es el servicio de información que puede hacerse a la luz pública y otra el que se obtiene por «acción encubierta».

– Entendiendo por acción encubierta aquellos actos no oficiales y a veces no legales que tienden a conseguir información o situaciones propicias para la causa que nos mueve. No les estoy enfocando la cuestión desde un punto de vista ético, sino desde un punto de vista pragmático y normalmente vinculado a razones colectivas que están por encima de las razones individuales.

Hubo aquí un cierto debate, porque un muchachoenfermo de neoliberalismo discutió las razones colectivas.

– No hay otras razones que las individuales.

– Entonces, ¿qué sentido tiene una causa nacional? ¿y social?

– La nacional aún, si entendemos nación como la voluntad de identidad común de un conjunto de individuos, pero la social presupone un sujeto colectivo privilegiado que está por encima del derecho de la persona, del individuo.

El profesor estaba y no estaba de acuerdo. De hecho, pensó Carvalho, el alumno le daba miedo. Era como si le hubiera pillado en falso, convencido de que estaba instalado en una parcela de sentimiento o de saber obsoleto, y el muchacho, desde la más correcta modernidad, estuviera en condiciones de meterlo en un asilo de ancianos. En cambio, dos chicas salieron al paso del perverso individualista y reivindicaron el derecho del grupo e incluso de las clases, sobre todo el derecho a la legítima defensa de las clases sociales oprimidas.

– Ya no hay clases sociales.

Opuso desdeñosamente el profeta y una de las muchachas se le encaró:

– ¿De qué probeta sales? Sólo deberían ser individualistas los seres humanos que midieran dos metros, fueran guapísimos, riquísimos, fortísimos, inteligentísimos, y me parece que tú no eres tan alto, ni tan guapo, ni tan fuerte, ni tan inteligente, aunque quizá seas rico.

– Lo seré.

El espía individualista siguió la clase con las orejas y las mejillas rojas. Era un neófito del liberalismo que acababa de librar su primera batalla con militantes feministas de ONG, de qué ONG no importa. Los rojos ni se crean ni se destruyen, simplemente se transforman. Quedaban pocos días de cursillo y no habían dado ninguna clase sobre instrumental de información, como si todo se redujera a enviar fax o meterse en la red de Internet, pero una mañana se presentó Piferrer para anunciarles que en los últimos días el curso daría un giro inesperado y que recababa de su madurez ética para entender el sentido que pueden adquirir las «acciones encubiertas».

– Pero en aras de su información, conviene que ustedes estén al día en materias como el espionaje económico y el espionaje político.

No hubo aspavientos. Todo el mundo era maduro éticamente, de lo contrario no se hubieran matriculado para ser espías desde la pretensión de no saber espiar. Al espía el espionaje se le supone, como al militar el valor. El primer profesor se presentó con una gran maleta y les dio la primera clase a hurtadillas porque parecía un economista en apuros que sobrevivía dando clases de espionaje económico basado primero en material publicado y documentos públicos, o bien mediante material cedido por empleados de la competencia. El capítulo de indagación legal terminaba con las «legítimas entrevistas para dar empleo a personas que trabajan en la competencia». Si se atravesaba la frontera de lo legítimo se podían cometer pecados veniales y mortales. Entre los veniales los más eficaces eran espiar los ciclos secretos de producción del observado, ofrecer trabajo falso a los empleados para sonsacarles, fingir negociar con competidores para que revelen sus pro-pias negociaciones. A partir de aquí empezaban pecados mortales como encargar a un profesional que se entere de todo por los procedimientos que sea, sobornar a la competencia y a los empleados, colocar un espía en la nómina de la competencia, recurrir al espionaje electrónico, al robo de planos y finalmente a la extorsión y las amenazas. Carvalho creyó percibir un suave jadeo en el profesor cuando propuso la extorsión y las amenazas como mal menor final.