»Un domingo por la tarde (en el verano de 1942, lo siento, Herr Argov, no recuerdo la fecha exacta) volví a mi barracón después de un concierto. Un oficial de las SS se me acercó por detrás y me derribó de un golpe. Me levanté y adopté la posición de firmes, sin mirar directamente al rostro de mi agresor.
Con todo, vi lo suficiente para recordar que lo había visto en una ocasión anterior. Había sido en Viena, en la oficina central para la emigración judía, pero aquel día llevaba un impecable traje gris y estaba nada menos que junto a Adolf Eichmann.
»El Sturmbannführer me dijo que quería realizar un experimento. Me ordenó que interpretara una sonata de Brahms. Saqué el violín de la funda y comencé a tocar. Pasó un prisionero. El Sturmbannführer le preguntó cómo se llamaba la pieza que interpretaba. El hombre respondió que no lo sabía. El oficial desenfundó la pistola y le disparó a la cabeza. Buscó a otro prisionero y le hizo la misma pregunta: «¿Cómo se llama la pieza que interpreta este gran violinista?» Así siguió durante toda una hora. Aquellos que respondieron correctamente fueron perdonados. A los demás los mató de un disparo en la cabeza. Cuando acabó, había quince cadáveres a mis pies. Saciada su sed de sangre judía, el hombre de negro me sonrió y se fue. Yo me quedé con los muertos y recé el Kaddish por ellos.
Klein permaneció en silencio durante un buen rato. El ruido de un coche en la calle fue la señal para que levantara la cabeza y continuara con el relato. Aún no estaba preparado para establecer la relación entre las atrocidades de Auschwitz y el atentado contra Reclamaciones e Investigaciones de Guerra, aunque Gabriel ya tenía una idea bastante clara sobre el final de la historia. El viejo continuaba quitando platos cronológicamente, como hubiese dicho Lavon. Sobrevivir a Auschwitz. La liberación. El regreso a Viena…
La comunidad judía de Viena contaba con ciento ochenta y cinco mil judíos antes de la guerra. Sesenta y cinco mil habían muerto en el Holocausto. Sólo mil setecientos regresaron a Viena en 1945, donde fueron recibidos con una hostilidad manifiesta y una nueva oleada de antisemitismo. Se desanimó a aquellos que habían sido obligados a emigrar a punta de pistola y que ahora deseaban regresar. Las demandas de restitución económica no fueron atendidas o se desviaron a Berlín. Klein regresó a su casa y se encontró a una familia austriaca instalada en su piso. Cuando les pidió que se marcharan, se negaron en redondo. Tardó diez años en desalojarlos. En cuanto a la empresa textil de su padre, se la habían arrebatado, sin la más mínima compensación. Los amigos le aconsejaron que se fuera a Israel o a Estados Unidos, pero Klein rehusó. Juró que se quedaría en Viena como un monumento viviente a todos aquellos que habían sido expulsados o asesinados en los campos de la muerte. Dejó su violín en Auschwitz y no volvió a tocar nunca más. Se ganó la vida primero como empleado de una tienda y más tarde como agente de seguros. En 1995, en el quincuagésimo aniversario del final de la guerra, el gobierno accedió a pagar a los judíos austriacos supervivientes unos seis mil dólares a cada uno. Klein le enseñó el cheque a Gabriel.
– No quería su dinero. ¿Seis mil dólares? ¿Por qué? ¿Por mis padres? ¿Por mis dos hermanas? ¿Mi casa? ¿Mis pertenencias?
Arrojó el cheque sobre la mesa. Gabriel consultó su reloj a hurtadillas y vio que eran las dos y media de la madrugada. Klein se iba acercando poco a poco a su objetivo. Gabriel resistió el impulso de darle un empujoncito, temeroso de que el anciano, en su precario estado, pudiera caerse y no levantarse nunca más.
– Hace dos meses entré a tomar un café en el café Central. Me dieron una mesa muy bonita junto a una columna. Pedí un Pharisäer. -Hizo una pausa y enarcó las cejas-. ¿Sabe lo que es un Pharisäer, Herr Argov? Café con nata montada acompañado con una copita de ron. -Se disculpó por el licor-. Atardecía y el frío era intenso.
Un hombre entró en el café, alto, bien vestido, unos pocos años mayor que Klein. «Un austriaco de la vieja escuela, si sabe a lo que me refiero, Herr Argov.» La arrogancia de su paso hizo que Klein bajara el periódico. El camarero corrió a saludado y después comenzó a frotarse las manos y a balancearse sobre los pies como un escolar que necesita ir al baño. «Buenas noches, Herr Vogel. Ya creíamos que esta noche no nos visitaría. ¿La mesa de siempre? Permítame que lo adivine. ¿Un Einspänner? ¿Una porción de tarta? Me han dicho que hoy la Sachertorte está como nunca, Herr Vogel…»
Entonces el viejo pronunció unas pocas palabras, y Max Klein notó cómo se le helaba la sangre en las venas. Era la misma voz que le había ordenado interpretar a Brahms en Auschwitz, la misma voz que le había pedido amablemente a los otros prisioneros que le dijeran el nombre de la pieza o se atuvieran a las consecuencias. Ahora acababa de encontrarse con el asesino, que tenía un aspecto próspero y saludable, en el Central, consumiendo un Einspänner y una porción de Sachertorte.
– Creí que iba a vomitar -comentó Klein-. Dejé el dinero en la mesa y salí a la calle, tambaleante. Miré una vez más a través de la ventana y vi al monstruo llamado Herr Vogel leyendo el periódico. Fue como si aquel encuentro nunca hubiese ocurrido.
Gabriel se abstuvo de preguntar cómo, después de tanto tiempo, podía estar tan seguro de que el hombre del café Central era la misma persona que había visto en Auschwitz hacía sesenta años. Si Klein estaba en lo cierto, no era tan importante como lo que sucedió después.
– ¿Qué hizo entonces, Herr Klein?
– Me convertí en otro de los habituales del café Central.
Muy pronto, a mí también me saludaban por el nombre, y tenía una mesa junto a la del honorable Herr Vogel. Comenzamos a desearnos buenas tardes. Algunas veces, mientras leíamos nuestros respectivos periódicos, hablábamos de política o los acontecimientos mundiales. A pesar de su edad, tenía la mente muy clara. Me dijo que era un hombre de negocios, un inversor.
– ¿Y después de averiguar todo lo que pudo tomando café a su lado fue a ver a Eli Lavon?
– Así es. Escuchó mi historia y prometió que haría algunas averiguaciones. Me dijo que dejara de ir al Central a tomar café. No me gustó la idea. Tenía miedo de que pudiera escapar de nuevo. Pero hice lo que su amigo me pidió.
– ¿Qué pasó después?
– Pasaron unas pocas semanas. Finalmente recibí una llamada. Era una de las muchachas de la oficina, la norteamericana llamada Sarah. Me informó de que Eli Lavon tenía noticias para mí. Me pidió que acudiera al despacho a la mañana siguiente, a las diez. Le respondí que estaría allí y colgué.
– ¿Cuándo fue eso?
– El mismo día de la bomba.
– ¿Le comentó algo de todo esto a la policía?
El anciano sacudió la cabeza.
– Como es de esperar, Herr Argov, no tengo mucho aprecio por los austriacos de uniforme. También soy muy consciente de que mi país no destaca en lo que se refiere a la persecución y condena de los criminales de guerra. Guardé silencio. Fui al hospital General de Viena y vi el trajín de los funcionarios israelíes. Cuando se presentó el embajador, intenté hablarle, pero sus guardaespaldas me apartaron. Así que esperé a que apareciera la persona correcta. Me pareció que era usted. ¿Es usted la persona correcta, Herr Argov?