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Tu naturaleza es el resultado de un suma y sigue; no parece haber dejado nada atrás, no es la habitual evolución del que deja de ser algo para pasar a ser otra cosa. Tengo la impresión de que no renuncias al pasado, no te resistes al presente, y que estás expectante ante cualquier porvenir.

Asumes la Historia, la haces, y además la acechas.

Me encanta tu modo de preguntar, lo haces del modo más llano, las preguntas -un montón- que no hiciste, las obviaste con una elipse perfecta, de tal modo que me consta qué fue lo que quisiste saber y qué no. Es que eres un detective. Un detective perturbador.Dicen que uno de los mayores placeres que hay en la vida es el de ponerse límites a uno mismo. Después de reflexionar un poco -muy poco- sobre ello he llegado a la sabia conclusión de que si ha de haber coto, o cualquier otro tipo de frontera, en mi comunicación contigo, no seré yo quien me la imponga.

Así pues, donde dije digo digo Diego; hubiera querido que me llamase usted esta semana pasada, pero ya que no fui tan afortunada no voy a añadir a mis males la desazón que me produce inhibirme de escribirte/llamarte yo.

Cuando se sentía tantas veces deprimido a lo largo del día trataba de saber por qué y siempre encontraba el motivo de fondo o el inmediato que había provocado la caída del ánimo. Ahora estaba deprimido porque tenía campanas de fiesta en el corazón y deseaba constantemente que el fax se pusiera en marcha, era una manera de hilvanar la relación. El rostro de Yes trataba de imponerse a su alrededor, como si desde una fuerza parasicológica consiguiera estar en la esquina del despacho, en el papel que acercaba a sus ojos, al borde de la bandeja en la que Biscuter le había servido un gazpacho de fresas.

– De fresas, sí, jefe. La receta de la Ruscalleda, esa chica de Sant Pol que cocina tan bien, y yo me he hecho ya un pan con tomate pero con fresa en lugar de tomate, su sal, su aceite, como siempre.

Yes estaba en aquella fresa con la que Biscuter trataba de untar una rebanada de pan y Carvalho reprimió el gesto de impedírselo, como si temiera que la misma Yes fuera la frotada. Y esa relación de dependencia le sublevaba, dependencia hasta en el pensar, porque lo hacía para que ella leyera sus pensamientos y a veces se encontraba hablando a solas para que Yes le escuchara. Pero no quería llamarla para no entregarse demasiado y le dolía que tantas veces como evocaba a Yes construía la ausencia de Charo de la que tenía tres llamadas de atención, la última en nombre de Quimet: Te están esperando. No hay manera de que consigan hablar contigo. También un reclamo de Margalida. Se limitaba a decirle: ¡Satán!, y le daba un número de teléfono móvil. Asociaba a la muchacha con los últimos baños del verano y la imaginaba volviendo a salir de las aguas nada más insinuarse los primeros calores y pudieran recuperar la patria del mar. Se agotaban los días de octubre, pero no se daba cuenta del paso del tiempo, ni siquiera de las estaciones, a las que era más sensible en los últimos años, como si las contara una a una, a medida que se le gastaba la esperanza de vida. Como si todo se hubiera vuelto plano a su alrededor y sólo alcanzara carácter tridimensional el túnel por el que le llegaría la llamada de Yes y por el que iría a su encuentro. Margalida le citó en el café Velódromo de la calle Muntaner, uno de los únicos bares por los que no había pasado la piqueta de la desmemoria y en el que aún se conservaban billares y camareros de toda una vida o al menos de toda una nostalgia. Llegó vestida de motorista con el casco en la mano y la cabellera pelirroja ahora compacta y agrupada sobre uno de sus pechos.

– Ven conmigo, si no te importa ir de paquete en una moto.

– No hago otra cosa últimamente.

Bajaron calle Muntaner abajo y Margalida condujo la moto hasta la plaza de la Garduña, luego se pusieron a caminar para llegar al jardín del antiguo hospital dela Santa Cruz y se sentó en un banco esperando que Carvalho la secundara en todo momento. Una vez sentados, ella abarcó con una mirada todo su campo visual de instalaciones góticas y jardines con ancianos e inmigrantes multirraciales en paro. Pareció relajarse.

– No te confíes. Pueden estar observándonos y escuchándonos mediante un telescopio.

– He tomado mis precauciones y mi móvil no está interferido. No tenemos mucho tiempo. No me has comentado lo que ocurrió durante la verbena este verano.

– Intimé con el señor Pérez i Ruidoms.

– De eso se trata. ¿Qué piensas de su hijo?

– Nada. Que es inocente, como una buena parte de la humanidad.

– Mucho más inocente de lo que puedes creer.

Volvía a notar un interés no esperable en la muchacha por el hijo de Pérez i Ruidoms.

– Albert y yo somos amigos desde que éramos niños. Estudiamos en los mismos colegios hasta llegar a la universidad y podía decirse que había algo entre nosotros hasta que a él le entró la chaladura de las sectas y de probarlo todo, absolutamente todo. Era una víctima de su padre, como también lo era Alexandre Mata i Delapeu, y va a seguir siendo una víctima de su padre como no hagamos algo.

– ¿Qué me toca hacer a mí?

– Hablar con él. Su padre lo tiene secuestrado y le está programando el futuro, pero hay que salvarle de ese futuro.

¿Por cuenta de qué o de quién actuaba Margalida? Parecía una mujer excesivamente enamorada empeñada en salvar a alguien que probablemente no quería salvarse.

– Te interesa hablar con él no sólo para hacerle un favor, sino para hacerte un favor a ti mismo. No sé si te das cuenta de dónde te has metido. ¿Te has preguntado por qué te han metido en esto?

– Se mezclan una serie de factores. Algunos espontáneos, digamos que positivos, y otros muy calculados. Lo que me interesa saber es dónde empieza el cálculo y para qué.

– No olvides lo que te digo, todo pasa por el tiburón Pérez i Ruidoms.

Ella mantenía los ojos muy abiertos, como si fuera el gesto más adecuado para transmitir sinceridad.

– ¿Te has metido en esto por ese chico, por Albert?

– Sí.

– ¿Y has conseguido engañar a todo el mundo?

– No. Algún día te lo contaré, pero necesito estar más segura de ti. Si no te opones, te facilitaré el encuentro con Albert, pero no te garantizo cuándo. Está muy vigilado. No te sorprenda si pasan varias semanas. Ahora mismo ni siquiera sé dónde lo tienen.

No fue un fax, sino la voz en directo de Yes la que se metió como una sustancia propicia, adaptada a la soledad de su oído y era una cita lo que le proponía, en un bar, El Zigurat, adonde fue Carvalho con la esperanza de superar la situación de bustos parlantes y salir a la calle, a pasear, a sentir el cuerpo total de Yes a su lado, habitantes por fin de un espacio propicio, sólo para ellos, sólo por ellos delimitado por la simple operación de caminar juntos. Pero Yes se mantuvo tras la mesa, desplegando su seducción pasiva y hablando constantemente de su marido, de Mauricio, al que se refería como si fuera familiar para ambos, como si no advirtiera que para Carvalho era como meter a un intruso en un ámbito sólo para dos o al contrario, como si lo hiciera ex profeso, al igual que esas muchachas que se protegen los pechos con libros sobre los que han cruzado los brazos. Y junto al prodigioso Mauricio, comprensivo, sagaz, lugarteniente inseparable de la viuda Stuart-Pedrell que confiaba en él mucho más que en su hija, los dos muchachos absolutamente superdotados para la belleza, los estudios y el amor filial. En nada se parecían pues a la propia Yes cuando Carvalho la conoció, flotante, desintegrada, invertebrada, puerilmente drogadicta, trazando rayas de coca hasta sobre los espejos manuales del lujoso lavabo de porcelana inglesa de la mansión de los Stuart-Pedrell. ¿Comprendes cuan perfecto es el mundo que me rodea? ¿Puedes pensar que yo voy a desarmonizarlo o que tú tienes el derecho a hacerlo? ¿Eran falsas preguntas o eran preguntas reales que esperaban una decisión de Carvalho? Muy perfecto no será cuando has necesitado recuperarme y decirme que soy el hombre de tu vida.