El restaurador se puso las lentes de aumento y se centró en la túnica rosa de san Cristóbal. La pintura había sufrido las consecuencias de siglos de descuido, tremendos cambios de temperatura y la continua acción del humo del incienso y los cirios. Las prendas de san Cristóbal habían perdido gran parte de su brillo original y estaban salpicadas con manchas de pentimenti que se habían abierto paso hasta la superficie. Le habían autorizado a realizar una restauración agresiva. Su misión era devolver a la pintura su gloria original. El desafío era hacerla sin que pareciera la obra de un falsificador. En resumen, deseaba llegar y marcharse sin dejar ningún rastro de su presencia, como si la restauración hubiese sido hecha por el propio Bellini.
Durante dos horas, el restaurador trabajó solo, el silencio interrumpido únicamente por el sonido de los pasos en la calle y el ruido de las persianas metálicas cuando abrían las tiendas. Las interrupciones comenzaron a las diez, con la llegada de la famosa restauradora de altares venecianos, Adriana Zinetti. Asomó la cabeza por la lona y le dio los buenos días. Molesto, él levantó las lentes para mirar por encima del borde de la plataforma. Adriana se había situado de tal manera que era imposible no mirar el escote de sus magníficos pechos. El restaurador asintió con expresión solemne y después la observó mientras la mujer subía a su andamio con una seguridad felina. Adriana sabía que él estaba viviendo con otra mujer, una mujer del antiguo gueto; pero, aun así, continuaba coqueteando con él siempre que podía, como si una sugestiva mirada más o algún otro roce «accidental» fuese a derribar sus defensas. De todos modos, él envidiaba lo sencillo que era su mundo. Adriana amaba el arte, la comida veneciana y ser adorada por los hombres. No le importaba nada más.
El siguiente en aparecer fue un joven restaurador llamado Antonio Politi, que llevaba gafas de sol y parecía resacoso, como una estrella del rock que llegara a otra entrevista que deseaba cancelar. Antonio ni se molestó en saludar al restaurador. La antipatía era mutua. A Antonio le habían asignado el retablo principal de Sebastiano del Piombo. El restaurador opinaba que el muchacho aún no estaba preparado para esa obra, y al final de cada jornada, antes de abandonar la iglesia, subía en secreto a la plataforma de Antonio para inspeccionar su trabajo.
Francesco Tiepolo, el jefe del proyecto de San Giovanni Crisóstomo, fue el último en llegar. Era una gigantesca figura barbuda, con una camisa blanca y un pañuelo de seda alrededor de su cuello de toro. En las calles de Venecia, los turistas lo confundían con Luciano Pavarotti. Los venecianos nunca cometían tal error, porque Francesco Tiepolo dirigía la empresa de restauración más importante de toda la región del Véneto. Era toda una institución en los círculos artísticos venecianos.
– Buongiorno -saludó Tiepolo, y su voz cavernosa resonó en la cúpula central. Sujetó uno de los tubos del andamio con su manaza y lo sacudió violentamente. El restaurador se asomó por el borde de la plataforma como una gárgola.
– Has estado a punto de estropear toda una mañana de trabajo, Francesco.
– Por eso usamos barniz aislante. -Tiepolo sostuvo en alto una bolsa de papel blanco-. ¿Un cornetto?
– Sube.
Tiepolo puso un pie en el primer peldaño del andamio y comenzó a subir. El restaurador oía con toda claridad los crujidos de los tubos bajo el enorme peso de su jefe. Tiepolo abrió la bolsa, le dio al restaurador un cometto de almendras y cogió otro para él. Se comió la mitad de un bocado. El restaurador se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando en el aire. Tiepolo continuó de pie, delante del retablo, y observó el trabajo.
– Si no supiera que es imposible, creería que el viejo Giovanni se ha colado aquí durante la noche y que ha hecho los retoques en persona.
– Ésa es la idea, Francesco.
– Sí, pero muy pocas personas tienen el don de hacerlo.
– El resto del cornetto desapareció en su boca. Se limpió los restos de azúcar de la barba-. ¿Cuándo estará acabado? -Tres meses, quizá cuatro.
– Desde mi punto de vista, tres meses serían mejor que cuatro. Pero no seré yo el que dé prisa al gran Mario Delvecchio. ¿Algún viaje en perspectiva?
El restaurador miró a Tiepolo con cara de pocos amigos por encima del cornetto y sacudió la cabeza. Un año antes se había visto obligado a confesarle su verdadero nombre y ocupación a Tiepolo. El italiano había hecho honor a esa confianza y nunca se lo había dicho a nadie, aunque algunas veces, cuando estaban solos, aún le pedía al restaurador que dijera unas cuantas palabras en hebreo, sólo para recordarse a sí mismo que el legendario Mario Delvecchio era en realidad un israelí del valle de Jezreel llamado Gabriel Allon.
Un súbito aguacero golpeó el tejado de la iglesia. Desde lo alto de la plataforma, muy arriba, en el ábside de la capilla, sonaba como un redoble de tambor. Tiepolo alzó las manos al cielo en un gesto de súplica.
– Otra tormenta. Dios nos ayude. Dicen que el acqua alta podría llegar al metro cincuenta. Aún no he acabado de sacar el agua de la última. Amo este lugar, pero no sé durante cuánto tiempo más podré soportarlo.
Había sido una temporada con mucha acqua alta. Venecia se había inundado más de cincuenta veces, y aún quedaban por delante tres meses de invierno. La casa de Gabriel se había inundado tantas veces que había tenido que vaciar toda la planta baja y estaba instalando un dispositivo a prueba de agua en puertas y ventanas.
– Morirás en Venecia, lo mismo que Bellini -dijo Gabriel-. Yo te enterraré debajo de un ciprés en San Michele, en una enorme cripta, como se merece un hombre de tus logros.
Tiepolo pareció complacido con esa imagen, aun a sabiendas de que, como la mayoría de los actuales venecianos, tendría que sufrir la indignidad de un entierro en tierra firme.
– ¿Qué me dices de ti, Mario? ¿Dónde morirás?
– Con un poco de suerte, será cuando y donde yo quiera.
Eso es lo mejor que puede esperar un hombre como yo. -Sólo hazme un favor.
– ¿Cuál?
Tiepolo miró el retablo dañado.
– Acaba el retablo antes de morirte. Se lo debes a Giovanni.
Las sirenas de aviso de inundación instaladas en el campanario de la basílica de San Marco sonaron poco antes de las cuatro. Gabriel limpió apresuradamente los pinceles y la paleta; pero, cuando descendió del andamio y cruzó la nave hasta la puerta principal, la calle ya estaba cubierta con un palmo de agua.
Volvió al interior. Como la mayoría de los venecianos, tenía varios pares de botas de goma altas, hasta los muslos, que guardaba en puntos estratégicos, listas para ser utilizadas al momento. El par que guardaba en la iglesia era el primero que había tenido. Se las había prestado Umberto Conti, el gran maestro restaurador, que lo había aceptado en su taller como aprendiz. Gabriel había intentado devolverlas en múltiples ocasiones, pero Umberto nunca las había aceptado. «Guárdalas, Mario, junto con todo lo demás que te he dado. Te servirán bien, te lo prometo.»
Se puso las viejas bota de Umberto y se cubrió con una capellina impermeable de color verde. Un momento más tarde caminaba con el agua hasta las pantorrillas por la Salizzada San Giovanni Crisóstomo como un fantasma verde oliva. En la Strada Nova, los trabajadores del ayuntamiento no habían colocado las pasarelas de madera. Gabriel sabía que era una mala señal; significaba que se esperaba una inundación tan grande que el agua se las llevaría.
Cuando llegó al Rio Terrà San Leonardo, el agua amenazaba con entrarle por las botas. Entró en un callejón y lo siguió hasta un pequeño puente de madera provisional que cruzaba el Rio di Ghetto Nuovo. Llegó a un círculo de bloques de apartamentos que estaban a oscuras, cuya única particularidad era ser más altas que los otros edificios de Venecia. Siguió por un pasaje inundado que desembocaba en una gran plaza. Un par de barbudos estudiantes de la yeshiva se cruzaron en su camino. Caminaban de puntillas por la plaza inundada en dirección a la sinagoga, y los empapados flecos de sus tallit katan se les pegaban a los pantalones. Dobló a la izquierda y caminó hasta la puerta del número 2.899. En la pequeña placa de latón estaba escrito Comunità Ebraica di Venezia. Tocó el timbre y se oyó la voz de una anciana por el interfono.