Veinte minutos más tarde, el coche se detuvo delante de una mansión en el primer distrito. A una orden de Becker, el chófer hizo sonar el claxon dos veces y, tras unos minutos, la verja se abrió lentamente. El coche siguió por la calzada hasta la casa. Un hombre que esperaba delante de la puerta principal bajó la escalinata. Rondaba la cincuentena y tenía el físico y el andar de un esquiador de fondo. Se llamaba Klaus Halder.
Halder abrió la puerta del coche y acompañó a Becker al vestíbulo. Como siempre, le pidió al banquero que abriera el maletín para inspeccionar el contenido. Después le pidió que levantara los brazos y separara las piernas para someterlo a un cacheo.
Finalmente lo escoltó a una habitación, un salón típicamente vienés, rectangular, con las paredes pintadas de un color amarillo ocre y molduras doradas. El mobiliario era de estilo barroco. En la repisa de la chimenea había un precioso reloj de bronce. Cada mueble, cada lámpara y objeto de adorno parecía complementar a su vecino y al salón como un todo. Era la habitación de un hombre que tenía tanto dinero como buen gusto.
Herr Vogel, el cliente, estaba sentado debajo de un retrato que, en opinión de Herr Becker, era obra de Lucas Cranach el Viejo. Se levantó sin prisas y le dio la mano. Formaban una extraña pareja: Vogel, un ario puro, alto, de ojos azules y cabellos blancos; Becker, bajo y calvo, con un aire cosmopolita engendrado por la diversidad de su clientela. Vogel soltó la mano del banquero y le señaló una silla. Becker tomó asiento y sacó del maletín un libro de contabilidad con tapas de cuero. El cliente asintió con gesto grave. No era de las personas que malgastaban las palabras.
– A fecha de hoy -dijo Becker-, el valor total de la cuenta es de dos mil quinientos millones de dólares. Aproximadamente unos mil millones, en efectivo, se reparten en partes iguales entre dólares y euros. El resto del dinero está invertido en títulos, bonos, acciones y propiedades inmobiliarias. Como parte de la liquidación y reparto de la cuenta, estamos vendiendo las propiedades. Dado el estado de la economía mundial, la operación está tardando un poco más de lo previsto.
– ¿Cuándo estará acabada?
– Nos hemos fijado como meta finales de este mes. De todos modos, el reparto del dinero comenzará en el momento en que recibamos la carta del canciller. Las instrucciones al respecto son muy claras. La carta debe entregárseme en mano en mi despacho de Zurich, a más tardar una semana después de que el canciller asuma el cargo. Debe estar escrita en papel oficial de la cancillería y llevar la firma del canciller.
– Tiene mi palabra de que recibirá la carta del canciller.
– Mientras llega la victoria de Herr Metzler, he comenzado la difícil tarea de localizar a todos aquellos a los que se les ha de pagar. Como sabe, están dispersos por toda Europa, Oriente Próximo, América del Sur y Estados Unidos. También me he puesto en contacto con el presidente de la banca vaticana. Como se podía esperar, a la vista de la actual situación financiera de la Santa Sede, se mostró encantado al recibir mi llamada.
– ¿Por qué no? Doscientos cincuenta millones de dólares es mucho dinero.
– Efectivamente, pero ni siquiera el Santo Padre conocerá la verdadera fuente del dinero -señaló el banquero con una sonrisa astuta-. Para el Vaticano, es la donación de alguien que desea conservar el anonimato.
– Después está su parte -manifestó Vogel.
– La parte del banco es de cien millones de dólares, que se cobrarán en cuanto se acabe el proceso de liquidación.
– Cien millones de dólares, además de las comisiones que ha cobrado desde que se abrió la cuenta y el porcentaje que recibe de los rendimientos anuales. Esta cuenta lo ha convertido en un hombre muy rico.
– Sus camaradas estipularon unas generosas recompensas para todos aquellos que los ayudaron. -Se oyó un ruido sordo cuando el banquero cerró el libro de contabilidad. Después entrelazó las manos y las miró con una expresión pensativa durante unos momentos antes de proseguir-. Pero me temo que ha habido unas complicaciones inesperadas.
– ¿Qué clase de complicaciones?
– Al parecer, varias de las personas que debían recibir dinero han muerto recientemente en circunstancias misteriosas. La última ha sido el sirio. Lo asesinaron en un club de caballeros en Estambul, cuando estaba en brazos de una prostituta rusa. También asesinaron a la muchacha. Una escena terrible.
Vogel cabeceó como si le apenara la noticia.
– Tendrían que haberle aconsejado al sirio que no frecuentara esos lugares.
– Por supuesto, como usted dispone del número de la cuenta y la contraseña, mantendrá el control de los fondos que no se puedan entregar. Eso es lo que estipulan las instrucciones.
– Soy una persona con suerte.
– Confiemos en que el Santo Padre no tenga un accidente similar. -El banquero se quitó las gafas y miró los cristales en busca de alguna mota de polvo inexistente-. Me veo en la obligación de recordarle, Herr Vogel, que no soy la única persona autorizada para repartir los fondos. Si fallezco, la autorización pasará a mi socio, Herr Puhl. Si mi muerte se produce en circunstancias violentas o misteriosas, la cuenta permanecerá congelada hasta que se aclaren las circunstancias de mi muerte. Si no se pueden determinar las circunstancias, la cuenta permanecerá inactiva. Usted ya sabe lo que ocurre con las cuentas inactivas en Suiza.
– Al final acaban convirtiéndose en propiedad del banco.
– Así es. Supongo que podría usted pleitear, pero eso suscitaría una gran cantidad de preguntas muy inconvenientes sobre el origen del dinero, preguntas que la banca y el gobierno suizo preferirían no airear en público. Como ya se puede imaginar, un litigio de esas características sería un incordio para todas las partes.
– Entonces, por lo que a mí respecta, por favor, tenga cuidado, Herr Becker. Su buena salud y seguridad son de la máxima importancia para mí.
– Me complace mucho oírselo decir. Ahora sólo nos falta recibir la carta del canciller.
El banquero guardó el libro de contabilidad en el maletín y cerró la tapa.
– Lo siento, pero acabo de recordar una última formalidad. Para hablar de la cuenta, debía usted decirme antes el número. Sólo para cumplir con el trámite, Herr Vogel, ¿me lo puede decir ahora?
– Sí, por supuesto. -Con precisión germánica, Vogel recitó los números-: Seis, dos, nueve, siete, cuatro, tres, cinco.
– ¿La contraseña?
– Uno, cero, cero, cinco.
– Muchas gracias, Herr Vogel.
Diez minutos más tarde, el coche de Becker se detuvo delante del hotel Ambassador.
– Espere aquí -le dijo el banquero al chófer-. Sólo tardaré unos minutos.
Cruzó el vestíbulo y subió en el ascensor a la cuarta planta. Un norteamericano alto, con una chaqueta arrugada y corbata de rayas, le abrió la puerta de la habitación 417. Le ofreció a Becker una copa, que el banquero rechazó, y después un cigarrillo, que tampoco fue aceptado. Becker no fumaba. Quizá debería probarlo.
El norteamericano señaló el maletín. Becker se lo entregó. El hombre lo abrió y desprendió un falso forro de cuero para dejar a la vista un magnetófono en miniatura. Retiró la cinta y la puso en un reproductor. Rebobinó la cinta y luego apretó el «Play». La calidad del sonido era excelente.
– Sólo para cumplir con el trámite, Herr Vogel, ¿me lo puede decir ahora?
– Sí, por supuesto. Seis, dos, nueve, siete, cuatro, tres, cinco.
– ¿La contraseña?
– Uno, cero, cero, cinco.
– Muchas gracias, Herr Vogel.
Stop.
El norteamericano sonrió. Por la expresión del banquero, cualquiera hubiese creído que acababan de pillarlo en brazos de la amiga íntima de su esposa.