– ¿Cuánto tiempo lleva en Viena?
– Dígamelo usted.
Kruz aceptó el cumplido profesional con una sonrisa.
– Llegó anteanoche, en un vuelo desde el aeropuerto Ben-Gurion. Se registró en este hotel y fue al hospital General de Viena, donde pasó varias horas con su amigo Eli Lavon.
Gabriel se preguntó cuánto más sabría Kruz de sus actividades en Viena. ¿Estaba al corriente de sus reuniones con Max Klein y Renate Hoffmann? ¿De su encuentro con Ludwig Vogel en el café Central y su excursión a la Salzkammergut? Si Kruz sabía más cosas, no lo diría. No era de los que enseñaban sus cartas sin un buen motivo. Gabriel se imaginó que sería un jugador frío e impasible.
– ¿Por qué no me arrestó antes?
– Tampoco lo arresto ahora. -Kruz encendió un cigarrillo-. Estábamos dispuestos a pasar por alto la violación de nuestro acuerdo porque supusimos que había venido a Viena para estar junto a su amigo herido. Sin embargo, no tardó en ser evidente que pretendía realizar una investigación privada del atentado. Por razones obvias, es algo que no puedo permitir.
– Sí, por razones obvias -afirmó Gabriel.
Kruz dedicó un momento a mirar las volutas del humo del cigarrillo.
– Teníamos un acuerdo, señor Allon. Bajo ninguna circunstancia podía regresar a este país. No es bienvenido. Se supone que no debe estar aquí. No me importa si está desesperado por su amigo Eli Lavon. Ésta es nuestra investigación, y no necesitamos su ayuda ni la de su servicio. -Kruz consultó su reloj-. Hay un vuelo de El Al que sale dentro de tres horas. Subirá a ese avión. Le haré compañía mientras hace las maletas.
Gabriel echó una ojeada a las prendas tiradas por el suelo.
Levantó la tapa de la maleta y vio que habían arrancado el forro. Kruz se encogió de hombros como si dijera: «¿Qué esperaba?» Gabriel comenzó a recoger las prendas. Kruz permaneció junto a la ventana y fumó en silencio hasta que finalmente preguntó:
– ¿Está viva?
Gabriel se volvió lentamente y fijó la mirada en los ojos oscuros del policía.
– ¿Se refiere usted a mi esposa?
– Sí.
Gabriel sacudió la cabeza.
– No hable de mi esposa, Kruz.
– No comenzará de nuevo con sus amenazas, ¿verdad, Allon? -Kruz le dedicó una sonrisa lúgubre-. Cada vez me siento más tentado de ponerlo bajo custodia para realizar un interrogatorio más exhaustivo sobre sus actividades en Viena.
Gabriel no respondió. Kruz aplastó la colilla.
– Acabe con las maletas, Allon. No querrá perderse el vuelo…
SEGUNDA PARTE. La sala de los nombres
12
Las luces del aeropuerto Ben-Gurion salpicaban la oscuridad. Gabriel apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y contempló cómo la pista subía lentamente hacia él. El cemento brillaba como el cristal con la fuerte lluvia. En cuanto el avión se detuvo, Gabriel vio al hombre del cuartel general, que se protegía de la lluvia con un paraguas al pie de la escalerilla. Se aseguró de ser el último pasajero en abandonar el aparato.
Entraron en la terminal por una puerta de uso exclusivo para los altos funcionarios del gobierno y los dignatarios de visita. El hombre del cuartel general era un discípulo de Lev, otro tecnócrata de salón que consideraba a los agentes de campo meros objetos que sólo servían para ser manipulados por seres superiores. Gabriel caminó un paso por delante del hombre de Lev.
– El jefe quiere verte.
– No me cabe duda, pero no he dormido en dos días y estoy cansado.
– Al jefe no le importa si estás cansado. ¿Quién demonios te crees que eres, Allon?
A Gabriel, incluso en el santuario del aeropuerto Ben-Gurion, no le hizo ninguna gracia que utilizaran su verdadero nombre. Se dio la vuelta. El hombre del cuartel general levantó las manos en señal de rendición. Gabriel le dio la espalda y continuó su marcha. El emisario tuvo la sensatez de no seguirlo.
Fuera llovía a cántaros. Era cosa de Lev, seguro. Gabriel buscó refugio debajo de la marquesina de la parada de taxis. No tenía casa en Israel; el servicio era su único hogar. Por lo general, se alojaba en un piso franco o en la casa de Shamron en Tiberias.
Un Peugeot se acercó al bordillo. El peso del blindaje hacía que la carrocería estuviera a sólo un palmo del pavimento a pesar de la suspensión reforzada. Se detuvo delante de Gabriel, al tiempo que se bajaba el cristal blindado de la puerta trasera. Gabriel olió el fuerte aroma a tabaco turco. Luego vio la mano, con las manchas marrones y las venas azules a flor de piel, que lo invitaba a subir con un movimiento cansino.
El coche arrancó incluso antes de que Gabriel pudiera cerrar la puerta. Shamron no era de los que se demoraban. Aplastó la colilla como un gesto de cortesía hacia Gabriel y mantuvo las ventanillas bajadas durante unos segundos para que se fuera el humo. En cuanto las cerró, Gabriel le habló de la recepción hostil de Lev. En los primeros momentos habló con Shamron en inglés; luego, al recordar dónde estaba, cambió al hebreo.
– Al parecer, quiere hablar conmigo.
– Sí, lo sé -dijo Shamron-. También quiere verme a mí.
– ¿Cómo se enteró de lo de Viena?
– Manfred Kruz hizo una visita de cortesía a la embajada después de tu deportación y montó un escándalo. Me ha comentado que no fue nada agradable. El ministro de Asuntos Exteriores está furioso, y todos los jefes del servicio piden mi cabeza… y la tuya.
– ¿Qué pueden hacerme a mí?
– Nada, y por eso eres mi cómplice perfecto; eso y tus talentos naturales, por supuesto.
El coche entró en la autopista. Gabriel se preguntó si se dirigían a Jerusalén, pero estaba demasiado cansado para preocuparse. No tardaron mucho en llegar a las montañas. El coche se llenó con el perfume de los eucaliptos y los pinos. Gabriel miró a través de la ventanilla salpicada por la lluvia e intentó recordar la última vez que había estado en su país. Había sido después de matar a Tariq al-Hourani. Había pasado un mes en un piso franco junto a las murallas de la ciudad vieja, convaleciente de una herida de bala en el pecho. Habían pasado más de tres años. Comprendió que los lazos que lo unían a este lugar eran cada vez más débiles. Se preguntó si él, como Francesco Tiepolo, moriría en Venecia y sufriría la indignidad de ser sepultado en tierra firme.
– Algo me dice que Lev y el ministro se sentirán un poco menos enojados conmigo cuando sepan lo que hay aquí dentro. -Shamron le enseñó un sobre-. Por lo que se ve has sido un chico muy aplicado durante tu breve estancia en Viena. ¿Quién es Ludwig Vogel?
Gabriel, con la cabeza apoyada en la ventanilla, se lo contó todo a Shamron. Comenzó con el encuentro con Max Klein y acabó con el tenso encuentro con Manfred Kruz en la habitación del hotel. Shamron no tardó mucho en encender un cigarrillo, y aunque Gabriel no alcanzaba a vede bien el rostro en la penumbra, estaba seguro de que el viejo sonreía. Umberto Conti le había dado a Gabriel las herramientas para convertirse en un gran restaurador, pero Shamron era el responsable de su fantástica memoria.
– No me extraña que Kruz tuviera tantas prisas por echarte de Austria -comentó Shamron-. ¿Las Células Combatientes Islámicas? -Su risa no podía ser más despreciativa-. ¡Qué conveniente! El gobierno acepta la autoría y esconde el asunto debajo de la alfombra como un acto del terrorismo islámico en suelo austriaco. De esa manera el rastro no se acerca demasiado a los austriacos, ni a Vogel y Metzler, sobre todo cuando falta tan poco para las elecciones.
– ¿Qué pasa con los documentos del Staatsarchiv? Según ellos, Ludwig Vogel está limpio como una patena.
– En ese caso, ¿por qué mandó colocar una bomba en la oficina de Eli y que asesinaran a Max Klein?
– No sabemos si hizo esas cosas.
– Es verdad, aunque los hechos sugieran esa posibilidad.