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Gabriel acabó la lectura del primer periódico. Pidió otro Schlagober y abrió una revista llamada Profil. Echó un vistazo al local. Se estaba llenando rápidamente con oficinistas que, acabada la jornada, se tomaban un café o una copa antes de emprender el regreso a sus casas. Pero ninguno se acercaba en lo más mínimo a la descripción de Ludwig Vogel que le había dado Max Klein.

A las cinco, Gabriel se había tomado tres cafés y comenzaba a creer que no vería a Ludwig Vogel. Entonces vio que su camarero se acariciaba las manos con entusiasmo y se balanceaba sobre los pies. Gabriel miró en la misma dirección que el camarero y vio a un caballero de edad que entraba en el local. «Un austriaco de la vieja escuela, si sabe a lo que me refiero, Herr Argov.» «Sí, lo sé», pensó Gabriel. «Buenas tardes, Herr Vogel.»

Tenía el pelo casi blanco, con pronunciadas entradas, y lo llevaba aplastado contra el cráneo. La boca era pequeña y mantenía los labios muy apretados, tensos. Las prendas eran caras y las llevaba con elegancia: abrigo de paño azul, pantalón de franela gris, un blazer cruzado, un pañuelo de cuello color burdeos. El camarero lo ayudó a quitarse el abrigo y luego lo acompañó hasta la mesa, a poco más de un metro de la mesa de Gabriel.

– Un Einspanner, Karl. Nada más.

Una voz de barítono, firme, acostumbrada a dar órdenes. -¿Puedo tentarlo con una porción de Sachertorte? ¿Strudel de manzana? Lo acaban de sacar del horno.

Un pausado movimiento de cabeza, una vez a la izquierda, otra a la derecha.

– Hoy no, Karl. Sólo café.

– Como desee, Herr Vogel.

Vogel se sentó. En aquel mismo instante, dos mesas más allá, también se sentó el guardaespaldas. Klein no le había mencionado la presencia de un guardaespaldas. Quizá no se había dado cuenta, o quizá era algo reciente. Gabriel se obligó a continuar con la lectura de la revista.

La disposición de los asientos distaba mucho de ser la óptima. El azar había querido que Vogel se sentara directamente frente a Gabriel. Un ángulo un poco más oblicuo le hubiera permitido a Gabriel observarlo sin ser descubierto. Por si fuese poco, el guardaespaldas se había sentado detrás de Vogel, y estaba alerta. A juzgar por el bulto en el lado izquierdo de la chaqueta, llevaba una arma. Gabriel pensó por un momento en cambiar de mesa pero desistió porque podría despertar las sospechas de Vogel, así que se conformó con espiarlo de vez en cuando por encima de la revista.

Así estuvieron durante cuarenta y cinco minutos. Gabriel acabó con todos los periódicos y revistas y empezó de nuevo con Die Presse. Pidió un cuarto café. Acabó dándose cuenta al cabo del rato de que a él también lo observaban. Y no era el guardaespaldas, sino el propio Vogel. Cuando el camarero acababa de servirle el café, oyó que Vogel decía:

– Hace muchísimo frío esta noche, Karl. Creo que me tomaré una copa de coñac antes de marcharme.

– Por supuesto, Herr Vogel.

– Y otra para el caballero de aquella mesa, Karl.

Gabriel apartó la mirada del periódico y se encontró con dos pares de ojos que lo observaban: los pequeños y opacos del obsequioso camarero, y los de Vogel, que eran azules e insondables. Su boca pequeña esbozaba una sonrisa fría. Gabriel tardó un momento en reaccionar. Era obvio que Ludwig Vogel disfrutaba con su azoramiento.

– Ya me marchaba -comentó Gabriel en alemán-, pero muchas gracias de todas maneras.

– Como usted quiera. -Vogel miró al camarero-. Ahora que lo pienso, Karl, creo que yo también me marcharé.

Se levantó. Le pagó la consumición al camarero con una generosa propina y luego se acercó a la mesa de Gabriel.

– Lo he invitado a una copa porque he advertido que me miraba. ¿Nos conocemos?

– No, no lo creo -respondió Gabriel-. Si lo estaba mirando, no fue con la intención de molestarlo. Me gusta mirar los rostros de los clientes de los cafés vieneses. -Vaciló un segundo antes de añadir-: Nunca sabes con lo que te puedes encontrar.

– Estoy absolutamente de acuerdo. -Vogel repitió la sonrisa-. ¿Está seguro de que no nos conocemos? Su rostro me resulta muy familiar.

– Sinceramente, lo dudo.

– Es nuevo en el Central -afirmó Vogel-. Vengo aquí todas las tardes. Se podría decir que soy el mejor cliente de Karl. Sé que nunca lo había visto antes por aquí.

– Por lo general tomo el café en el Sperm.

– Ah, el Sperm. Los pasteles no están mal, pero el ruido de los billares me impide concentrarme. Admito que soy un firme partidario del Central. Quizá tengamos la ocasión de vernos de nuevo.

– Quizá -contestó Gabriel.

– Había un hombre mayor que solía venir aquí muy a menudo. Más o menos de mi edad. Teníamos unas conversaciones muy agradables. Hace tiempo que no lo veo. Espero que se encuentre bien. Cuando se es mayor, los desastres ocurren en un santiamén.

Gabriel se encogió de hombros.

– Quizá sencillamente decidió frecuentar otro café.

– Quizá -repitió Vogel. Se despidió amablemente de Gabriel y salió del café. El guardaespaldas lo siguió con mucha discreción. A través de la ventana, Gabriel vio que un Mercedes aparcaba delante de la puerta. Vogel se volvió para mirar a Gabriel antes de subir al coche. Luego se cerró la puerta y el coche se alejó velozmente.

Gabriel pensó durante unos momentos en los detalles del inesperado encuentro. Después pagó los cafés y abandonó el Central. Tenía claro que acababan de darle un aviso. También sabía que su tiempo en Austria estaba acabándose.

El norteamericano fue el último en salir del café Central. Se detuvo un momento en el umbral para subirse el cuello de su abrigo Burberry, dispuesto a hacer todo lo posible para no parecer un espía, mientras observaba cómo el israelí se alejaba por la calle a oscuras. Luego se marchó en la dirección opuesta. Había sido una tarde interesante. Una atrevida jugada por parte de Vogel, pero ése era su estilo.

La embajada estaba en el noveno distrito, un poco lejos, pero el norteamericano decidió que era una noche agradable para caminar. Le gustaba caminar por Viena. Era una ciudad que le agradaba. Siempre había soñado con ser un espía en la ciudad de los espías y había dedicado su juventud a prepararse. Había aprendido alemán en las rodillas de su abuela y había estudiado la política soviética con los mejores especialistas de Harvard. Después de licenciarse, la agencia le había abierto las puertas de par en par. Luego se había derrumbado el imperio y una nueva amenaza había surgido de las arenas de Oriente Próximo. El hecho de saber alemán y tener un título de Harvard no servía de mucho en los nuevos tiempos. Las estrellas de hoy eran los tipos musculosos capaces de sobrevivir a base de orugas y cucarachas y caminar doscientos kilómetros con algún aborigen sin que les saliera ni una ampolla en los pies. A él lo habían enviado a Viena, pero la Viena que lo esperaba había perdido su importancia. Se había convertido en otra aburrida ciudad europea, una vía muerta, un lugar donde acabar plácidamente una carrera.

Agradeció al cielo el caso Vogel. Había animado un poco las cosas, aunque no fuera a durar mucho.

Llegó a la Boltzmanngasse y se detuvo delante de la formidable reja de seguridad. El infante de marina comprobó su identidad y lo dejó pasar. Tenía una tapadera oficial. Trabajaba para el agregado cultural, lo que reforzaba la sensación de que era algo obsoleto. Un espía que trabajaba para el agregado cultural de la embajada en Viena. Típico.