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– ¿Cuándo ha llegado eso? -preguntó.

– Esta mañana.

– ¿Por qué tenemos un ordenador nuevo?

– Porque tú compraste el viejo cuando los Habsburgo todavía reinaban en Austria.

– ¿Yo he autorizado la compra de un ordenador nuevo?

La pregunta no era un reproche. Las muchachas se encargaban de la administración. Le ponían los papeles delante de las narices, y él solía firmarlos sin mirar.

– No, Eli, tú no aprobaste la compra. Mi padre ha pagado el ordenador.

– Tu padre es un hombre muy generoso. -Lavon sonrió-. Por favor, dale las gracias de mi parte.

Las muchachas continuaron con su discusión. Como de costumbre, ganó Sarah. Reveka escribió la lista y amenazó con prenderla a la manga del abrigo con un alfiler. En cambio, se la metió en el bolsillo y le dio un empujoncito para que se pusiera en marcha.

– No te pares a tomar un café -le advirtió-. Estamos hambrientas.

Salir de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra era tan difícil como entrar. Lavon tecleó la combinación en el panel instalado junto a la puerta. Cuando sonó el timbre, abrió la puerta interior y entró en la cámara de seguridad. La puerta exterior no se abriría hasta que la interior no hubiese permanecido cerrada durante diez segundos. Lavon apoyó la frente en el cristal blindado y miró al exterior.

En la acera opuesta, oculta en las sombras a la entrada de un callejón, había una figura fornida con un sombrero de ala ancha y un impermeable. Eli Lavon era incapaz de caminar por las calles de Viena, o cualquier otra ciudad del mundo, sin cumplir el ritual de vigilar si lo seguían y de recordar los rostros que aparecían demasiadas veces en muchas situaciones dispares. Era una deformación profesional. Incluso a aquella distancia y con tan poca luz, sabía que había visto esa figura varias veces durante los últimos días.

Buscó en su memoria, casi como un bibliotecario busca en sus ficheros, hasta que lo encontró. Sí, ahí estaba. «Hace dos días, en la Judenplatz. Eras tú quien me seguía después de tomar un café con aquel reportero norteamericano.» Buscó de nuevo y encontró una segunda referencia. La ventana de un bar en la Sterngasse. El mismo hombre, sin el sombrero, que miraba tranquilamente a través del cristal con una cerveza en la mano mientras Lavon caminaba bajo el azote de un diluvio después de un día agobiante en el despacho. Tardó un poco más en localizar la tercera vez, pero ahí estaba. El tranvía número 2, en la hora punta de la tarde. Lavon estaba aplastado contra las puertas por un vienés de rostro rubicundo que olía a salchichas y aguardiente de melocotón. El tipo del sombrero se las ha apañado para encontrar un asiento y se limpia tranquilamente las uñas con una punta del billete. Lavon pensó en aquel momento que parecía un hombre que disfrutaba limpiando cosas. Quizá se ganaba la vida limpiándolas.

Lavon se volvió para apretar el botón del intercomunicador. Ninguna respuesta. «Venga, chicas.» Lo apretó de nuevo y miró de reojo hacia el hombre del sombrero y el impermeable. Había desaparecido.

Una voz sonó en el aparato. Reveka.

– ¿Ya has perdido 1a lista Eli?

Lavon apretó el botón con el pulgar.

– ¡Salid! ¡De prisa!

Unos segundos más tarde, Lavon oyó el ruido de las pisadas en el pasillo. Las muchachas aparecieron ante él, separadas por la puerta de cristal. Reveka marcó el código sin perder la calma. Sarah permaneció a su lado en silencio, con la mirada fija en Lavon y una mano apoyada en el cristal.

Lavon no recordó haber oído la explosión. Reveka y Sarah fueron engullidas por una bola de fuego, y después fueron arrastradas por la onda expansiva. La puerta reventó hacia afuera. Lavon se vio levantado como una pluma, con los brazos abiertos, la espalda arqueada como un gimnasta. Su vuelo fue como un sueño. Dio una voltereta tras otra. No recordaba el impacto. Sólo sabía que estaba tendido de espaldas en la nieve, bajo una lluvia de cristales rotos.

– Mis chicas -susurró mientras se hundía lentamente en la oscuridad-. Mis hermosas chicas.

2

VENECIA

Era una pequeña iglesia de ladrillo, construida para una humilde parroquia en el sestiere de Cannaregio. El restaurador se detuvo en la entrada lateral, debajo de un rosetón hermosamente proporcionado, y sacó un juego de llaves de un bolsillo de su impermeable. Abrió la puerta de roble tachonada y entró. Una bocanada de aire frío, húmedo y con olor a cera le acarició la mejilla. Permaneció inmóvil bajo aquella media luz durante un momento, y luego cruzó la recogida nave, con planta de cruz griega, para ir a la pequeña capilla de san Jerónimo, en el lado derecho del templo.

El andar del restaurador era suave y aparentemente sin esfuerzo. La leve curvatura de sus piernas sugería rapidez y paso seguro. El rostro era largo y afilado en la barbilla, con una nariz delgada que parecía como tallada en madera. Los pómulos eran anchos, y había un rastro de las estepas rusas en sus inquietos ojos verdes. El pelo negro, muy corto, estaba salpicado de canas en las sienes. Era un rostro que podía ser de muchas nacionalidades, y el restaurador poseía un amplio repertorio idiomático para darle buen uso. En Venecia se le conocía como Mario Delvecchio. No. era su verdadero nombre.

El retablo estaba oculto detrás de un andamio cubierto con una lona. El restaurador escaló por los tubos de aluminio silenciosamente. La plataforma de trabajo conservaba el mismo orden en que la había dejado la tarde anterior: los pinceles y la paleta, los pigmentos y el aceite. Encendió los fluorescentes. La pintura, el último de los grandes retablos de Giovanni Bellini, resplandeció bajo la fuerte luz. En el lado izquierdo de la imagen estaba san Cristóbal con el Niño Jesús sobre sus hombros. En el derecho aparecía san Luis de Tolosa, con el báculo en una mano, la mitra de obispo en la cabeza y los hombros cubiertos con una capa de brocado rojo y oro. Encima del grupo, en un segundo plano, en paralelo, se encontraba san Jerónimo sentado ante el libro de los salmos, enmarcado por un vibrante cielo azul salpicado de nubes de un color entre ocre y gris. Cada santo estaba separado del otro, solo ante Dios. Aquel aislamiento tan absoluto era casi doloroso de observar. Se trataba de una obra asombrosa para un hombre que ya era octogenario.

El restaurador permaneció inmóvil delante del imponente panel, como una cuarta figura pintada por la mano experta de Bellini, y dejó que su mente se perdiera en el paisaje. Después de un momento, echó una pequeña cantidad de aceite Mowolith 20 en la paleta, añadió el pigmento y después diluyó la mezcla con trementina hasta que consiguió la consistencia y la intensidad deseadas.

Miró de nuevo la pintura. La calidez y la fuerza de los colores había hecho que Raimond Van Marle, el historiador del arte, llegara a la conclusión de que era evidente la mano de Tiziano. El restaurador creía que Van Marle, con el debido respeto, estaba muy equivocado. Había restaurado obras de ambos artistas y conocía sus pinceladas como las arrugas alrededor de sus ojos. El retablo en la iglesia de San Giovanni Crisóstomo era de Bellini, única y exclusivamente. Además, en el momento en que fue pintado, Tiziano intentaba desesperadamente reemplazar a Bellini como el pintor más importante de Venecia. El restaurador dudaba sinceramente que Giovanni Bellini hubiese invitado al joven e impetuoso Tiziano a que lo ayudara en un trabajo de tanta importancia. Van Marle, si hubiese estudiado el tema más a fondo, se podría haber evitado la vergüenza de emitir una opinión ridícula.