Выбрать главу

Subió en el ascensor hasta el cuarto piso y marcó el código de seguridad para abrir la puerta de la sala donde se hallaba el centro de mando de la estación de la CIA en Viena. Se sentó delante de su ordenador, se conectó y escribió un breve mensaje para el cuartel general. Iba dirigido a un hombre llamado Carter, director delegado de operaciones. Carter detestaba los mensajes largos. Le había ordenado que se centrara en una información concreta. El agente lo había hecho. A Carter no le interesaba en lo más mínimo un detallado relato de sus heroicidades en el café Central. En otro tiempo hubiese sido apasionante. Ahora no.

Escribió cinco palabras -«Abraham está en el juego»- y lo envió al ciberespacio. Esperó la respuesta. Para entretenerse, trabajó en el análisis de las próximas elecciones. Estaba seguro de que nadie se molestaría en leerlo en la séptima planta de Langley, sede de la CIA.

Sonó un pitido. Tenía un mensaje. Lo abrió, y las palabras aparecieron en la pantalla.

«Mantenga vigilado a Elijah.»

El agente se apresuró a escribir otro mensaje.

«¿Qué pasa si Elijah deja la ciudad?»

La respuesta tardó dos minutos.

«Mantenga vigilado a Elijah.»

Apagó el ordenador. Guardó en un cajón el análisis de las elecciones. Estaba de nuevo en el juego, por ahora.

Gabriel pasó lo que quedaba del día en el hospital. Marguerite, la enfermera del turno de noche, entró de servicio una hora después de su llegada. En cuanto el médico acabó su visita, ella le permitió sentarse junto a Eli. Por segunda vez, le recomendó a Gabriel que le hablara y después salió de la habitación para darle unos momentos de intimidad. Gabriel no sabía qué decir, así que acercó los labios a la oreja de Eli y le habló del caso en hebreo: Max Klein, Renate Hoffmann, Ludwig Vogel… Eli yacía inmóvil, con la cabeza vendada, los ojos tapados. Más tarde, en el pasillo, Marguerite le comentó que no se había producido ninguna mejora en el estado de Eli. Gabriel permaneció sentado otra hora en la habitación contigua, sin hacer nada más que mirar a Eli a través del cristal. Después abandonó el hospital y cogió un taxi para ir al hotel.

En su habitación se sentó a la mesa y encendió la lámpara. Sacó del cajón unas cuantas hojas de papel con el membrete del hotel y un lápiz. Cerró los ojos durante unos segundos y recordó a Vogel tal como lo había visto aquella tarde en el café Central.

«¿Está seguro de que no nos conocemos? Su rostro me resulta muy familiar.»

«Sinceramente, lo dudo.»

Gabriel abrió los ojos y comenzó a dibujar. Cinco minutos más tarde, el rostro de Vogel lo miraba desde el papel. ¿Qué aspecto había tenido en la juventud? Hizo un nuevo dibujo con las modificaciones. Más pelo, eliminó las bolsas y las arrugas de los ojos. Suavizó las arrugas de la frente, hizo más firme la piel de las mejillas y la barbilla, borró los profundos surcos que iban desde la base de la nariz a las comisuras de la boca pequeña.

Satisfecho, colocó el nuevo dibujo junto al primero. Comenzó una tercera versión, esta vez con una guerrera de cuello alto y la gorra de las SS. La imagen, cuando acabó de dibujarla, le puso la carne de gallina.

Abrió el expediente que le había dado Renate Hoffmann y leyó el nombre del pueblo donde Vogel tenía su casa de campo. Luego buscó el pueblo en un mapa turístico que había sobre la mesa. Por último, llamó a una agencia de coches de alquiler y reservó uno para la mañana siguiente.

Se llevó los bocetos a la cama y, con la cabeza apoyada en la almohada, observó atentamente las tres versiones del rostro de Vogel. La última, donde aparecía Vogel con el uniforme de las SS, le resultaba vagamente conocida. Tenía la inquietante sensación de que la había visto antes en alguna parte. Al cabo de una hora, se levantó para ir al baño. Quemó los tres bocetos en el mismo orden que los había dibujado: Vogel como un próspero caballero vienés, Vogel cincuenta años más joven, Vogel el asesino de las SS…

9

VIENA

A la mañana siguiente Gabriel fue de compras a la Kärntnerstrasse. El cielo era una cúpula de color azul claro y como de alabastro. Al cruzar la Stephansplatz, casi lo tumbó el viento. Era un viento ártico, de los glaciares y los fiordos de Noruega, fortalecido a su paso por las heladas llanuras de Polonia, y que ahora golpeaba las puertas de Viena como una horda bárbara.

Entró en unos grandes almacenes, consultó el directorio y subió en las escaleras mecánicas hasta la planta de prendas deportivas. Escogió un anorak de esquí de color azul oscuro, un grueso jersey de lana, unos guantes y unas botas de montaña. Pagó la compra y cruzó de nuevo la Kärntnerstrasse con una bolsa de plástico en cada mano y atento a la presencia de cualquiera que lo estuviese siguiendo.

La agencia de alquiler de coches estaba a pocas calles del hotel. Le habían reservado un Opel, de color gris metálico. Cargó las bolsas en los asientos de atrás, firmó el contrato y se marchó. Condujo en círculos durante media hora, alerta a cualquier señal de que lo estuvieran vigilando, y luego cogió la autopista A1 para dirigirse al oeste.

Poco a poco el cielo se fue encapotando hasta que se ocultó el sol. Cuando llegó a Linz, nevaba copiosamente. Se detuvo en una gasolinera, donde se vistió con las prendas que había comprado en Viena y prosiguió viaje hasta Salzburgo.

Llegó a media tarde. Dejó el coche en un aparcamiento y dedicó el resto de la tarde a pasear por las calles y las plazas de la vieja ciudad, como un turista cualquiera. Subió las escaleras hasta la zona conocida como Mönchsberg y admiró la vista de Salzburgo desde el campanario de la iglesia. Después fue a la UniversWitsplaz para ver las obras maestras barrocas de Fischer van Erlach. Al anochecer, regresó al casco antiguo y cenó raviolis a la tirolesa en un restaurante típico, con trofeos de caza en las paredes revestidas de madera oscura.

A las ocho estaba de nuevo al volante del Opel. Abandonó Salzburgo por el este y se adentró en el corazón de la Salzkammergurt. La nevada arreció mientras subía hacia las cumbres. Pasó por un pueblo llamado Hof, en la costa sur del lago Fuschlsee; después, unos pocos kilómetros más allá, llegó al Wolfgandsee. La ciudad que le daba nombre, St. Wolfgang, se alzaba en la orilla opuesta del lago. Apenas si se veía la silueta de la torre de la iglesia de los Peregrinos. Recordó que allí estaba uno de los mejores retablos góticos de Austria.

En el tranquilo pueblo de Zinkenbach giró a la derecha para tomar un angosto camino rural que subía por la pendiente de la montaña. El pueblo se perdió de vista. Había casas a ambos lados, muy separadas las unas de las otras, con los tejados cubiertos de nieve, y con columnas de humo que salían de las chimeneas. Un perro se acercó a la verja de una de las casas para ladrarle.

Cruzó un puente de un solo carril y se detuvo. Se había acabado el camino. Vio un sendero que apenas tenía el ancho de un coche. Se metía en un bosque de abedules. A unos treinta metros más adelante había una verja. Apagó el motor. El silencio del bosque resultaba opresivo.

Sacó una linterna de la guantera y se apeó del vehículo. La valla tenía una altura de metro y medio y estaba hecha de madera. Un cartel avisaba de que la propiedad era privada, que estaba estrictamente prohibido cazar y pasear por la finca y que los infractores podían ser sancionados con multas y penas de cárcel. Gabriel apoyó un pie en el madero del medio, saltó la valla y cayó sobre el espeso manto de nieve al otro lado.

Encendió la linterna y alumbró el sendero. Subía bruscamente y luego se curvaba a la derecha para desaparecer detrás de una pared de abedules. No había huellas de pisadas ni marcas de neumáticos. Gabriel apagó la linterna y esperó unos segundos a que sus ojos se acomodaran a la oscuridad, antes de avanzar pendiente arriba.