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A la una de la mañana crucé las puertas del infierno por última vez, dos años desde el día de mi llegada, dos años hora más o menos. Todavía no soy libre. Aún debo pasar una prueba más.

La nevada es copiosa e implacable. A lo lejos se oía el tronar de la artillería. Caminamos, una aparentemente interminable columna de seres que poco tienen de humanos, vestidos con harapos y calzados con zuecos. Los disparos son tan incesantes como la nevada. Intentamos contar los disparos. Cien… doscientos… trescientos… cuatrocientos… quinientos… Dejamos de contar. Cada disparo representa otra vida extinguida, otro asesinato. Éramos varios miles cuando salimos. Me temo que estaremos todos muertos antes de llegar a nuestro destino.

Lene camina a mi izquierda, Rachel a mi derecha. Caminamos con muchas precauciones para no caernos. A los que caen los matan y los arrojan a la cuneta. No nos atrevemos a salirnos de la formación y retrasarnos. A los que lo hacen, también los matan. La carretera está sembrada de cadáveres. Pasamos por encima de ellos y rezamos para no caer. Comemos nieve para mitigar la sed. Una mujer se apiada de nosotras y nos arroja patatas hervidas. Matan a todas aquellas que cometen la estupidez de recogerlas.

Dormimos en graneros o barracones abandonados. Matan a todos aquellos que no se levantan de inmediato cuando los despiertan. El hambre me provoca una sensación como si tuviera un agujero en el estómago. Es mucho peor que el hambre en Birkenau. No sé cómo, pero saco fuerzas para seguir poniendo un pie delante del otro. Sí, quiero vivir, pero también es un desafío. Quieren que caiga para matarme. Quiero ser testigo de la destrucción de su Reich de los mil años. Quiero regocijarme con su muerte, de la misma manera que los alemanes se regocijan con las nuestras. Pienso en Regina, durante la selección, cuando se lanzó sobre Mengele, dispuesta a matarlo con su cuchara. El coraje de Regina me da fuerzas. Cada paso es una rebelión.

Al anochecer del tercer día, él se me acerca. Monta un caballo. Estamos sentadas en la nieve a un costado de la carretera. Descansamos. Lene se apoya en mí. Tiene los ojos cerrados. Creo que está a punto de morir. Rachel intenta meterle un poco de nieve en la boca para reanimarla. Rachel es la más fuerte de las dos. Prácticamente ha cargado con Lene casi toda la tarde.

Me mira. Es un «Sturmbannführer» de las SS. Después de doce años de vivir sometida a los nazis, he aprendido a reconocer sus insignias. Intento hacerme invisible. Vuelvo la cabeza y me ocupo de Lene. Él tira de las riendas de su caballo y maniobra para situarse en una posición que le permita verme mejor. Me pregunto qué ve en mí. Sí, una vez fui una muchacha bonita, pero ahora soy horrible, un esqueleto sucio, enfermo y agotado. No soporto mi propio olor. Sé que si hablo con él, acabará mal. Apoyo la cabeza en las rodillas y finjo. Él es listo y no se deja engañar.

– Eh, tú.

Levanto la cabeza. El jinete me señala.

– Sí, tú. Levántate. Ven conmigo.

Me levanto. Estoy muerta. Lo sé. También lo sabe Rachel. Lo veo en sus ojos. Ya no le quedan lágrimas.

– Recuérdame -susurro mientras sigo al jinete entre los árboles.

Afortunadamente, no me hace caminar mucho, sólo hasta un lugar a unos pocos metros de la carretera, donde hay un árbol caído. Desmonta y ata al caballo. Se sienta en el tronco y me ordena que me siente a su lado. Vacilo. Ningún hombre de las SS me ha pedido nunca algo así. Palmea el tronco. Me siento, pero un par de palmos más allá del lugar señalado. Tengo miedo, pero también me siento humillada por mi olor. Él se me arrima. Apesta a alcohol. Se ha acabado. Es sólo cuestión de tiempo.

Mantengo la mirada fija al frente. Se quita los guantes, me toca el rostro. En los dos años pasados en Birkenau, ningún hombre de las SS me ha tocado. ¿Por qué este hombre, un «Sturmbannführer», me toca ahora? He soportado muchos tormentos, pero éste es con mucho el peor. No lo miro. La carne me quema.

– Es una pena -dice-. Eras muy hermosa, ¿verdad?

No se me ocurre ninguna respuesta. Los dos años en Birkenau me han enseñado que en situaciones como ésta, nunca hay una respuesta correcta. Si respondo que sí, me acusará de ser una judía arrogante y me matará. Si respondo que no, me matará por mentirle.

– Compartiré un secreto contigo. Siempre me han atraído las judías. Si quieres saber mi opinión, tendríamos que haber matado a los hombres y utilizado a las mujeres para nuestro disfrute. ¿Tienes hijos?

Pienso en todos los niños que he visto entrar en las cámaras de gas de Birkenau. Me aprieta las mejillas entre el pulgar y el índice para exigirme una respuesta. Cierro los ojos e intento no llorar. Repite la pregunta. Sacudo la cabeza, y él me suelta.

– Si consigues sobrevivir las próximas horas, quizá algún día tendrás un hijo. ¿Le contarás a tu hijo lo que te sucedió durante la guerra, o te dará demasiada vergüenza?

¿Un hijo? ¿Cómo alguien en mi situación puede pensar en dar luz a un hijo? He dedicado los últimos dos años exclusivamente a sobrevivir. Un hijo es algo que está más allá de mi comprensión.

– ¡Responde, judía!

Repentinamente su voz es áspera. Creo que la situación está a punto de descontrolarse. De nuevo me sujeta el rostro y me lo vuelve hacia el suyo. Intento desviar la mirada, pero me agarra, y no puedo hacer otra cosa que mirarlo a los ojos. No me quedan fuerzas para resistir. Su rostro se graba inmediatamente en mi memoria. También el sonido de su voz y su alemán con acento austriaco. Todavía lo oigo.

– ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra? ¿Qué quiere escuchar? ¿Qué quiere que diga? Me aprieta el rostro con fuerza.

– ¡Habla, judía! ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra?

– La verdad, Herr «Sturmhannführer». A mi hijo le diré la verdad.

No sé de dónde salen esas palabras. Sólo sé que si vaya morir, lo haré con un mínimo de dignidad. Pienso otra vez en Regina que se lanza sobre Mengele armada con una cuchara.

Afloja los dedos. Parece haber pasado la primera crisis. Exhala un fuerte suspiro, como si estuviese agotado tras su larga jornada de trabajo, luego saca una petaca del bolsillo del abrigo y bebe un buen trago. Afortunadamente, no me ofrece. Guarda la petaca y enciende un cigarrillo. No me ofrece. Me está diciendo que tiene tabaco y alcohol, y que yo no tengo nada.

– ¿La verdad? ¿Cuál es la verdad según tú, judía?

– Birkenau es la verdad, Herr «Sturmhannführer».

– No, querida. Birkenau no es la verdad. Birkenau es un rumor. Birkenau es una invención de los enemigos del Reich y la cristiandad. Es propaganda atea, estalinista.

– ¿Qué pasa con las cámaras de gas? ¿Los crematorios?

– Esas cosas no existieron en Birkenau.

– Yo las vi, Herr «Sturmbannführer». Todos las vimos.

– Nadie lo creerá. Nadie creerá que es posible matar a tantos. ¿Miles? Sin duda la muerte de miles es posible. Después de todo, esto fue una guerra. ¿Cientos de miles? Quizá. ¿Pero millones? -Chupa con fuerza el cigarrillo-. Si quieres saber la verdad, lo vi con mis propios ojos y no me lo creo.

Se oye un disparo en el bosque, luego otro. Otras dos muchachas muertas. El «Sturmbannführer» bebe otro largo trago. ¿Por qué bebe? ¿Intenta entrar en calor o se está preparando para matarme?

– Voy a decirte lo que dirás sobre la guerra. Dirás que fuiste transferida al este. Que tenías trabajo, comida abundante y una adecuada atención médica. Que te trataron bien y humanamente.

– Si esa es la verdad, Herr «Sturmbannführer», ¿por qué soy un esqueleto?

No tiene otra respuesta excepto la de desenfundar la pistola y apoyar el cañón en mi sien.