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– Repite, judía. Te trasladaron al este. Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son mentiras de los judíos y los bolcheviques. Repítelo, judía.

Sé que no hay manera de escapar viva de esa situación. Incluso si repito las palabras, estoy muerta. No las diré. No le daré esa satisfacción. Cierro los ojos y espero que la bala abra un túnel en mi cerebro y me libere de mi tormento.

Baja el arma y grita una orden. Otro SS aparece a la carrera. El «Sturmbannführer» le ordena que me vigile. Se aleja entre los árboles, en dirección a la carretera. Cuando regresa, lo acompañan dos mujeres. Una es Rachel. La otra es Lene. Le ordena al guardia que se marche, luego apoya la pistola en la frente de Lene. Ella me mira directamente a los ojos. Su vida está en mis manos.

– ¡Repite las palabras, judía! Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son invenciones judeo-bolcheviques.

No puedo dejar que mate a Lene por mi silencio. Abro la boca, pero antes de que pueda repetir las palabras, Rachel grita:

– ¡No las digas, Irene! Nos matará de todas maneras. No le des el gusto.

El «Sturmbannführer» aparta el arma de la cabeza de Lene y la apoya en la de Rachel.

– Dilas tú, puta judía.

Rachel lo mira directamente a los ojos y permanece en silencio.

El «Sturmbannführer» aprieta el gatillo y Rachel cae muerta en la nieve. Ahora apunta a la cabeza de Lene y de nuevo me ordena que hable. Lene sacude lentamente la cabeza. Nos decimos adiós con la mirada. Otro disparo, y Lene cae junto a Rachel.

Es mi turno de morir.

El «Sturmbannführer» me apunta con la pistola. Desde la carretera llegan los gritos. «Raus! Raus!» Los SS están obligando a las mujeres a que se levanten. Sé que mi caminata ha llegado a su fin. Sé que no saldré de este lugar con vida. Aquí es donde caeré, junto a una carretera polaca, y aquí me enterrarán, sin una «mazevoth» que marque mi tumba.

– ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra, judía?

– La verdad, Herr «Sturmbannführer», le contaré la verdad.

– Nadie te creerá. -Enfunda la pistola-. Tu columna se marcha. Tienes que unirte a ella. Ya sabes lo que les pasa a los que se quedan atrás.

Monta en su caballo y tira de las riendas. Yo me desplomo en la nieve junto a los cuerpos de mis dos amigas. Rezo por ellas y suplico su perdón. Pasa el final de la columna. Salgo de entre los árboles y ocupo mi lugar. Caminamos durante toda la noche, en filas de cinco. Lloro lágrimas de hielo.

Cinco días después de abandonar Birkenau, llegamos a una estación ferroviaria en un pueblo de Silesia llamado Wodzislaw. Nos amontonan como ganado en vagones y viajamos toda la noche, expuestas al terrible clima de enero. Los alemanes ya no necesitan gastar sus preciosas municiones con nosotras. El frío mata a la mitad de las muchachas de mi vagón.

Llegamos al nuevo campo, Ravensbrück, pero no hay bastante comida para los nuevos prisioneros. Al cabo de unos pocos días, nos trasladan de nuevo a unas cuantas, esta vez en camiones. Acabo mi odisea en un campo en Neustadt Glewe. EI 2 de mayo de 1945, al despertar, descubrimos que nuestros torturadores de las SS han huido del campo. Horas más tarde, aparecen los soldados norteamericanos y rusos, que nos liberan.

Han sido doce años. No ha pasado ni un solo día sin que no haya visto los rostros de Rachel y Lene, y la cara del hombre que las asesinó. Las muertes de mis compañeras es una pesada carga en mi conciencia. Si hubiese repetido las palabras del «Sturmbannführer», quizá hubiesen sobrevivido y yo estaría sepultada en una tumba junto a una carretera polaca, otra víctima anónima más. En el aniversario de sus asesinatos, rezó el Kaddish por ellas. Lo hago por hábito y no por fe. Perdí la fe en Dios en Birkenau.

Me llamo Irene Allon. Mi nombre de soltera era Irene Frankel. En el campo era la prisionera número 29395, y esto es lo que vi en enero de 1945, en la Marcha de la Muerte desde Birkenau.

17

TIBERIAS, ISRAEL

Era sábado. Shamron invitó a Gabriel a cenar a su casa, en Tiberias. Mientras Gabriel conducía lentamente por el empinado camino de acceso, miró hacia la terraza de Shamron y vio que las llamas de las lámparas de gas bailaban con el viento que soplaba del lago y después vio a Shamron, el eterno centinela, que caminaba lentamente entre las llamas. Gilah, antes de servirles la cena, encendió un par de velas en el comedor y bendijo la mesa. Gabriel había crecido en una familia sin creencias religiosas, pero en aquel momento le pareció que la visión de la esposa de Shamron, con los ojos cerrados y la vela, que sostenía cerca de su rostro, era lo más hermoso que había visto.

Shamron se mostró retraído durante la cena. No estaba de humor para participar en la conversación. Incluso ahora era incapaz de hablar de su trabajo delante de Gilah, no porque no confiara en ella, sino porque temía que ella dejaría de amarlo si se enteraba de todas las cosas que había hecho. Gilah llenaba los largos silencios hablando de su hija, que se había trasladado a Nueva Zelanda para alejarse de su padre y que vivía con un hombre que era avicultor. Sabía que Gabriel tenía algún vínculo con el servicio pero no sospechaba cuál era la verdadera naturaleza de su trabajo. Creía que era un funcionario que pasaba mucho tiempo en el extranjero y que disfrutaba del arte.

Les sirvió café y una bandeja con galletas y frutos secos, después quitó la mesa y fregó los platos. Gabriel, entre el ruido del agua del grifo y el tintineo de las copas y los platos que llegaban desde la cocina, informó a Shamron de todo lo que había averiguado hasta el momento. Hablaban en voz baja, con las velas entre ellos. Gabriel le pasó los expedientes de Erich Radek y Aktion 1005. Shamron sostuvo la foto junto a la vela y la observó con mucha atención. Luego se subió las gafas sobre la calva y de nuevo miró a Gabriel.

– ¿Qué sabes de lo que le ocurrió a mi madre durante la guerra? -preguntó Gabriel.

La mirada calculadora de Shamron, por encima de la taza de café, dejó claro que no había nada que no supiera de la vida de Gabriel, incluido lo sucedido a su madre durante la guerra.

– Era de Berlín -respondió Shamron-. La deportaron a Auschwitz en enero de 1943 y pasó dos años en el campo de mujeres de Birkenau. Salió de Birkenau como una más en la Marcha de la Muerte. A diferencia de muchos miles de prisioneras, consiguió sobrevivir y fue liberada por las tropas norteamericanas y rusas en Neustadt Glewe. ¿Me olvido de algo?

– Algo le ocurrió durante la Marcha de la Muerte, algo que nunca quiso contarme. -Gabriel sostuvo en alto la foto de Erich Radek-. Cuando Rivlin me la enseñó en Yad Vashem, supe que había visto antes este rostro en alguna parte. Tardé en recordarlo, pero finalmente lo conseguí. La vi cuando era un chiquillo, en una pintura en el estudio de mi madre.

– Por eso fuiste a Safed y hablaste con Tziona Levin.

– ¿Cómo lo sabes?

Shamron suspiró y bebió un sorbo de café. Gabriel, desconcertado, le relató su segunda visita al museo aquella mañana. Cuando dejó sobre la mesa las copias de las páginas del testimonio de su madre, la mirada de Shamron permaneció fija en el rostro de Gabriel. Entonces Gabriel comprendió que Shamron ya lo había leído. El Memuneh sabía lo de su madre. El Memuneh lo sabía todo.

– Eras uno de los candidatos para realizar una de las misiones más importantes en la historia del servicio -dijo Shamron, sin que en su voz apareciera el menor rastro de remordimiento-. Necesitaba saberlo todo de ti. Tu perfil psicológico, hecho por el ejército, te describía como un lobo solitario, egocéntrico, con la frialdad emocional de un asesino nato. Mi primera entrevista contigo lo confirmó, aunque también te juzgué como una persona de una grosería intolerable y una timidez cínica. Necesitaba saber por qué eras así. Me pareció que tu madre sería un buen punto de partida.