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– Aquí los tiene, por si le interesan. Yes era crítica de conducta y le gustaba mucho analizar y criticar los casos en los que me he visto metido. Es una relación por fax estrictamente conceptual, muy literaria. ¿Si usted tuviera que escoger entre la Literatura y la vida, qué escogería?

– La Literatura.

Carvalho riñó con los ojos al inspector y definitivamente depositó las hojas sobre la mesa. Luego salió mientras se palpaba en el otro bolsillo los fax seleccionados y, dando sentido a la secreta eucaristía con Yes, allí estaba Mauricio el marido, en la acera de enfrente, contemplándole con rencor, con voluntad de criminal acomplejado que desea ser descubierto. Carvalho no le aceptó la mirada y se puso a caminar mientras le enviaba un mensaje cerebraclass="underline"

¿Por qué me has enviado el fax que te denuncia"? Muchacho, espera a que pase todo y vuelve a peregrinar a Katmandú para recuperar tu mejor memoria y piensa que no has sido el único responsable de la muerte de Yes, que siempre podrás contar conmigo como cómplice porque otra vez la volví a abandonar y la dejé desnuda sobre la mesa bajo el cuchillo de los peores asesinos. Pero está claro que has sido tú quien ha aceptado, pagado a los sicarios y quien me ha enviado el último fax. Pero tal vez ni sepas quiénes son los verdaderos asesinos. Te encantaría que te denunciara. Es la única posibilidad que tienes de vengarte de mí. De matarme.

Desnuda sobre la mesa del despecho. Madre desnuda. Frente a las madres vestidas algunas mujeres excepcionales se nos ofrecen como madres desnudas y de una u otra manera las matamos. Pero el marido ensangrentado ya había dejado de seguirle porque se había metido en el primer bar que había encontrado, a la espera de que el alcohol le diera valor para delatarse. Carvalho extrajo los fax de Yes que quería conservar y acabar la lectura del último recibido interrumpida por Lifante.

Adiós, por si debo decírtelo, como en los mejores boleros, adiós amor de media tarde o de media vida, quizá amor de día laborable. Quizá tengan razón los días laborables. Ha dejado de ser secreta nuestra fiesta. En estas cartas se yuxtaponen y alternan desordenadamente los tiempos, de forma concienzuda, es decir: intencionadamente: el tuyo y el mío. A la poesía se añade de este modo la música de un tango, bailado como se bailan los tangos -paso, contra paso- con un ir y volver sincopado, también cadencioso, como este que ahora suena.

Pero el viajero que huye

tarde o temprano detiene su andar…

A medias entre el bolero y el tango, pensó Carvalho, y se borró la nube que se le había metido en los ojos, como una sublimación de la opresión que sentía en el pecho. Por dos veces había enviado a Yes en una dirección equivocada, pero no sólo a ella sino a sí mismo y ya sólo le quedaba dar vueltas en torno a la vejez y la muerte. Si en la primera ocasión el mal había asesinado a una pobre perrita, en la segunda se había atrevido con la propia Yes. No. No acudiría a la cita en Lluquet i Rovelló. Carecer de futuro permite aplazarlo. Ni quería poner la cabeza sobre el hombro de Charo para explicarle la segunda muerte de Jessica. Había descendido Via Laietana en busca de la plaza de la Catedral para ganar las Rambles y el parking donde reposaba su coche. Faltaban veinticuatro horas para el primer final del milenio, abierta la posibilidad de que el 31 de diciembre del 2000 se volviera a celebrar, y la ciudad se había limitado a exagerar la farsa navideña de todos los años. Tal vez algo más de luz y de compras. En la plaza de la Catedral los puestos de figuras de nacimientos, cada vez más en competencia con papas Noel de trapo o de escayola y la maravilla de las escenificaciones con corcho y musgo, palmeras metálicas, un niño Jesús portentosamente desnudo en el invierno de un Belén imaginado como paisaje napolitano o del Empordà. Un cielo panza de burro se había abierto y llovía sobre la Barcelona pasteurizada, como si aún no hubiera sido suficientemente destruida su pátina de ciudad esquizofrénica y tantas veces melancólica. Ya en las Rambles descendió hasta el puerto en busca de la terapia del mar. Sólo el mar parecía melancólico, porque tenía color de cristal opaco, como si se hubiera vuelto un mar del Norte, un mar extranjero. Tienen razón los días laborables, nunca los de fiesta. Tienen razón los inviernos, nunca la primavera. Se metió en una cabina telefónica y llamó a Biscuter.

– Bien por la llamada, jefe. Nos va de puta madre. Le está buscando Charo y su teléfono comunicaba. ¿Confirma la cita, para el día de Nochevieja? Tengo otra receta muy ferma y muy barroca, jefe, como usted diría, que le he oído a una cocinera que se llama Ruscalleda. ¡Migas con chorizo, jamón y granada!

– Biscuter. Empecemos bien este milenio de mierda. Vamonos a dar la vuelta al mundo.

– Tómese un Bloody Mary, jefe, va bien para las resacas.

Luego telefoneó a Anfrúns y le citó en la escollera, frente al primer buque atracado fuera de las aguas del puerto. Era una cita definitiva que hacía referencia a la huida de Margalida y Albert. Pero Anfrúns se rió.

– ¿Sólo tiene que hablarme de eso, Carvalho? ¿No ha ocurrido nada más?

Carvalho tomó un autobús hasta la Barceloneta y caminó más allá de los antiguos baños de San Sebastián en busca de la fachada del Club Natación Barcelona para luego ascender hasta el nivel de la escollera y avanzar en dirección hacia el faro sin otra compañía que los corredores de fondo en lucha contra el colesterol y la glucosa en la sangre. Reconoció a uno de los que corrían. Era el hombre del chándal, Xibert, que pasó a su lado y mantuvo la carrerilla al ralentí para ser reconocido, para decirle estoy aquí. Por un momento Carvalho detuvo su intención de cumplir consigo mismo, pero a medida que la carrera del hombre del chándal se alejaba, se reafirmaba en la idea de que la suerte estaba echada, se moviera o le movieran. Al llegar a la altura del primer petrolero atracado en mar abierto, Carvalho descendió por las rocas para situarse a media distancia con el nivel del mar y se sentó de cara al paseo para presenciar la llegada de Anfrúns. Lo vio venir desde lejos con las alas de su barato abrigo desplegadas por la brisa salada, el rostro adelantado como una proa y la coleta canosa como una estela. Carvalho le hizo una seña para convocarle y Anfrúns se metió entre las rocas con una agilidad estrictamente sobrenatural. No comprendió por qué Carvalho le decía:

– Por fin he adivinado qué papel nos han dado a usted y a mí en todo esto.

Tampoco pareció comprender por qué Carvalho había sacado una pistola del bolsillo de la chaqueta, ni entendió su propia muerte cuando el disparo le abrió un ojo divino en el centro de la frente. ¿Por qué la gente reacciona normalmente tan tarde ante la evidencia de que van a matarla? Carvalho pensaba que probablemente tenía razón aquel que había dicho alguna vez: «Sea relativista con todo aquello que no le importe.» ¿Quién lo había dicho? Carvalho desmontó el silenciador mientras comprobaba a derecha e izquierda si el disparo había sido oído por algún pescador de caña y cuando pasó por encima del cuerpo de Anfrúns, desbaratado, semioculto entre las rocas, musitó:

Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria.

Al llegar a la calzada, el hombre del chándal volvía de su carrera hasta el faro y pasó a su lado sin mirarle. Carvalho se llevó la mano a la pistola escondida, pero Xibert desvió la cabeza para descubrir entre las rocas el garabato de Anfrúns. Luego prosiguió su marcha, sin perder el ritmo.