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Caminó alrededor de la casa, sin apartarse de las paredes, para aprovechar la sombra de los aleros. El vehículo, un todoterreno, estaba aparcado a pocos metros de la puerta principal. Los faros estaban encendidos y la puerta del conductor abierta. El sonido de la alarma se oía con toda claridad. Las llaves estaban puestas. Se acercó sigilosamente al vehículo, sacó las llaves y las arrojó con todas sus fuerzas hacia el bosque.

Cruzó el claro y comenzó a bajar la pendiente. Sus pies, calzados con las pesadas botas, se hundían en el espeso manto de nieve blanda. El aire helado le martirizaba la garganta. Cuando llegó al último recodo, vio que habían abierto la valla. Un hombre junto a su coche iluminaba el interior con una linterna.

A Gabriel no le asustaba enfrentarse a un solo hombre. Dos hubiese sido otra cosa. Decidió pasar a la ofensiva, antes de que el que estaba en la casa bajara.

– ¡Eh, usted! -gritó en alemán-. ¿Qué está haciendo con mi coche?

El hombre se volvió para alumbrar a Gabriel con la linterna. No hizo ningún movimiento que pudiera sugerir que buscaba una arma. Gabriel continuó corriendo, fiel a su personaje de conductor indignado. Luego sacó la linterna del bolsillo y descargó un golpe contra el rostro del hombre.

El desconocido levantó el brazo, y esto absorbió el impacto. Gabriel soltó la linterna al tiempo que le daba un tremendo puntapié detrás de la rodilla. El hombre soltó un aullido. Luego lanzó un puñetazo a ciegas que Gabriel esquivó sin problemas. Su oponente era unos quince centímetros más alto que él y pesaba como mínimo unos veinticinco kilos más. Si las cosas degeneraban en un combate de lucha libre, el resultado sería incierto.

El hombre repitió el ataque, lanzó un directo que no alcanzó a tocar la barbilla de Gabriel. El impulso hizo que perdiera el equilibrio y acabara inclinado hacia la izquierda y con el brazo derecho hacia abajo. Gabriel le sujetó el brazo y avanzó. Con un codo le dio dos golpes en la mejilla, con la precaución de no descargar los codazos en la zona mortal, delante de la oreja. Su rival se desplomó en la nieve, aturdido. Gabriel lo golpeó en la cabeza con la linterna y lo dejó inconsciente.

Miró a su espalda y no vio a nadie que bajara por el sendero. Abrió la cremallera del anorak del desconocido y buscó la cartera. La encontró en uno de los bolsillos interiores. Contenía una placa. El nombre no le interesó; la organización a la que pertenecía sí. El hombre que yacía inconsciente en la nieve era un agente de la Staatspolizei.

Continuó buscando en los bolsillos. Encontró una libreta con tapas de cuero. En la primera página, escrita en letras mayúsculas que parecían trazadas por un niño, estaba la matrícula del coche de alquiler de Gabriel.

10

VIENA

Gabriel regresó a Viena y la mañana siguiente hizo dos llamadas telefónicas. La primera a un teléfono de la embajada israelí. Se identificó como Kluge, uno de sus muchos nombres en código, y dijo que llamaba para confirmar una cita con el señor Rubin, de la sección consular. Al cabo de unos momentos su interlocutor le preguntó:

– ¿Sabe dónde está el Opempassage?

Gabriel respondió, un tanto irritado, afirmativamente. El Opernpassage era una lóbrega galería comercial debajo de la Karlsplatz.

– Entre en la galería por la entrada norte -añadió la voz-. Más o menos por la mitad, a su derecha, verá una sombrerería. Pase por delante de la tienda a las diez en punto.

Gabriel se despidió y después marcó el número del apartamento de Max Klein. No hubo respuesta. Colgó y se preguntó por un instante dónde podría estar el anciano.

Disponía de noventa minutos antes de su encuentro. Decidió aprovechar el tiempo y deshacerse del coche de alquiler. Había que hacerlo con cuidado. Gabriel se había apoderado de la libreta del policía. Si por alguna casualidad el agente de la Staatspolizei había recordado el número de la matrícula después de recuperar el conocimiento, sólo habrían tardado unos minutos en seguir el rastro del coche hasta la agencia de Viena y luego hasta un israelí llamado Gideon Argov.

Gabriel cruzó el Danubio y condujo por la zona del moderno complejo de oficinas de las Naciones Unidas, en busca de una plaza de aparcamiento en la calle. Encontró una, a unos cinco minutos a pie de la estación de metro, y aparcó. Luego abrió el capó y aflojó los bornes de la batería. Se sentó de nuevo al volante y dio al contacto. Satisfecho al comprobar que el coche no arrancaba, cerró el capó y se marchó.

Desde una cabina de teléfono de la estación llamó a la agencia para comunicarles que el Opel había sufrido una avería y que debían ir a recogerlo. Se mostró indignado, y el empleado se deshizo en disculpas. No había nada en la voz del hombre que le hiciera sospechar que la policía se había puesto en contacto con la agencia como parte de sus investigaciones por un robo cometido la noche anterior en la Salzkammergut.

Gabriel colgó en el momento en que llegaba un tren y subió al último vagón. Quince minutos después entró en el Opernpassage por la entrada norte, tal como le había dicho el hombre de la embajada. La galería estaba abarrotada con los viajeros que salían de la estación de Karlsplatz, y el aire olía a comida rancia y tabaco. Un albanés con pinta de drogadicto le pidió un euro para comprar comida. Gabriel pasó a su lado sin hacerle caso y siguió su camino hacia la sombrerería.

El hombre de la embajada salía de la tienda cuando Gabriel se acercó. Rubio y de ojos azules, vestía una gabardina y bufanda bien ajustada al cuello. En la mano derecha llevaba una bolsa con el nombre de la sombrerería. Se conocían. Se llamaba Ben-Avraham.

Caminaron a la par, hacia el otro extremo de la galería. Gabriel le pasó el sobre con todo el material que había reunido desde su llegada a Austria: el informe que le había entregado Renate Hoffmann, el reloj y el anillo robados del armario de Ludwig Vogel, la fotografía escondida en la Biblia. Ben-Avraham metió el sobre en la bolsa.

– Envíalo a casa -dijo Gabriel-. Urgente. Ben-Avraham asintió.

– ¿Quién lo recibirá en el bulevar Rey Saúl?

– No va allí.

El correo enarcó las cejas.

– Ya conoces las reglas. Todo tiene que pasar por el cuartel general.

– Esto no. -Gabriel señaló la bolsa-. Esto es para el viejo. Llegaron al final de la galería. Gabriel dio media vuelta.

Ben-Avraham lo siguió. Gabriel sabía qué estaba pensando. ¿Debía saltarse las normas y arriesgarse a las iras de Lev, para quien las normas eran sagradas, o hacerle un pequeño favor a Gabriel Allon y Ari Shamron? Las dudas del correo no tardaron en resolverse. Gabriel ya lo sabía. Lev no era de las personas que inspiraban la lealtad de sus tropas. Lev era el hombre del momento, pero Shamron era el Memuneh y el Memuneh era eterno.

Gabriel despidió a Ben-Avraham con una mirada. Se pasó diez minutos recorriendo la galería, alerta a cualquier señal de vigilancia, antes de salir a la calle. Desde una cabina, llamó de nuevo a Max Klein. Tampoco esta vez hubo respuesta.

Cogió el tranvía que rodeaba el centro para ir al segundo distrito. Tardó un par de minutos en encontrar la dirección de Klein. En el vestíbulo, llamó al timbre del apartamento, pero nadie respondió. La portera, una mujer de mediana edad con una bata estampada, asomó la cabeza por la puerta de su apartamento y lo miró con desconfianza.

– ¿A quién busca?

Gabriel se lo dijo.

– Por la mañana acostumbra a ir a la sinagoga. ¿Ha pasado por allí?

El barrio judío estaba al otro lado del canal Danubio, un paseo de unos diez minutos. Como siempre, la sinagoga estaba vigilada. Gabriel, a pesar de su pasaporte, tuvo que pasar por el detector de metales antes de ser admitido. Cogió una kippah del canasto y se cubrió la cabeza antes de entrar. Unos pocos hombres mayores rezaban cerca del nimah. Ninguno de ellos era Max Klein. En el vestíbulo le preguntó al guardia si aquella mañana había visto al anciano. El guardia jurado negó con la cabeza y le sugirió que fuera al local de la comunidad.