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Cinco minutos más tarde llegó a un amplio claro. En la parte más elevada, a unos cien metros, se alzaba la casa, el tradicional chalet alpino, muy amplio, con el techo de pizarra y los aleros salientes. Se detuvo unos segundos, atento a cualquier señal de que hubiesen advertido su presencia. Satisfecho, rodeó el claro sin apartarse de la línea de los árboles. La casa estaba a oscuras; no había ninguna luz en el exterior, ni dentro. Tampoco se veía ningún vehículo.

Se detuvo una vez más, esta vez para considerar si debía cometer un delito en territorio austriaco, o sea} forzar la entrada en la casa. El chalet vacío era una oportunidad de espiar en la vida de Vogel, una ocasión que muy difícilmente se le volvería a presentar. Recordó un sueño recurrente. Tiziano le ofrecía a Gabriel trabajar en una restauración, pero Gabriel le daba largas porque estaba muy atrasado en su trabajo y no tenía tiempo. Entonces Tiziano se sentía ofendido y, furioso, rescindía la oferta. En consecuencia, Gabriel se veía condenado a trabajar en una tela infinita sin la ayuda del maestro.

Comenzó a cruzar el claro. Una mirada de reojo le confirmó lo que ya sabía: estaba dejando un rastro de pisadas muy claras que iban desde el bosque hasta la parte trasera de la casa. A menos que volviera a nevar, sus huellas quedarían allí. «Sigue caminando. Tiziano te espera.»

Llegó a la parte de atrás del chalet. Todo el largo de la pared estaba cubierto con una pila de leña. Al final de la pila había una puerta. Gabriel accionó el pomo. Cerrada, por supuesto. Se quitó los guantes y sacó el trozo de alambre que siempre llevaba en el billetero. Metió la ganzúa por el ojo de la cerradura y la movió suavemente hasta que oyó cómo se accionaba el mecanismo. Luego accionó el pomo y entró.

Encendió la linterna y descubrió que estaba en un pequeño vestidor. Había tres pares de botas de caña alta contra la pared. En el perchero colgaba un abrigo. Gabriel revisó los bolsillos: calderilla y un pañuelo sucio hecho una bola.

Cruzó una arcada y se encontró con una escalera. La subió rápidamente, linterna en mano, hasta que llegó a otra puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió. El rechinar de las bisagras resonó en el silencio de la casa.

Entró en una despensa que tenía el aspecto de haber sido saqueada por un ejército en fuga. Las estanterías estaban absolutamente vacías y cubiertas con una fina capa de polvo. Pasó a la cocina, donde se combinaba lo moderno con lo tradicionaclass="underline" la cocina, el horno, el lavavajillas y el frigorífico de acero inoxidable; las cazuelas eran de hierro y estaban colgadas sobre el hogar. Abrió el frigorífico: una botella de vino blanco hasta la mitad, un trozo de queso cubierto de moho y unos cuantos frascos de condimentos pasados de fecha.

Atravesó el comedor y entró en la sala. Recorrió la habitación con el rayo de luz de la linterna y se detuvo cuando iluminó un escritorio antiguo. Tenía un cajón. Estaba atascado porque la madera se había deformado con el frío. Gabriel tuvo que tirar con tanta fuerza que casi lo arrancó de las guías. Alumbró el interior: unos cuantos bolígrafos y lápices, clips oxidados, papeles y sobres con el membrete de la Danube Valley Trade and Investment, y también con el nombre de Vogel.

Gabriel cerró el cajón e iluminó la superficie de la mesa. En una bandeja de madera había una pila de correspondencia. La revisó en un momento: unas cuantas cartas privadas y copias de documentos comerciales. Estos últimos iban acompañados con notas escritas con una letra muy fina. Cogió todo el montón, lo dobló por la mitad y lo guardó debajo del anorak.

El teléfono tenía una pantalla digital y estaba conectado a un contestador automático. El reloj marcaba una hora errónea. Gabriel levantó la tapa del contestador y quedaron a la vista dos cintas de casete. Sabía por experiencia que los contestadores automáticos nunca borraban del todo las cintas y que a menudo quedaban registradas informaciones muy importantes, fácilmente accesibles para un técnico con el equipo adecuado. Quitó las cintas y se las guardó en el bolsillo. Después de cerrar la tapa, apretó la tecla de rellamada. Sonaron los tonos y en la pantalla apareció el número del teléfono marcado: 5124124. Un número de Viena. Gabriel lo grabó en su memoria.

El siguiente sonido fue una sola nota característica de los teléfonos austriacos, seguido por otra. Antes de que sonara por tercera vez, atendieron la llamada. Una voz de hombre. -Hola, hola… ¿Quién es? ¿Ludwig, eres tú? ¿Quién llama? Gabriel colgó el teléfono.

Subió la escalera principal. ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que el hombre que había atendido la llamada comprendiera su error? ¿Cuánto tardaría en reunir sus fuerzas y montar un contraataque? Gabriel casi oía el tictac del tiempo que corría.

En el rellano había un pequeño vestíbulo con una silla. Junto a la silla había una pila de libros y, sobre los libros, una copa. A cada lado del vestíbulo había una puerta que daba a un dormitorio. Gabriel entró en la habitación de la derecha.

El techo era inclinado, en correspondencia con la inclinación del tejado. Las paredes estaban desnudas excepto por un gran crucifijo colgado encima de la cabecera de la cama deshecha. El reloj despertador, digital, de la mesita de noche repetía la misma hora: 12.00… 12.00… 12.00… Enrollado como una serpiente delante del reloj, había un rosario de cuentas negras. Al pie de la cama había un televisor colocado sobre una mesa rodante. Gabriel pasó el dedo por la pantalla para trazar una línea oscura en el polvo.

No había ningún armario empotrado, sólo un gran ropero.

Gabriel abrió la puerta y alumbró el interior: una pila de jerséis bien doblados y perchas con chaquetas, camisas y pantalones. Abrió uno de los cajones. Dentro había un joyero con forro de fieltro: unos gemelos manchados, anillos de sello, un viejo reloj con la pulsera de cuero negro agrietada. Miró la tapa posterior del reloj. Había una dedicatoria: «Para Erich, con todo mi amor, Monica.» Cogió un anillo de oro con un sello donde aparecía una águila. También tenía una dedicatoria grabada en la parte interior: «Bien hecho, 1005. Heinrich.» Gabriel se guardó el anillo y el reloj en el bolsillo.

Salió del dormitorio y se detuvo un momento en el vestíbulo. Una rápida mirada por la ventana bastó para indicarle que no había ningún movimiento en el exterior. Entró en el segundo dormitorio. La esencia de rosas y de lavanda impregnaba el aire. Una alfombra de color claro cubría el suelo, y en la cama había un edredón estampado. El ropero era idéntico al del otro dormitorio, con la única diferencia de que tenía un espejo de cuerpo entero en la puerta. En el interior había prendas femeninas. Renate Hoffmann le había dicho que Vogel era soltero. ¿De quién eran esas prendas?

Gabriel se acercó a la mesa de noche. Había un ejemplar de la Biblia encuadernado en cuero sobre un tapete de encaje. Lo cogió por el lomo y lo sacudió con violencia. Una fotografía cayó al suelo. Gabriel la levantó. La foto mostraba a una mujer, a un adolescente y a un hombre de mediana edad, sentados en una manta, en un prado alpino, en pleno verano. Sonreían a la cámara. La mujer apoyaba un brazo en los hombros del hombre. Aunque había sido tomada hacía treinta o cuarenta años, no había ninguna duda de que el hombre era Ludwig Vogel. ¿Quién era la mujer? «Para Erich con todo mi amor, Monica.» El chico, apuesto y bien vestido, le resultó extrañamente familiar.

Oyó un sonido en el exterior, un rumor sordo, y se acercó rápidamente a la ventana. Entreabrió la cortina y vio las luces de unos faros que subían lentamente por el camino del bosque.

Gabriel se guardó la foto en el bolsillo y bajó los escalones de dos en dos. Los faros del vehículo ya alumbraban el interior de la sala. Recorrió el camino a la inversa -a través de la cocina, la despensa, la escalera- hasta que llegó de nuevo al vestidor. Oyó pisadas en la planta baja; alguien había entrado en la casa. Abrió la puerta, salió y luego la cerró sin hacer el más mínimo ruido.