Delmi, querida. He pensado mucho sobre nuestra vida en común después de la muerte del chico y no tiene sentido, aunque tampoco concibo que nos separemos jurídicamente dada la complejidad de los intereses comunes, soledades compartidas, líos de herencia que un día deberemos discutir porque tú tendrás tus herederos entre los predilectos de tu familia y yo es posible que trate deformar otra familia, tener hijos que compensen la ausencia del nuestro. Mis enemigos me han herido en lo más sensible y he de recuperar fuerzas para machacarlos. De momento parto para un largo viaje y volveré cuando se me acaben las ganas de huir. Compréndeme como yo te comprendo a ti.
– ¿Podría usted enterarse de con quién se va?
– ¿Utiliza alguna agencia de viajes habitual?
– Avionjet. Lleva sus asuntos la señorita Fina.
Era lo menos que podía hacer por la doble viudez, la doble virginidad esencial de Delmira que podía permitirse el lujo de viajar a donde quisiera pero tal vez no de formar otra familia y tener hijos. En Avionjet estaba media ciudad negociando los viajes de fin de año, fin de siglo, fin de milenio y Carvalho escuchaba las más exóticas proposiciones de huida.
– Calculando por dónde saldrá el primer sol del 2000, ¿qué punto me recomienda para ser los primeros en verlo?
Preguntó por la señorita Fina y habló con el trasero de un ordenador lleno de redondeces, voluptuoso en comparación con la muchacha que lo manipulaba, Fina, que estaba al otro lado y era tan delgada que no desbordaba el espacio de la máquina.
– El señor Mata i Delapeu quiere estudiar el itinerario del viaje y me pide que usted le confirme el croquis.
– ¿Se lo envío por fax?
– No. Démelo a mí y yo mismo estaré en condiciones de comentarlo con él.
Fina asomó una esquina de cara, la suficiente para que su ojo pudiera ver a Carvalho, porque era tan estrecha ella, tan estrecha su cara que sólo le cabía un ojo.
– Nunca había venido usted por aquí.
– Es que el señor Mata i Delapeu quiere llevar las cosas a un nivel muy reservado.
Le pasó una carpeta sobre el viaje a las Seychelles de Madrona Campalans Martínez y Joan Mata i Delapeu.
– Es la primera escala, ya quedamos que era opcional el salto a Sri Lanka y las Maldivas o el crucero desde Penang hasta Bali.
– Permítame un segundo. Consultaré las notas del señor Mata i Delapeu y estaré en condiciones de ratificarlo.
Se sacó del bolsillo un cuaderno con direcciones, lo consultó con gravedad y condescendió:
– Sea. Me parece correcto.
– ¿Correcto?
– Correcto.
– ¿Necesita que se lo pregunte por fax?
– No es necesario.
El nombre de Madrona Campalans le vino desde un pliegue de su memoria y le provocó una sonrisa. Pero para ratificarlo se acercó a Lluquet i Rovelló y al ver a la viuda dependienta le preguntó:
– ¿Señora Campalans?
– Sí, Madrona Campalans, ¿pero cómo sabe mi nombre de soltera?
– Una viuda tan guapa como usted recupera inmediatamente la condición de soltera.
Pretextó la necesidad de verse con Xibert. No estaba y Carvalho insistió en que se le localizara. Luego fue al encuentro de Delmira. Le dio el parte del viaje.
– ¿La conoce usted a ella? ¿Es la clásica putilla joven? ¿Un bollicao, como le llaman ahora?
– No. Es una viuda. Una espía viuda. De hecho viaja para sonsacarle.
– ¿Dinero?
– Información.
Necesitaron varios encuentros para recuperar veinte años de distancia y así como Carvalho trataba de preservar su espacio vital, como si le ofreciera a Yes construir uno nuevo al margen de veinte años de soledad, ella seguía superponiendo su vida cotidiana, su marido, sus hijos, como si los llevara como guardianes de las fronteras de sus encuentros con Carvalho. Mauricio, aquel muchacho tan sensible que ella se llevara a Katmandú, había resultado ser un hombre de negocios formidable. Los dos hijos no tenían competencia posible. Estudiosos, deportistas, sensibles ante las preocupaciones del mundo, miembros de ONG, como su abuelo sin duda sería ahora miembro de ONG. De la ONG de Empresarios sin Fronteras, pensó Carvalho, pero se arrepintió de su sarcasmo, porque Stuart-Pedrell había pertenecido a la única y última promoción de empresarios con complejo de culpa. Yes parecía no haber sido nunca aquella muchacha que esnifaba por todos los orificios del cuerpo, que se hacía rayas de coca para desayunar, y presumía insistentemente de tener una vida equilibrada, completamente llena por su marido y sus hijos. Estaba empeñada en que Carvalho la llevara al país de su infancia, como si quisiera tomar posesiónde él desde los orígenes y al recorrer lo que había sido Barrio Chino o Distrito V o Raval como le llamaban ahora, se entristecía cada vez que Carvalho le decía que el bulldozer había derribado los cines de su infancia, los colegios de su infancia, las gentes de su infancia, sustituidas por una inmigración de otro sur más lejano, como aquellos niños coreanos, latinoamericanos o pakistaníes que jugaban a fútbol a la sombra blanca de un museo de arte modernísimo casi adosado a la antigua Casa de la Caridad.
Tal vez le regalaba el interés por su pasado a cambio de imponerle su propia vida cotidiana. La décima vez que ella mencionó a su Mauricio y a los chicos, Carvalho se sintió existencialmente mortificado y la envió mentalmente a la mierda. O estaba disuadiéndole para que respetara una parcela que nunca había intentado invadir o estaba rodeándose ella misma de una zona de seguridad. Le obligaba este planteamiento a hablar no sólo del país ya casi fantasma de su infancia, sino también de «los suyos», de su extraña familia. Yes había prohijado a Biscuter. Le parecía un amor, decía, casi portátil. Me lo llevaría a casa. En cambio, no se molestaba en ocultar cierta antipatía por Charo, como si ella tuviera derecho a molestarse por una rival en la propiedad de Carvalho y en cambio él tuviera que aceptar como lo más normal a su Mauricio y a sus dos chicos maravillosos, prendados de su madre, edípicos, sin duda, como no podía ser de otra manera. Aunque de pronto ella podía dar un salto imaginativo y proponerle:
– Porque tú y yo somos amantes, ¿no es cierto? Es como si fuéramos amantes.
– Nos ocultamos como si fuéramos amantes.
Supongo que no le contarás a tu marido que nos seguimos viendo.
– Podría contárselo perfectamente.
Dijo ella tajante, como si el asunto no mereciera más consideración. Pero Carvalho estaba irritado de tanto marido perfecto, inteligente, comprensivo y tanto hijo prodigio, como si fueran tres intrusos en un reino afortunado que sólo debería pertenecer a Yes y a él.
– Pero no se lo has contado.
– Digamos que no he querido crear «alarma social».
Y se echó a reír, cada vez con más ganas hasta aproximar su cabeza a Carvalho y rozar con su frente uno de sus hombros. Carvalho salió por un momento de la situación de amigos y residentes en Barcelona que juegan a ser amantes platónicos y se sintió ridículo. Veinte años atrás se habían ido a la cama y probablemente ella y, desde luego él, tenían ganas de volverse a ir a la cama.
– No. No somos amantes. Los amantes no tienen límites. No se parapetan detrás de mesas de café, no hablan de maridos o de esposas o de hijos o de padres porque construyen un mundo sólo para ellos, dure lo que dure, cinco minutos, una hora, toda una vida. Los amantes tienen otras lenguas aparte de la de kilómetros y kilómetros de papel de fax. Si te besara ahora mismo te morirías. Te desmayarías.
– Pruébalo.
Dijo ella y le ofreció la cara desafiante. Carvalho le cogió la cabeza por la nuca y la acercó leyendo la progresiva alarma de sus ojos hasta que se cerraron cuando notó el ariete de la lengua de él abriéndole los labios y buscándole los rincones más secretos de la boca. Cuando se separaron ella tenía los ojos cerrados y suspiró profundamente. Luego se recostó y le miró desde una distancia agrandada por una fingida sorpresa.