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Por supuesto, no viajamos en un vagón con asientos, ni nos dieron comida y agua. No recuerdo exactamente cuánto duró el viaje. Perdí la cuenta de las veces que vi salir y ponerse el sol, de las veces que entrábamos y salíamos de la oscuridad. No había un lavabo, sólo un cubo, un cubo para sesenta personas. Ya puede imaginarse las condiciones que soportábamos. Ya puede imaginarse el hedor insoportable. Ya puede imaginarse a las cosas que recurrimos algunos de nosotros cuando la sed nos llevó al borde de la locura. Al segundo día, murió una anciana que estaba de pie a mi lado. Le cerré los ojos y recé por ella. Miraba a mi madre, Hannah Frankel, y creía que ella también moriría. Casi la mitad de los ocupantes de nuestro vagón había muerto cuando el tren se detuvo finalmente con un gran estrépito de los frenos. Algunos rezaban. Otros llegaron a dar gracias a Dios porque se hubiera acabado el viaje.

Durante diez años habíamos vivido bajo la bota de Hitler. Habíamos sufrido las leyes de Nuremberg. Habíamos vivido la pesadilla de la Noche de los Cristales Rotos. Habíamos visto arder nuestras sinagogas. Incluso así, no estaba preparada para la visión que me recibió cuando descorrieron los cerrojos y abrieron las puertas. Vi una chimenea de ladrillos muy alta, de la que salía una espesa columna de humo. Al pie de la chimenea había un edificio que resplandecía con las feroces llamaradas. Había un olor terrible en el aire. No sabíamos qué era. Todavía permanece en mi nariz. Había un cartel en el andén. Auschwitz. Entonces comprendí que había llegado al infierno.

«”Juden, Raus, Raus!”» Un hombre de las SS me azota en el muslo. «Sal del vagón, judía.» Salto al andén cubierto de nieve. Mis piernas, débiles después de tantos días de estar de pie, no me sostienen. El oficial me azota de nuevo, esta vez en los hombros. Nunca había sentido tanto dolor. Me levanto. No sé cómo, consigo no gritar. Intento ayudar a mi madre a bajar del vagón. El hombre de las SS me aparta. Mi padre salta del vagón y se cae. Mi madre también. Lo mismo que a mí, los azotan hasta que se levantan.

Unos hombres vestidos con pijamas a rayas suben al tren y comienzan a arrojar nuestros equipajes al andén. Me pregunto: «¿Quiénes son estos locos que intentan robarnos las escasas pertenencias que nos han permitido traer?» Parecen seres sacados de un manicomio: las cabezas rapadas, los rostros demacrados, los dientes podridos. Mi padre se vuelve hacia un oficial de las SS y le dice: «Mire, esos hombres se están llevando nuestras cosas. ¡Deténgalos!» El oficial le responde tranquilamente que no nos están robando el equipaje, que lo descargan para clasificarlo. Nos lo enviarán en cuanto nos den nuestros alojamientos. Mi padre le da las gracias.

Nos separan a golpes de porra y latigazos. Las mujeres a un lado y los hombres al otro. Nos ordenan que formemos filas de cinco. Entonces no lo sabía, pero pasaré la mayor parte de los próximos dos años formada o marchando en filas de cinco. Me las arreglo para ponerme junto a mi madre. Intento cogerle la mano. Un hombre de las SS me golpea con la porra en un brazo, y se la suelto. Oigo música. En alguna parte, una orquesta de cámara interpreta a Schubert.

En la cabecera de la fila hay una mesa y unos cuantos oficiales de las SS. Hay uno en particular que destaca. Tiene el pelo negro y su tez es del color del alabastro. En su rostro agraciado brilla una sonrisa amable. Su uniforme es impecable y sus botas de montar relucen con las fuertes luces del andén. Lleva guantes de cabritilla blancos e inmaculados. Silba «El Danubio azul». Todavía hoy, soy incapaz de escucharlo. Más tarde, sabré su nombre. Se llama Mengele, el médico jefe de Auschwitz. Es Mengele quien decide quién está en condiciones de trabajar y quién irá inmediatamente a las cámaras de gas. Derecha e izquierda, vida o muerte.

Mi padre se adelanta. Mengele, sin interrumpir el silbido, lo mira y después le dice amablemente:

– A la izquierda, por favor.

– Me aseguraron que iría a un alojamiento para familias -responde mi padre-. ¿Me acompañará mi esposa?

– ¿Es eso lo que desea?

– Sí, por supuesto.

– ¿Cuál es su esposa?

Mi padre señala a mi madre. Mengele la llama.

– Usted, salga de la fila y vaya con su marido a la izquierda. Dese prisa, por favor, no tenemos toda la noche.

Miro a mis padres, que van a la izquierda para unirse a los demás. Los viejos y los niños son los que van a la izquierda. A los jóvenes y sanos los envían a la derecha. Me adelanto para hablar con ese atractivo hombre con el uniforme impoluto. Me mira de la cabeza a los pies, parece complacido y, sin decir palabra, me señala la derecha.

– Mis padres han ido a la izquierda.

El Diablo sonríe. Hay un espacio entre los incisivos.

– No tardará en reunirse con ellos, se lo aseguro, pero por ahora, será mejor que vaya a la derecha.

Parece tan bondadoso, tan agradable. Le creo. Voy a la derecha. Miro de reojo para ver a mis padres, pero ya han desaparecido en la masa de cuerpos sucios y agotados que caminan en silencio hacia las cámaras de gas en ordenadas filas de cinco.

No puedo contarle todo lo que ocurrió durante los dos años siguientes. Algunas cosas no las recuerdo. Otras prefiero no recordarlas. Había un ritmo despiadado en Birkenau, una monótona crueldad que se regía por un programa que se cumplía a rajatabla. La muerte era constante. Incluso la muerte llega a ser monótona.

Nos afeitan, no sólo las cabezas, sino por todas partes, los brazos, las piernas, incluso el vello púbico. No parece importarles que las tijeras nos corten la piel. No parecen oír nuestros gritos. Nos asignan un número y nos lo tatúan en el brazo izquierdo, por debajo del codo. Dejo de ser Irene Frankel. Ahora soy una herramienta del Reich y mi nuevo nombre es 29395. Nos rocían con desinfectante, nos dan uniformes de presos hechos de una lana áspera. El mío huele a sangre y sudor. Intento no respirar profundamente. Nuestros «zapatos» son trozos de madera con correas de cuero. No podemos caminar con ellos. ¿Quién podría? Nos dan un tazón y nos ordenan que siempre lo llevemos con nosotros. Nos dicen que si lo perdemos nos fusilarán en el acto. Los creemos.

Nos llevan a un barracón donde nadie alojaría ni a los animales. Las mujeres que nos esperan han dejado de parecer humanas. Están famélicas, tienen la mirada perdida, sus movimientos son lentos y penosos. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que tenga su mismo aspecto. Una de aquellas pobres desgraciadas me señala un camastro vacío. Cinco chicas se apiñan en lo que parece un estante de madera con un jergón de paja lleno de piojos. Nos presentamos. Dos son hermanas, Roza y Regina. Las otras dos se llaman Lene y Rachel. Todas somos alemanas. Todas hemos perdido a nuestros padres en la selección. Aquella noche formamos una nueva familia. Nos cogemos de las manos y rezamos. Ninguna de nosotras duerme.

Nos despiertan a las cuatro de la mañana. Durante los próximos dos años me despertaré todos los días a las cuatro de la mañana, excepto aquellas noches en que pasan revista y nos hacen permanecer en posición de firmes durante horas en los patios helados. Nos dividen en «Kommandos» y nos envían a trabajar. La mayoría de las veces, vamos a los campos cercanos para cerner y cargar arena para la construcción o trabajamos en proyectos agrícolas. También construimos carreteras o cargamos piedras de un lugar a otro. No hay ni un solo día en que no me peguen: un golpe de porra, un latigazo en la espalda, un puntapié en las costillas. La falta cometida puede ser el haber pasado demasiado tiempo apoyada en el mango de la pala o haber dejado caer una piedra. Los dos inviernos son terriblemente fríos. No nos dan prendas de abrigo para protegernos de las bajísimas temperaturas, ni siquiera cuando trabajamos al aire libre. Los veranos son ardientes. Todas contraemos la malaria. Los mosquitos no discriminan entre los amos alemanes y los esclavos judíos. Incluso Mengele contrae la malaria.