– ¿Qué edad tiene?
– Nació en un pequeño pueblo del norte de Austria, en 1925, y fue bautizado en la parroquia local. Su padre era un simple obrero. Al parecer, la familia era muy pobre. Un hermano menor murió de neumonía cuando Ludwig tenía doce años. Su madre murió dos años más tarde, de escarlatina.
– ¿Nació en 1925? Si es así, en 1942 sólo tenía diecisiete años, demasiado joven para ser un Sturmbannführer de las SS.
– Así es. Además, según la información que encontré sobre su pasado militar, no estuvo en las SS.
– ¿Qué clase de información?
La mujer bajó la voz y se inclinó hacia él. Gabriel olió el café de la mañana en su aliento.
– Cuando trabajaba en la fiscalía, en muchas ocasiones consultaba expedientes confidenciales de los archivos del Estado. Aún tengo algunos contactos, personas que están dispuestas a ayudarme. Llamé a uno de mis contactos, y dicha persona tuvo la gentileza de fotocopiar la hoja de servicios de Ludwig Vogel en la Wehrmacht.
– ¿En la Wehrmacht?
– Según los archivos estatales, Vogel fue reclutado a finales de 1944, cuando tenía diecinueve años, y enviado a Alemania para servir en la defensa del Reich. Luchó contra los rusos en la batalla de Berlín y consiguió sobrevivir. Durante los últimos días de la guerra, escapó al oeste y se entregó a las tropas norteamericanas. Lo internaron en un centro de detención del ejército norteamericano al sur de Berlín, de donde se fugó para regresar a Austria. El hecho de ser un prisionero fugado no pareció perjudicarlo, porque desde 1945 hasta la firma del tratado de 1955, Vogel fue un empleado de las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Gabriel la miró con viveza.
– ¿Los norteamericanos? ¿Qué trabajo hacía para ellos?
– Comenzó como oficinista en el cuartel general y luego se convirtió en un funcionario de enlace entre los norteamericanos y el recién creado gobierno austriaco.
– ¿Está casado? ¿Tiene hijos?
– Es un solterón empedernido -respondió Hoffmann.
– ¿Alguna vez ha tenido problemas? ¿Alguna irregularidad financiera? ¿Pleitos?
– Sus antecedentes son impecables. Tengo otro amigo en la Staatspolizei. Le pedí que echara una ojeada al expediente de Vogel. No lo encontró, cosa que es francamente notable. Verá, todos los ciudadanos importantes del país tienen un expediente en la Staatspolizei. Pero no es así en el caso de Ludwig Vogel.
– ¿Qué se sabe de sus afinidades políticas?
Renate Hoffmann miró primero en derredor para asegurarse de que estaban solos antes de responderle.
– Le formulé la misma pregunta a algunos amigos que trabajan en los periódicos y revistas de Viena que no están sometidos a la línea fijada por el gobierno. Resultó que Ludwig Vogel es el principal apoyo financiero del Partido Nacional Austriaco. En realidad, prácticamente está financiando él solo toda la campaña de Peter Metzler. -Hizo una pausa para encender un cigarrillo. Le temblaba la mano por el frío-. No sé si ha seguido la campaña; pero, a menos que se produzca un cambio extraordinario en las próximas tres semanas, Peter Metzler será el próximo canciller austriaco.
Gabriel se mantuvo en silencio mientras asimilaba la información que acababa de escuchar. Hoffmann dio un par de caladas al cigarrillo y después lo arrojó a la nieve.
– Me preguntó por qué salimos a caminar en un día de perros como éste, señor Argov. Ahora lo sabe.
Se levantó sin previo aviso y comenzó a caminar. Gabriel la imitó y fue tras ella. «Calma», se dijo. Una teoría interesante, una trama muy prometedora, pero sin una sola prueba concreta y muchísimos detalles exculpatorios. Según los expedientes en el Staatsarchiv, Ludwig Vogel no podía ser el hombre que Max Klein decía.
– ¿Es posible que Vogel supiera que Eli estaba investigando su pasado?
– Es algo que yo también me he preguntado. Supongo que alguien en el Staatsarchiv o la Staatspolizei pudo avisarlo de mis averiguaciones.
– Incluso si Ludwig Vogel es el hombre que Max Klein vio en Auschwitz, ¿qué es lo peor que podría pasarle ahora, sesenta años después de los crímenes?
– ¿En Austria? Muy poco. Cuando se trata de juzgar a los criminales de guerra, el proceder austriaco es vergonzoso. En mi opinión, ha sido el refugio dorado de los criminales de guerra nazis. ¿Alguna vez ha oído mencionar al doctor Heinrich Gross?
Gabriel negó con la cabeza. Heinrich Gross, le explicó la abogada, era un médico de la clínica Spiegelgrund para niños con disminuciones psíquicas. Durante la guerra, la clínica había servido como un centro de eutanasia, el lugar escogido por los nazis para llevar a la práctica su política de erradicar el «genotipo patológico». Allí habían asesinado a casi ochocientos niños. Después de la guerra, Gross continuó ejerciendo para convertirse en un famoso neurólogo pediátrico. Gran parte de sus investigaciones las hizo a partir de los tejidos cerebrales de sus víctimas en la Spiegelgrund, que conservaba en una «biblioteca de cerebros». En 2000, el fiscal federal austriaco decidió que era el momento de llevar a Gross a la justicia. Se le acusó de complicidad en nueve de los asesinatos cometidos en la clínica y fue llevado a juicio.
El juicio duró sólo una hora porque el juez decidió que Gross presentaba síntomas de demencia senil y por lo tanto no estaba en condiciones de defenderse. Suspendió el caso indefinidamente. El doctor Gross se levantó, le sonrió a su abogado y abandonó la sala. En las escalinatas del edificio de los juzgados, habló con los reporteros de su caso. Quedó muy claro que el doctor Gross tenía el control absoluto de sus facultades mentales.
– ¿Qué quiere demostrar con eso?
– A los alemanes les gusta decir que sólo Austria podría convencer al mundo de que Beethoven era austriaco y Hitler alemán. Nos gusta fingir que fuimos la primera víctima de Hitler en lugar de su mejor cómplice. Preferimos no recordar que los austriacos se afiliaron al partido nazi al mismo ritmo que nuestros primos alemanes, o que la presencia austriaca en las SS fue desproporcionadamente alta. Decidimos no recordar que Adolf Eichmann era austriaco, que el ochenta por ciento de sus oficiales eran austriacos, o que el setenta y cinco por ciento de los comandantes de los campos de exterminio eran austriacos. -Renate bajó la voz-. El doctor Gross gozó de la protección de la clase política y judicial austriaca durante décadas. Fue un miembro de prestigio del partido socialdemócrata, e incluso trabajó como forense psiquiátrico en el Ministerio de Justicia. Toda la comunidad médica vienesa conoce el origen de la famosa «biblioteca» de nuestro bondadoso doctor, y todos saben lo que hizo durante la guerra. Un hombre como Ludwig Vogel, incluso si se descubriera su impostura, recibiría el mismo trato. Las posibilidades de que lo llamaran a responder por sus crímenes en Austria son nulas.
– Supongamos que se enteró de la investigación de Eli. ¿Qué podía temer?
– Tan sólo a la momentánea vergüenza de aparecer como un mentiroso.
– ¿Sabe dónde vive?
Renate Hoffmann se metió unos cabellos sueltos bajo el gorro y lo miró con atención.
– No estará pensando en tener una cita con él, ¿verdad, señor Argov? Dadas las circunstancias, sería una ocurrencia descabellada.
– Sólo quiero saber dónde vive.
– Tiene una casa en el primer distrito y otra en el bosque de Viena. Según el registro de la propiedad, también una finca y un chalet en el Tirol.
Gabriel miró a un lado y a otro antes de preguntarle a Renate si podía facilitarle una copia de todos los documentos que había reunido. La mujer desvió la mirada como si hubiese estado esperando la petición.