Quizá no podríamos demostrado ante un juez, pero la historia quedaría muy bien en los periódicos.
– ¿Estás sugiriendo una filtración?
– ¿Por qué no pinchado un poco y ver cómo reacciona?
– Es una mala idea -opinó Gabriel-. ¿Recuerdas lo que pasó con Waldheim y las revelaciones sobre su pasado nazi? Las descartaron como propaganda extranjera e intromisión en los asuntos internos austriacos. La gente se solidarizó con él, y lo mismo hizo el gobierno. Para colmo, el asunto estimuló el sentimiento antisemita en el país. Una filtración, Ari, sería una pésima idea.
– Entonces ¿qué propones que hagamos?
– Max Klein estaba convencido de que Ludwig Vogel era un miembro de las SS que cometió una atrocidad en Auschwitz. Si nos atenemos a los documentos del Staatsarchiv, Ludwig Vogel era demasiado joven para ser ese hombre, y prestó servicio en la Wehrmacht, no en las SS. Pero supongamos, como hipótesis de trabajo, que Max Klein estaba en lo cierto.
– Eso significaría que Ludwig Vogel es otra persona.
– Exactamente. Por lo tanto, averiguemos quién es en realidad.
– ¿Cómo pretendes hacerlo?
– No lo tengo muy claro -admitió Gabriel-, pero las cosas que hay en ese sobre, en las manos adecuadas, podrían darnos algunas pistas muy valiosas.
Shamron asintió con expresión pensativa.
– Hay un hombre en Yad Vashem a quien deberías ver. Es probable que esté en condiciones de ayudarte. Concertaré una cita para primera hora de la mañana.
– Una cosa más, Ari. Tenemos que sacar a Eli de Viena.
– Me has leído el pensamiento. -Shamron cogió el teléfono y apretó la tecla de marcado rápido-. Soy Shamron. Necesito hablar con el primer ministro.
El museo Yad Vashem, ubicado en la cumbre del monte Herzel, en la parte occidental de Jerusalén, es un complejo edificado en memoria de los seis millones de judíos que murieron en la Shoah. También es el centro más importante del mundo dedicado a la investigación del Holocausto. La biblioteca contiene más de cien mil volúmenes, la más grande y completa colección de libros sobre el Holocausto. En sus archivos se guardan más de cincuenta y ocho millones de páginas de documentos originales, incluidos miles de testimonios personales, escritos, dictados o filmados por los supervivientes del Holocausto, en Israel y el resto del mundo.
Moshe Rivlin lo esperaba. Era un erudito fornido y con barba que hablaba hebreo con un fuerte acento de Brooklyn. Su especialidad no eran las víctimas del Holocausto sino sus autores: los alemanes que habían servido en la maquinaria nazi de la muerte y los miles de colaboradores de otras nacionalidades que habían tomado parte de forma voluntaria y con entusiasmo en la matanza de los judíos europeos. Trabajaba como consultor de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia norteamericano. Recogía pruebas contra los criminales de guerra nazis y recorría Israel en busca de testigos. Cuando no estaba rebuscando en los archivos de Yad Vashem, se encontraba casi siempre entre los supervivientes, a la búsqueda de alguien que recordara.
Rivlin llevó a Gabriel al edificio del centro de documentación y entraron en el salón de lectura. Era un espacio sorprendentemente abarrotado, con ventanales que iban del suelo al techo y con vistas a las colinas de Jerusalén oeste. Un par de eruditos se encorvaban sobre sus libros, mientras que otro contemplaba absorto la pantalla del lector de microfilmes. Cuando Gabriel sugirió ir a un lugar más privado, Rivlin lo llevó a un pequeño despacho y cerró la gruesa puerta de cristal. El relato de los hechos que le hizo Gabriel fue sucinto pero no omitió nada importante. Le mostró a Rivlin todo el material que había reunido en Austria: el expediente del Staatsarchiv, la fotografía, el reloj y el anillo. Gabriel le señaló la inscripción en la parte interior del anillo. Rivlin la leyó y de inmediato mostró un vivo interés.
– Sorprendente -murmuró.
– ¿Qué significa?
– Tendré que buscar algunos documentos del archivo. -Rivlin se levantó-. Tardaré un poco.
– ¿Cuánto?
– Un hora, quizá menos. -Rivlin se encogió de hombros-. ¿Había estado antes aquí?
– No, desde que iba a la escuela.
– Vaya a dar un paseo. -Rivlin le dio una palmadita en el hombro-. Vuelva dentro de una hora.
Gabriel caminó por el sendero bordeado de pinos y bajó por el túnel de piedra hacia la oscuridad del monumento a los niños. Cinco velas, reflejadas hasta el infinito por espejos paralelos, creaban la ilusión de una galaxia, mientras una voz grabada leía los nombres de los muertos.
Volvió a la brillante luz del sol y caminó hasta la Sala del Recuerdo, donde permaneció inmóvil ante la llama eterna que ardía entre las lápidas de basalto negro, donde aparecían grabados algunos de los nombres más infames de la historia: Treblinka, Sobibor, Majdanek, Bergen-Belsen, Chelmno, Auschwitz…
En la Sala de los Nombres no había una llama ni estatuas, sólo innumerables carpetas con las Páginas de Testimonios, cada una con la historia de un mártir: el nombre, el lugar y la fecha de nacimiento, nombres de los padres, lugar de residencia, profesión, lugar de la muerte. Una amable mujer llamada Shoshanna buscó en la base de datos y halló las páginas correspondientes a los abuelos de Gabrieclass="underline" Viktor y Sarah Frankel. Las imprimió y se las entregó a Gabriel con una expresión triste. Al pie de cada página aparecía el nombre de la persona que había suministrado la información: Irene Allon, la madre de Gabriel.
Pagó los impresos, dos shekels cada uno, y salió para ir al museo de arte del Yad Vashem, donde estaba la mayor colección de arte del Holocausto del mundo entero. Mientras paseaba por las galerías, se le hizo difícil comprender cómo podía el espíritu humano producir arte en medio del hambre, la esclavitud y una brutalidad inimaginable. De pronto, su propio trabajo le pareció trivial, sin sentido. ¿Qué tienen que ver los santos muertos en una iglesia con lo que sea? Mario Delvecchio, el arrogante y ególatra Mario Delvecchio, le pareció un ser absolutamente irrelevante.
En la última sala había una muestra de arte infantil. Una imagen lo dejó casi sin respiración: un boceto a lápiz de un niño andrógino que se acurrucaba, indefenso, a los pies de una gigantesca figura de un oficial de las SS.
Consultó su reloj. Había pasado una hora. Abandonó el museo y regresó a paso ligero al edificio de los archivos para conocer los resultados de la búsqueda de Moshe Rivlin.
Lo encontró paseando nerviosamente por la explanada delante del edificio. Rivlin lo cogió del brazo y lo llevó presuroso al mismo despacho donde se habían reunido una hora antes. Había dos gruesos expedientes sobre la mesa. Rivlin abrió el primero y le entregó a Gabriel una fotografía: Ludwig Vogel, con el uniforme de Sturmbannführer de las SS.
– Es Radek -susurró Rivlin, con un entusiasmo desbordante-. ¡Creo que hemos encontrado nada menos que a Erich Radek!
13
Herr Konrad Becker, de Becker & Puhl, Tellstrasse 26, Zurich, llegó a Viena aquella misma mañana. Pasó por el control de pasaportes sin problemas y caminó hacia el vestíbulo de la terminal, donde encontró a un chófer de uniforme que sostenía un cartel que decía: Herr Bauer. Era una precaución adicional por parte del cliente. A Becker no le agradaba su cliente -tampoco se hacía ninguna ilusión sobre sus ingresos por la cuenta- pero así era la banca suiza, y Herr Konrad Becker creía en ella. Si el capitalismo hubiese sido una religión, Becker hubiese sido el líder de una secta extremista. En la erudita opinión del banquero, el hombre tenía el derecho divino a ganar dinero sin las cortapisas de las normas gubernamentales y a ocultarlo de la forma que más le complaciera. Eludir el pago de impuestos no era una elección sino un deber moral. Dentro del secretismo de la banca de Zurich, era famoso por su absoluta discreción. Ése era el motivo por el que a Konrad Becker se le había confiado la cuenta.