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– ¡Llame al embajador! ¡Ayude a mi esposa, maldita sea!

– ¿Para quién trabaja?

– ¡Ya sabe para quién trabajo! Ayude a mi esposa. ¡No deje que muera!

– Su vida está en sus manos, señor Allon.

– ¡Ya puede darse por muerto, hijo de puta! Si mi esposa muere esta noche, está muerto. ¿Me oye? ¡Muerto!

La pantalla quedó en blanco. Kruz permaneció inmóvil durante un buen rato, incapaz de apartar la mirada de la pantalla. Finalmente levantó el teléfono y después de apretar el botón que encriptaba la llamada, marcó un número de memoria. Reconoció la voz que lo saludó. No perdieron el tiempo en cortesías.

– Creo que tenemos un problema.

– Dígamelo.

Kruz se lo dijo.

– ¿Por qué no lo detiene? Se encuentra ilegalmente en el país con un pasaporte falso, y es una flagrante violación del acuerdo suscrito entre su servicio y el de él.

– ¿Qué pasará después? ¿Lo entrego a la oficina del fiscal del Estado para que lo lleven a juicio? Algo me dice que podría aprovechar algo así para su propia conveniencia.

– ¿En ese caso qué sugiere?

– Algo un poco más sutil.

– Considere al israelí su problema, Manfred. Resuélvalo.

– ¿Qué hago con Max Klein?

Kruz oyó un clic al otro lado como única respuesta y colgó.

En un tranquilo rincón del barrio de Stephansdom, a la sombra de la torre norte de la catedral, hay una callejuela demasiado angosta para permitir el paso de otra cosa que no sean los peatones. Al final de la callejuela, en la planta baja de un majestuoso edificio barroco, hay una pequeña tienda que sólo vende relojes antiguos de colección. El cartel sobre la puerta es discreto, y las horas de atención al público son imprevisibles. Hay días en que ni siquiera abre. No hay ningún empleado más que el dueño. Un grupo de clientes muy exclusivo lo conoce con el nombre de Herr Gruber. Para otros, es el Relojero.

Herr Gruber era bajo y fornido. Prefería los jerséis y las americanas de mezclilla holgadas, porque las camisas y las corbatas no le sentaban bien. Sólo le quedaban unos pocos mechones de pelo canoso en las sienes. Las cejas eran abundantes y oscuras. Usaba gafas redondas con montura de carey. Sus manos eran más grandes de lo habitual entre las personas de su oficio, pero muy hábiles y expertas.

El taller se veía tan ordenado y limpio como un quirófano.

En el banco de trabajo, en un círculo de luz brillante, había un reloj de pared Neuchatel de doscientos años. La caja de tres piezas, decorada con motivos florales, estaba en perfecto estado, lo mismo que la esfera, esmaltada con números romanos. El Relojero estaba acabando una concienzuda puesta a punto de la maquinaria. La pieza acabada le reportaría casi diez mil dólares. El comprador, un coleccionista de Lyon, esperaba la entrega.

El sonido de la campanilla de la tienda interrumpió su trabajo. Asomó la cabeza y vio una silueta en la acera: un mensajero con la cazadora de cuero que resplandecía con la lluvia como una piel de foca. Sostenía un paquete en una mano. El Relojero le abrió la puerta. El mensajero le entregó el paquete sin decir palabra, subió a la moto y se marchó.

El Relojero cerró la puerta. Se llevó el paquete al taller y lo colocó sobre el banco de trabajo. Lo desenvolvió lentamente -siempre lo hacía casi todo muy lentamente- y levantó la tapa de la caja. En el interior había un reloj Luis XV. Precioso. Desmontó la caja para dejar a la vista la maquinaria. La información y la foto estaban escondidas en el interior. Dedicó unos minutos a leer la información. Luego guardó el documento entre las páginas de un grueso volumen titulado Relojes de péndulo de la época victoriana.

El Luis XV se lo había enviado su mejor cliente. El Relojero no conocía su nombre, sólo que era muy rico y con excelentes relaciones políticas. La mayoría de sus clientes compartían esos dos atributos. No obstante, éste era diferente. Hacía ya un año que le había dado una lista de nombres de personas que vivían en Europa, Oriente Próximo y América del Sur. El Relojero se había ocupado metódicamente de ellos. Había matado a un hombre en Damasco, a otro en El Cairo. Había asesinado a un francés en Burdeos y a un español en Madrid. Había cruzado el Atlántico para acabar con las vidas de dos ricos argentinos. Sólo le quedaba un nombre en la lista: un banquero de Zurich. El Relojero esperaba la señal para actuar. La información que acababa de recibir contenía otro nombre, un poco más cercano de lo que hubiese preferido, pero que no le planteaba ningún problema. Cogió el teléfono y marcó un número.

– Acabo de recibir el reloj. ¿Tiene prisa por la reparación?

– Considérela una reparación de urgencia.

– Hay un recargo para los trabajos urgentes. Supongo que estará dispuesto a pagarlo, ¿no?

– ¿De cuánto es el recargo?

– El cincuenta por ciento de la tarifa habitual.

– ¿Sólo por este trabajo?

– ¿Quiere que lo haga o no?

– Le enviaré la primera mitad por la mañana.

– No, la enviará esta noche.

– Si insiste…

El Relojero colgó el teléfono en el mismo momento en que un centenar de relojes daban las cuatro.

8

VIENA

A Gabriel nunca le habían gustado los cafés vieneses. Había algo en el olor -la mezcla de humo de tabaco rancio, café y licores- que le resultaba desagradable. Además, aunque era una persona callada y tranquila por naturaleza, no le encontraba el encanto a pasarse horas sentado, sin hacer nada más que desperdiciar un tiempo precioso. No leía en público, porque temía que lo acecharan viejos enemigos. Bebía café sólo por las mañanas, para despertarse, y los pasteles demasiado suculentos le sentaban mal. Las charlas ingeniosas lo fastidiaban, y escuchar las conversaciones de otros, sobre todo de los que iban de intelectuales, lo ponía enfermo. El infierno privado de Gabriel era una habitación donde se viera obligado a escuchar una discusión sobre arte entre personas que no sabían absolutamente nada del tema.

Habían pasado más de treinta años desde su última visita al café Central. El café había sido el escenario de la última prueba de su aprendizaje con Shamron, la puerta entre la vida que había llevado antes de entrar en el servicio y el mundo tenebroso donde viviría después. Shamron, al final del período de formación de Gabriel, había preparado una prueba más para comprobar si estaba en condiciones de afrontar su primera misión. Lo habían llevado a medianoche a las afueras de Bruselas, sin documentos ni dinero, y le habían ordenado que se encontrara a la mañana siguiente con un agente en la Leidseplein de Amsterdam. Con el dinero y el pasaporte que le robó a un turista norteamericano consiguió llegar en el tren de la mañana. El agente que lo esperaba no era otro que Shamron. Su mentor le quitó el pasaporte y el dinero, y luego le dijo que debía estar en Viena por la tarde del día siguiente, vestido con otras prendas. Se encontraron en un banco en el Stadtpark y fueron caminando hasta el café Central. En una mesa junto a una de las grandes ventanas, Shamron le dio un billete de avión a Roma y la llave de una taquilla del aeropuerto donde encontraría una Beretta. Dos noches más tarde, en el vestíbulo de un edificio de apartamentos de la Piazza Annabalianio, Gabriel había matado por primera vez.

Entonces, como ahora, llovía cuando Gabriel entró en el café Central. Se sentó en un banco de cuero y desestimó una pila de periódicos y revistas nacionales que había en una pequeña mesa redonda. Pidió un Schlagober, café con nata. Se lo sirvieron en una bandeja de plata junto con un vaso de agua helada. Cogió el primer periódico de la pila, Die Presse. El atentado cometido en Reclamaciones e Investigaciones de Guerra era noticia de primera plana. El ministro de Interior anunciaba que no tardarían en efectuarse las primeras detenciones. Los partidos de derecha reclamaban leyes de inmigración mucho más severas para impedir a los terroristas árabes, y otros elementos indeseables, que cruzaran las fronteras austriacas.