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Gabriel entró en el edificio vecino, donde lo atendió una judía rusa llamada Natalia.

– Sí -le dijo-. Max Klein a menudo pasa las mañanas en el centro, pero hoy no ha venido.

– Algunas veces, los mayores suelen ir al café Schottenring -añadió-. Está en esta misma calle. En el número diecinueve. Quizá lo encuentre allí.

Había un grupo de viejos judíos vieneses que tomaban café en el Schottenring, pero allí tampoco estaba Klein. Gabriel preguntó si lo habían visto en algún momento de la mañana, y seis cabezas grises se menearon al unísono.

Frustrado, cruzó de nuevo el canal para dirigirse al edificio de apartamentos de Klein. Tocó el timbre y de nuevo nadie respondió. Llamó a la portería. En cuanto vio a Gabriel, en el rostro de la mujer apareció una expresión grave.

– Espere un momento. Vaya buscar la llave.

La portera abrió la puerta del apartamento y, antes de entrar, llamó a Klein a viva voz. Al no obtener respuesta, entraron. Las cortinas estaban echadas y la sala a oscuras.

– ¿Herr Klein? -repitió la portera-. ¿Está en casa? ¿Herr Klein?

Gabriel abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza. La cena de Max Klein estaba servida en la mesa, sin tocar. Caminó por el pasillo y se detuvo un instante para mirar en el cuarto de baño. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Llamó unas cuantas veces con el puño y gritó el nombre de Klein. Silencio.

La portera apareció a su lado. Se miraron el uno al otro. La mujer asintió. Gabriel sujetó el pomo con las dos manos y golpeó la puerta con el hombro. La cerradura cedió y la puerta se abrió con tanta rapidez que Gabriel casi perdió el equilibrio.

Allí, como en la sala, las cortinas estaban echadas. Gabriel deslizó la mano por la pared hasta que dio con el interruptor. La pequeña lámpara de la mesita de noche proyectó un cono de luz sobre el cuerpo tendido en la cama.

La portera soltó una exclamación.

Gabriel se acercó a la cama. Max Klein tenía la cabeza cubierta con una bolsa de plástico transparente, y un cordón dorado alrededor del cuello. Los ojos del viejo miraban a Gabriel a través del plástico.

– Llamaré a la policía -dijo la portera.

Gabriel se sentó a los pies de la cama y se tapó el rostro con las manos.

Los primeros agentes tardaron veinte minutos en llegar. Su aparente falta de interés sugería que consideraban la muerte de Klein un suicidio. Esto beneficiaba a Gabriel, porque la sospecha de un asesinato hubiese cambiado radicalmente las cosas. Fue interrogado dos veces, primero por los agentes de uniforme que habían recibido el aviso, y luego por un detective de la Staatspolizei llamado Greiner. Gabriel le dijo que se llamaba Gideon Argov y que trabajaba en la delegación de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra en Jerusalén. El motivo de su presencia en Viena era estar con su amigo Eli Lavon, que había sido víctima de un atentado. Max Klein era un viejo amigo de su padre, el cual le había sugerido que visitara a Klein para ver cómo le iba. No mencionó el encuentro con Klein dos noches antes, ni tampoco comentó nada de las sospechas de Klein referentes a Ludwig Vogel. Miraron su pasaporte y la tarjeta de visita. Tomaron nota de los teléfonos en sus pequeñas libretas negras. Le dieron el pésame. La portera preparó té. Todo muy cortés.

Poco después del mediodía, aparecieron dos camilleros para llevarse el cadáver. El detective le dio a Gabriel una de sus tarjetas y le dijo que podía marcharse. Gabriel salió. a la calle, dio la vuelta en la esquina y se metió en el primer callejón que encontró. Se apoyó en la pared, sucia de hollín, y cerró los ojos. ¿Un suicidio? No, aquel hombre, que había sobrevivido a los horrores de Auschwitz, no se había suicidado. Lo habían asesinado, y Gabriel no podía evitar sentirse en parte responsable. Había sido un idiota al dejar a Klein sin protección.

Emprendió el camino de regreso al hotel. Las imágenes del caso desfilaban por su mente como los fragmentos de una pintura inacabada: Eli Lavon en el hospital, Ludwig Vogel en el café Central, el policía en la Salzkammegurt, Max Klein muerto en su cama con una bolsa de plástico en la cabeza. Cada incidente era como otra pesa en el mismo platillo de la balanza. Gabriel sospechaba que él sería la víctima que acabaría por desequilibrada. Había llegado el momento de marcharse de Austria ahora que aún podía.

Entró en el hotel y pidió en recepción que le prepararan la cuenta, luego subió la escalera para ir a su habitación. La puerta, a pesar del cartel de No molestar colgado del pomo, estaba abierta y oyó voces en el interior. La abrió del todo con las puntas de los dedos. Dos hombres vestidos de paisano estaban quitando el colchón de la cama. Un tercero, evidentemente el jefe, estaba sentado en una butaca y miraba a los otros dos con una expresión de total aburrimiento. Al ver a Gabriel en el umbral, se levantó lentamente y se puso brazos en jarras. Acababan de añadir la última pesa en el platillo.

– Buenas tardes, Allon -dijo Manfred Kruz.

11

VIENA

– Si está considerando la posibilidad de escapar, encontrará todas las salidas vigiladas y a un gigantón al pie de la escalera que disfrutará con la oportunidad de detenerlo. -Kruz mantenía el cuerpo un tanto de perfil, como un luchador de esgrima, y miraba a Gabriel por encima del hombro. Levantó una mano como quien pide calma y tranquilidad-. No es necesario que nos pongamos nerviosos. Pase y cierre la puerta.

La voz era la misma, cortés y con una calma anormal, del empleado de una casa de pompas fúnebres que ayuda a un deudo lloroso a seleccionar un ataúd. Había envejecido en los trece años transcurridos desde el primer encuentro -tenía unas cuantas arrugas más alrededor de la boca y los ojos, y había ganado unos kilos- y, a juzgar por el corte y la calidad del traje y la actitud arrogante, lo habían ascendido. Gabriel no apartó la mirada de los ojos oscuros de Kruz. Notaba la presencia de otro hombre detrás. Entró en la habitación y cerró la puerta con un movimiento rápido y decidido. Oyó un golpe seguido por una maldición en alemán. Kruz levantó la mano de nuevo. Esta vez era una orden para que Gabriel se detuviera.

– ¿Va armado?

Gabriel negó con la cabeza, con un gesto de cansancio.

– ¿Le importa si lo compruebo? -preguntó Kruz-. Me sentiré más tranquilo habida cuenta de su reputación.

Gabriel levantó las manos por encima de los hombros. El agente que había recibido el portazo en el pasillo entró en la habitación y se encargó del cacheo. Fue muy profesional y concienzudo. Empezó por el cuello y acabó en los tobillos. Kruz pareció decepcionado por el fracaso.

– Quítese la chaqueta y vacíe los bolsillos.

Gabriel titubeó un momento, y el agente le propinó un doloroso golpe en los riñones. Se quitó la chaqueta y se la entregó a Kruz, que revisó los bolsillos y palpó el forro por si había algún bolsillo secreto.

– Vacíe los bolsillos del pantalón.

Gabriel obedeció. Dejó sobre la mesa unas cuantas monedas y el billete del tranvía. Kruz miró a los dos agentes que sostenían el colchón y les ordenó que volvieran a montar la cama.

– El señor Allon es un profesional -comentó-. No encontraremos nada.

Los agentes dejaron caer el colchón sobre la cama. Kruz los despidió con un gesto. Se sentó de nuevo en la silla, junto a la mesa, y señaló la cama.

– Póngase cómodo.

Gabriel permaneció de pie.

– ¿Cuánto tiempo lleva en Viena?

– Dígamelo usted.

Kruz aceptó el cumplido profesional con una sonrisa.

– Llegó anteanoche, en un vuelo desde el aeropuerto Ben-Gurion. Se registró en este hotel y fue al hospital General de Viena, donde pasó varias horas con su amigo Eli Lavon.

Gabriel se preguntó cuánto más sabría Kruz de sus actividades en Viena. ¿Estaba al corriente de sus reuniones con Max Klein y Renate Hoffmann? ¿De su encuentro con Ludwig Vogel en el café Central y su excursión a la Salzkammergut? Si Kruz sabía más cosas, no lo diría. No era de los que enseñaban sus cartas sin un buen motivo. Gabriel se imaginó que sería un jugador frío e impasible.

– ¿Por qué no me arrestó antes?

– Tampoco lo arresto ahora. -Kruz encendió un cigarrillo-. Estábamos dispuestos a pasar por alto la violación de nuestro acuerdo porque supusimos que había venido a Viena para estar junto a su amigo herido. Sin embargo, no tardó en ser evidente que pretendía realizar una investigación privada del atentado. Por razones obvias, es algo que no puedo permitir.