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– ¿Cómo?

Gabriel no hizo caso de la pregunta.

– Necesito que me la preste -dijo, y, sin esperar a la autorización de Rivlin, abandonó el despacho.

15

JERUSALÉN

En otros tiempos hubiese tomado la carretera más corta que iba hacia el norte, a través de Ramallah, Nablus y Jenin. Ahora, incluso para un hombre con la preparación de Gabriel, hubiese sido una locura tomarla sin un vehículo blindado y una escolta militar. Así que fue por el camino más largo, por las laderas occidentales de las montañas de Judea, hacia Tel-Aviv, para luego cruzar la llanura costera hasta Hadera y, de allí, desviarse al noreste, a través del monte Carmelo, a El Megiddo, Armageddon.

El valle se abrió ante él, desde las colinas de Samaria, en el sur, hasta las estribaciones de las montañas de Galilea, en el norte, un paisaje verde y marrón de campos agrícolas, huertas y bosques plantados por los primeros colonos judíos durante el mandato de Palestina. Se dirigió hacia Nazaret y a continuación al este, a un pequeño pueblo agrícola en el linde del bosque Balfour, llamado Ramat David.

Tardó muy poco en encontrar la dirección. La modesta casa construida por los Allon había sido reemplazada por otra de estilo californiano con una antena parabólica, y ahora había un monovolumen de fabricación norteamericana a la entrada. Mientras Gabriel miraba la casa, un soldado salió por la puerta principal y caminó con paso enérgico a través del jardín. En la memoria de Gabriel apareció una imagen. Vio a su padre, que hacía el mismo recorrido en un cálido atardecer de junio y, aunque entonces no lo había sabido, aquélla sería la última vez que Gabriel lo vería vivo.

Miró la casa vecina. Era la casa donde había vivido Tziona. Los juguetes de plástico dispersos por el jardín eran el testimonio de que Tziona, soltera y sin hijos, ya no vivía allí. Sin embargo, Israel no era más que una gran familia, y Gabriel estaba seguro de que los nuevos ocupantes podrían indicarle la dirección correcta.

Tocó el timbre. La joven regordeta que hablaba hebreo con acento ruso no lo decepcionó. Tziona vivía en Safed. La mujer tenía las señas.

Los judíos llevaban viviendo en el centro de Safed desde hacía siglos. Después de que los expulsaran de España en 1492, los otomanos habían permitido que más judíos se instalaran allí, y la ciudad había florecido como un centro del misticismo, la erudición y el arte judío. Durante la guerra de la independencia, Safed había estado a punto de caer en manos de las fuerzas árabes, pero la comunidad había recibido la ayuda de una compañía de combatientes de la Palmach, que habían entrado en la ciudad después de un muy peligroso viaje nocturno desde su guarnición, en el monte Canaán. El jefe de la compañía había negociado un acuerdo con los poderosos rabinos de Safed para que los habitantes pudieran trabajar en las fortificaciones durante la Pascua judía. Su nombre era Ari Shamron.

El apartamento de Tziona estaba en el barrio de los artistas, en lo alto de una escalera de piedra. Era una mujer enorme, vestida con un caftán blanco, con el pelo gris desgreñado y muchísimos brazaletes que tintinearon sonoramente cuando rodeó el cuello de Gabriel con los brazos. Lo hizo pasar a una habitación que era sala de estar y taller de cerámica, y lo invitó a sentarse en la terraza de piedra para que contemplara la puesta de sol sobre el mar de Galilea. El aire olía a esencia de lavanda que ardía en una lámpara.

La mujer sirvió un plato de hummus y pan, junto con aceitunas y una botella de vino del Galán. Gabriel se relajó. Tziona Levin era lo más parecido a una hermana que tenía. Ella lo había cuidado cuando su madre estaba trabajando o demasiado deprimida para levantarse de la cama. Algunas noches se escapaba por la ventana de su cuarto para ir a acostarse en la cama de Tziona. Ella lo abrazaba y acariciaba de una manera que su madre nunca había hecho. Cuando a su padre lo habían matado en la guerra de junio, fue Tziona quien le enjugó sus lágrimas.

El rítmico e hipnótico murmullo de las oraciones del Ma'ariv llegaba a la terraza desde una sinagoga cercana. Tziona añadió más aceite a la lámpara. Le habló de la matsav: la situación. De la lucha en los Territorios y el terror en Tel-Aviv y Jerusalén. De los amigos perdidos en el shaheed y aquellos que habían renunciado a encontrar trabajo en Israel y se habían marchado a Estados Unidos.

Gabriel se bebió el vino mientras contemplaba cómo se hundía el sol en el mar. Escuchaba a Tziona, pero pensaba en su madre. Habían pasado casi veinte años desde su muerte, y en aquel tiempo cada vez había pensado menos en ella. Ya no recordaba su rostro de joven. Era como una tela que hubiese perdido todo el pigmento como consecuencia de los elementos corrosivos a los que había estado expuesta durante años. Sólo recordaba la mascarilla mortuoria. Tras los terribles sufrimientos del cáncer, la muerte había hecho que sus facciones recuperaran una expresión de serenidad, como una mujer que posara para un retrato. Parecía darle la bienvenida a la muerte. Finalmente la había librado de los tormentos que vivían en su memoria.

¿Lo había amado? Ahora creía que sí, pero se había rodeado de trincheras y muros que él nunca había podido escalar. Era dada a la melancolía y a los violentos cambios de humor. No dormía bien por las noches. Era incapaz de mostrar placer en las fiestas y rechazaba cualquier comida que no fuese la más sencilla. Llevaba permanentemente un brazalete de tela en el brazo izquierdo que ocultaba los borrosos números tatuados en la piel. Se refería a ellos como la marca de la debilidad judía, su emblema de la vergüenza judía.

Gabriel se había dedicado a la pintura para estar cerca de ella. Su madre no tardó en considerar que era una intromisión en su mundo privado; luego, cuando su talento maduró y comenzó a desafiar al suyo, se mostró resentida. Gabriel la empujaba a superarse. Su sufrimiento, tan visible en su vida, lo expresaba en su obra. Gabriel se obsesionó con las terribles imágenes que plasmaba en las telas. Comenzó a buscar su origen.

En la escuela le habían mencionado un lugar llamado Birkenau. Le preguntó a su madre por qué llevaba un brazalete en el brazo izquierdo, camisas de manga larga incluso cuando hacía un calor abrasador en el valle de Jezreel. Le había preguntado qué le había pasado durante la guerra, qué les había pasado a sus abuelos. Al principio ella se había negado, pero finalmente, ante la continua avalancha de preguntas, acabó por ceder. Su relato había sido breve y contra su voluntad. Gabriel, incluso en la adolescencia, había advertido que lo eludía, que arrastraba algo más que un simple sentimiento de culpa. Sí, ella había estado en Birkenau. Habían asesinado a sus padres el mismo día de la llegada. Había trabajado. Había sobrevivido. Eso era todo. Gabriel, ansioso por conocer más detalles de la experiencia de su madre, comenzó a inventarse todo tipo de escenarios para justificar su supervivencia. Él también comenzó a sentirse avergonzado y culpable. La aflicción de su madre, como una enfermedad hereditaria, había pasado a la siguiente generación.

Nunca más volvieron a hablar del tema. Era como si se hubiese cerrado una puerta de acero, como si nunca se hubiese producido el Holocausto. Su madre comenzó a tener largos episodios de depresión y se quedaba en cama durante muchos días. Cuando finalmente se levantaba, se encerraba en su estudio y comenzaba a pintar. Trabajaba día y noche. En una ocasión Gabriella había espiado por la puerta entreabierta y la había visto tumbada en el suelo, con las manos sucias de pintura, temblando delante de una tela. Aquella tela era el motivo de su viaje a Safed para ver a Tziona.

El sol se había puesto. En la terraza hacía frío. Tziona se echó un chal sobre los hombros y le preguntó a Gabriel cuándo pensaba regresar a su patria. Gabriel murmuró algo sobre la necesidad de trabajar, como los amigos de Tziona que habían emigrado a Estados Unidos.