– ¿Para quién trabajas ahora?
Gabriel esquivó la respuesta.
– Restauro las pinturas de los viejos maestros. Necesito estar donde están las obras. En Venecia.
– Venecia -exclamó Tziona despectivamente-. Venecia es un museo. -Levantó la copa de vino para señalar el mar de Galilea-. Ésta es la vida real. Esto es arte. Olvídate de la restauración. Tendrías que dedicar todo tu tiempo y energía a tu propio trabajo.
– Mi propio trabajo no existe. Eso es algo que desapareció hace mucho tiempo. Soy uno de los mejores restauradores de arte en el mundo. A mí ya me basta.
Tziona levantó las manos y los brazaletes repicaron como el carillón de una iglesia.
– Es mentira y tú eres un mentiroso. Eres un artista, Gabriel. Ven a Safed y encuentra tu arte. Encuéntrate a ti mismo.
Sus acicates comenzaban a incomodarlo. Le hubiese dicho que ahora había una mujer, pero eso hubiese significado abrir un nuevo frente que Gabriel quería evitar. Dejó que reinara el silencio entre ellos y volvió a escucharse el tranquilizador sonido de las oraciones.
– ¿Qué estás haciendo en Safed? -acabó por preguntarle Tziona-. Sé que no has hecho todo el camino hasta aquí para escuchar una monserga de tu doda.
Gabriel le preguntó si todavía guardaba las pinturas y los bocetos de su madre.
– Por supuesto, Gabriel. Los he guardado todos estos años, a la espera de que algún día te decidas a reclamarlos.
– Aún no estoy preparado para quitártelos. Sólo necesito verlos.
Tziona acercó la lámpara al rostro de su visitante.
– Me estás ocultando algo, Gabriel. Soy la única persona en el mundo que sabe cuándo ocultas un secreto. Siempre ha sido así, sobre todo cuando eras un chiquillo.
Gabriel se sirvió otra copa de vino y le habló a Tziona de Viena.
Tziona abrió la puerta del trastero y tiró del cordón de la lámpara para encender la bombilla. El trastero estaba lleno de telas y bocetos. Gabriel comenzó a buscar entre las obras. Había olvidado el gran talento de su madre. Vio la influencia de Beckmann, Picasso, Egon Schiele y, por supuesto, su padre, Viktor Frankel. Incluso había variaciones sobre temas que Gabriel había estado explorando en sus propios trabajos en aquel momento. Su madre los había desarrollado, o, en algunos casos, los había destrozado. Había poseído un extraordinario talento.
La mujer lo apartó para sacar un paquete de telas y dos carpetas de gran tamaño llenas de bocetos. Gabriel se puso en cuclillas en el suelo de piedra y comenzó a mirar las obras mientras Tziona miraba por encima de su hombro.
Eran pinturas de los campos. Niños y niñas apiñados en los catres. Mujeres que manejaban máquinas en las fábricas. Cuerpos apilados como leña, a la espera de ser arrojados al fuego. Una familia abrasada mientras los rodeaba una nube de gas.
La última tela mostraba una única figura, un oficial de las SS vestido de negro de pies a cabeza. Era la pintura que había visto aquel día en el estudio de su madre. Las otras obras eran oscuras y abstractas; en cambio, en ésa había buscado la luz y el realismo. Gabriel se maravilló ante la impecable técnica y la energía de las pinceladas antes de que su mirada se fijara finalmente en el rostro del sujeto. Era el de Erich Radek.
Tziona le preparó una cama en el sofá del salón y le habló del midrash del vaso roto.
– Antes de que Dios creara el mundo, había un único Dios.
Cuando Dios decidió crear el mundo, Dios se apartó para crear un espacio para el mundo. En ese espacio se formó el universo. Pero entonces, en ese espacio, no había Dios. Así que Dios creó las chispas divinas, la luz, para colocarla en la creación de Dios. Cuando creó la luz y colocó la luz dentro de la creación, se prepararon unos vasos especiales para contenerla. Pero ocurrió un accidente. Un accidente cósmico. Los vasos se rompieron. El universo se llenó con chispas de la luz divina y trozos de los vasos rotos.
– Es un cuento precioso -dijo Gabriel, mientras ayudaba a Tziona a remeter la sábana bajo los cojines del sofá-. Pero ¿qué tiene que ver con mi madre?
– Este midrash nos enseña que hasta que no se reúnan todas las chispas de la luz de Dios, la tarea de la creación no estará acabada. Como judíos, es nuestro solemne deber. Lo llamamos Tikkun Olam, reparar el mundo.
– Puedo reparar muchas cosas, Tziona, pero me temo que el mundo es una tela demasiado grande y con demasiados daños.
– Entonces empieza por lo pequeño.
– ¿Cómo?
– Recoge las chispas de tu madre, Gabriel. Castiga al hombre que rompió su vaso.
A la mañana siguiente, Gabriel salió del apartamento de Tziona sin despertarla y bajó silenciosamente la escalera de piedra alumbrada por la luz gris del alba, con el retrato de Radek bajo el brazo. Un judío ortodoxo, de camino a la oración de la mañana, lo tomó por un loco y agitó el puño furiosamente. Gabriel guardó la pintura en el maletero del coche y abandonó Safed. Un amanecer del color de la sangre iluminaba las cumbres. Abajo, el mar de Galilea se incendió.
Se detuvo a desayunar en Afula y dejó un mensaje en el contestador de Moshe Rivlin, para avisarlo de que regresaba a Yad Vashem. Era media mañana cuando llegó. Rivlin lo estaba esperando. Gabriel le mostró la tela.
– ¿Quién lo pintó?
– Mi madre.
– ¿Cómo se llamaba?
– Irene Allon, pero su apellido de soltera era Frankel.
– ¿Dónde estuvo?
– En el campo de mujeres en Birkenau, desde enero de 1943 hasta el final.
– ¿Hasta la Marcha de la Muerte?
Gabriel asintió. Rivlin lo cogió del brazo.
– Venga conmigo.
Rivlin lo hizo sentar a una de las mesas en la sala de lectura de los archivos y después se sentó delante de un ordenador. Escribió «Irene Allon» en el buscador de la base de datos y repiqueteó con sus dedos rechonchos en el borde del teclado mientras esperaba la respuesta. Al cabo de unos pocos segundos, escribió cinco números en un trozo de papel y sin decide ni una palabra a Gabriel desapareció por la puerta que comunicaba con la sala donde se guardaban los archivos. Regresó veinte minutos más tarde y dejó un documento sobre la mesa. En la portada, debajo de la cubierta de plástico, estaban escritas las palabras Archivos de yad vashem en hebreo e inglés, junto con un número de catálogo: 03/812. Gabriel levantó la tapa con mucho cuidado y buscó la primera página. Sintió un frío súbito al ver el encabezamiento: El testimonio de Irene Allon, hecho el 19 de marzo de 1957. Rivlin apoyó una mano en el hombro de Gabriel por un instante y luego abandonó la sala. Gabriel titubeó un segundo y comenzó a leer.
16
No hablaré de todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos. No hablaré de la indescriptible crueldad que soportamos a manos de la llamada raza superior, ni tampoco de las cosas que algunos de nosotros hicimos sólo para sobrevivir un día más. Sólo aquellos que lo vivieron pueden comprender cómo fue de verdad, y no quiero volver a humillar a los muertos. Sólo le diré las cosas que hice, y las que me hicieron. Pasé dos años en Auschwitz-Birkenau, dos años completos, dos años hasta casi la última hora. Mi nombre es Irene Allon. Mi nombre de soltera es Irene Frankel. Esto es lo que presencié en enero de 1945, en la Marcha de la Muerte desde Birkenau.
Para comprender el espanto de la Marcha de la Muerte, primero debe saber algo de lo que ocurrió antes. Ha escuchado el relato de los otros. El mío no es muy diferente. Como todos los demás, llegamos en tren. El nuestro salió de Berlín en plena noche. Nos dijeron que nos llevarían a trabajar al este. Los creímos. Nos dijeron que viajaríamos en vagones con asiento. Nos aseguraron que nos darían agua y comida. Los creímos. Mi padre, el pintor Viktor Frankel, guardó en su equipaje un bloc de dibujo y varios lápices. Lo habían destituido de su cargo de profesor y su trabajo había recibido de los nazis la calificación de «degenerado». Habían quemado la mayoría de sus cuadros. Confiaba en que los nazis le permitirían reanudar su trabajo en el este.