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El edificio de apartamentos al otro lado de la calle era prácticamente idéntico al de Max Klein. En el segundo piso, en un apartamento a oscuras, había un hombre junto a la ventana con una cámara. Enfocó con el teleobjetivo a la figura que apareció por el pasaje del edificio de Klein y que salió a la calle. Le sacó varias fotos, dejó la cámara y se sentó delante de un magnetófono. Tardó unos momentos en encontrar la tecla de «play» en la oscuridad.

– Así que esperé a que apareciera la persona correcta. Me pareció que era usted. ¿Es usted la persona correcta, Herr Argov?

– Sí, Herr Klein. Soy la persona correcta. No se preocupe, lo ayudaré.

– Nada de todo esto hubiese sucedido de no haber sido por mí. Aquellas muchachas están muertas por mi culpa. Eli Lavon está en el hospital por mi culpa.

– Eso no es verdad. No hizo nada malo. Pero a la vista de lo que ha sucedido, me preocupa su seguridad.

– A mí también.

– ¿Lo han estado siguiendo?

– No que yo sepa, pero no estoy muy seguro de que pudiera saberlo si me siguieran.

– ¿Ha recibido llamadas de amenaza?

– No.

– ¿Alguien ha intentado comunicarse con usted después el atentado?

– Sólo una persona, una mujer llamada Renate Hoffmann.

«Stop.» «Rebobinar.» «Play.»

– ¿La conoce?

– No, nunca he oído hablar de ella.

– ¿Habló con ella?

– No, dejó un mensaje en el contestador automático.

– ¿Qué quería?

– Hablar.

– ¿Le dejó un número?

– Sí, lo tengo apuntado. Espere un momento. Sí, aquí está. Renate Hoffmann, cinco-tres-tres-uno-nueve-cero-siete.

«Stop.» «Rebobinar.» «Play.»

– Renate Hoffmann, cinco-tres-tres-uno-nueve-cero-siete.

«Stop.»

6

VIENA

La Coalición por una Austria Mejor (JISTE) tenía todos los requisitos de una causa noble pero, en última instancia, estaba condenada al fracaso. Su local estaba en el segundo piso de un almacén ruinoso en el distrito veinte, las ventanas, sucias de hollín, daban a un patio. El local no tenía tabiques y era imposible de calentar adecuadamente. Cuando Gabriel se presentó a la mañana siguiente, vio que la mayoría de los jóvenes oficinistas vestían jerséis gruesos y gorros de lana.

Renate Hoffmann era la directora de la sección legal de la entidad. Gabriel la había llamado a primera hora de la mañana y, después de darse a conocer como Gideon Argov, de Jerusalén, le había relatado su encuentro con Max Klein la noche anterior. La directora había aceptado de inmediato reunirse con él y luego había colgado, como si desconfiara de la conveniencia de tratar el asunto por teléfono.

Su despacho era mínimo. Hoffmann estaba al teléfono cuando hicieron pasar a Gabriel. Ella le señaló una silla con la punta de un bolígrafo. Acabó la conversación al cabo de un momento y se levantó para saludado. Era alta y vestía mucho mejor que el resto del personaclass="underline" suéter y falda negra, medias negras, zapatos de tacón bajo, negros. El pelo rubio no le llegaba a los cuadrados hombros de gimnasta. Lo llevaba peinado con raya a un lado y le caía naturalmente sobre la cara. Tenía problemas con un mechón rebelde que se sostuvo con la mano izquierda mientras estrechaba la mano de Gabriel con firmeza. No llevaba anillos, ni maquillaje en su agraciado rostro, ni ningún otro perfume más que el olor a tabaco. Gabriel calculó que no podía tener más de treinta y cinco años.

Se sentaron, y ella le formuló una serie de preguntas muy concretas. ¿Cuánto hace que conoce a Eli Lavon? ¿Cómo encontró a Max Klein? ¿Qué le dijo? ¿Cuándo llegó a Viena? ¿Con quién se ha reunido? ¿Ha tratado el tema con las autoridades austriacas? ¿Con los funcionarios de la embajada israelí? Gabriel se sintió un poco como un acusado en el banquillo, pero sus respuestas fueron lo más amables y sinceras que pudo.

Acabado el interrogatorio, Renate Hoffmann lo observó con una expresión escéptica por un momento. Luego se levantó de repente y se puso un abrigo largo gris con grandes hombreras.

– Vayamos a dar un paseo.

Gabriel miró a través de las ventanas sucias de hollín y vio que caía aguanieve. Renate Hoffmann metió unos cuantos expedientes en un bolso de cuero y se lo colgó al hombro.

– Confíe en mí -añadió al advertir su aprensión-. Será mejor que caminemos.

Mientras caminaban por los senderos helados del Augarten, Renate Hoffmann le contó a Gabriel cómo se había convertido en la más importante aliada de Eli Lavon en Viena. Después de licenciarse como la primera de su promoción en la Universidad de Viena, había entrado a trabajar en la oficina del fiscal del Estado, donde había servido con distinción durante siete años. Luego, hacía de esto cinco años, había renunciado a su cargo. A sus amigos y colegas les había dicho que anhelaba la libertad de la práctica privada. En realidad, Renate Hoffmann había decidido que no podía seguir trabajando para un gobierno que se preocupaba muy poco por la justicia y mucho por proteger los intereses del Estado y sus ciudadanos más poderosos.

El caso Weller fue la gota que colmó el vaso. Weller era un agente de la Staatspolizei aficionado a arrancar confesiones a los detenidos apelando a la tortura y a tomarse la justicia por su propia mano cuando consideraba que un juicio planteaba demasiados inconvenientes: Hoffmann había intentado presentar una acusación contra Weller cuando un nigeriano que había solicitado asilo había muerto estando bajo su custodia. Había pruebas irrefutables de que la víctima había estado atada y amordazada y que, después de propinarle una terrible paliza, lo habían estrangulado. Sus superiores en la fiscalía tomaron partido por Weller y desestimaron el caso.

Cansada de luchar contra el sistema desde dentro, había llegado a la conclusión de que era mejor librar la batalla desde el otro bando. Había abierto un despacho para poder pagar sus facturas, pero dedicaba la mayor parte de su tiempo y esfuerzos a la Coalición, un grupo reformista cuyo objetivo principal era sacar al país de su amnesia colectiva en lo concerniente a su pasado nazi. Al mismo tiempo, había establecido una discreta alianza con Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. Renate Hoffmann aún tenía amigos dentro de la burocracia, amigos dispuestos a colaborar. Estos amigos le facilitaban el acceso a muy importantes registros y archivos del gobierno que estaban fuera del alcance de Lavon:

– ¿A qué viene tanto secretismo? -preguntó Gabriel-. ¿Por qué no quiere hablar por teléfono? ¿Por qué estamos caminando por el parque cuando hace un tiempo de perros?

– Porque esto es Austria, señor Argov. No hace falta decir que nuestro trabajo es muy impopular en muchos círculos de la sociedad austriaca, y también lo era el de Eli. -Descubrió que había empleado el pasado y se disculpó rápidamente-. No somos bien vistos por la extrema derecha del país, que está muy bien asentada en la policía y las fuerzas de seguridad.

La abogada quitó la nieve de un banco y se sentaron.

– Eli vino a verme hará cosa de dos meses. Me habló de Max Klein y del hombre que había visto en el café Central, Herr Vogel. Me mostré escéptica, pero decidí investigado, como un favor a Eli.

– ¿Qué descubrió?

– Su nombre es Ludwig Vogel. Es el presidente de algo que se llama Corporación de Inversiones y Comercio del Valle del Danubio. La firma fue fundada a principios de los años sesenta, poco después de acabar la ocupación aliada. Comenzó importando productos de toda clase y actuó como gestora con las empresas interesadas en invertir en Austria, sobre todo compañías alemanas y norteamericanas. Cuando se produjo el despegue económico austriaco, en los años setenta, Vogel estaba en la posición perfecta para aprovechar la situación. Su empresa facilitó el capital de riesgo para centenares de proyectos. Ahora es propietario de una buena parte de muchas de las empresas más rentables del país.