– ¿Así que buscaste su testimonio en Yad Vashem? Shamron cerró los ojos y asintió de nuevo.
– ¿Por qué nunca me dijiste nada?
– No me correspondía -respondió Shamron-. Sólo tu madre podía hablarte de todo aquello. Obviamente soportó el peso de una terrible culpa hasta el día que murió. No quería que lo supieras. No era la única. Había muchísimos supervivientes, como tu madre, que eran incapaces de enfrentarse a sus recuerdos. En los años después de la guerra, antes de que nacieras, en este país parecía como si hubiesen levantado un muro de silencio. ¿El Holocausto? Era el tema de una discusión interminable. Pero aquellos que lo habían vivido intentaban con todas sus fuerzas enterrar los recuerdos y seguir adelante. Era otra manera de sobrevivir. Por desgracia, sus sufrimientos se transmitieron a la siguiente generación, los hijos de los supervivientes. Personas como Gabriel Allon.
Shamron calló al ver que Gilah asomaba la cabeza para preguntarles si querían más café. Su marido levantó una mano. Gilah comprendió que estaban hablando de trabajo y volvió a la cocina. Shamron apoyó los brazos en la mesa y se inclinó hacia adelante.
– Sin duda debiste sospechar que ella había dado su testimonio. ¿Por qué no te impulsó antes la curiosidad a ir a Yad Vashem para averiguarlo por ti mismo? -Shamron, al ver que Gabriel permanecía en silencio, respondió a su propia pregunta-. Porque, como todos los hijos de los supervivientes, siempre tuviste mucho cuidado en no perturbar el frágil estado emocional de tu madre. ¿Tuviste miedo de que si la presionabas demasiado, pudiera recaer en una depresión de la que quizá nunca saldría? -Hizo una pausa-. ¿No puede ser que tuvieras miedo de lo que pudieras descubrir? ¿Que tuvieras miedo de conocer la verdad?
Gabriel lo miró con fiereza pero no respondió. Shamron contempló su taza de café durante unos segundos antes de proseguir.
– Con toda sinceridad, Gabriel, cuando leí el testimonio de tu madre, supe que eras perfecto. Trabajas para mí por ella. Tu madre fue incapaz de entregarte todo su amor. ¿Cómo podía? Tenía miedo de perderte. Le habían arrebatado a todos los que había querido. Perdió a sus padres en el proceso de selección y le arrebataron a sus amigas en Birkenau porque no quiso decir las palabras que un Sturmbannführer de las SS quería que dijese.
– La hubiera comprendido si hubiese intentado explicármelo.
Shamron sacudió la cabeza lentamente.
– No, Gabriel, nadie puede comprenderlo de verdad. La culpa, la vergüenza… Tu madre encontró la manera de reintegrarse a este mundo después de la guerra, pero en muchos sentidos su vida acabó aquella noche al lado de una carretera polaca. -Descargó una palmada contra la mesa con tanta fuerza que saltaron las tazas de café-. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Seguimos revolcándonos en la autocompasión o continuamos con el trabajo y averiguamos si ese hombre es de verdad Erich Radek?
– Creo que ya sabes la respuesta.
– ¿Moshe Rivlin cree posible que Radek participara en la evacuación de Auschwitz?
– En enero de 1945, el trabajo de Aktion 1005 estaba prácticamente terminado dado que los soviéticos habían recuperado todos los territorios orientales invadidos por los nazis -respondió Gabriel-. Es posible que fuera a Auschwitz para demoler las cámaras de gas y los crematorios, y preparar a los prisioneros que quedaban para la evacuación. Después de todo, eran los testigos de los crímenes.
– ¿Sabemos cómo consiguió escapar de Europa ese nazi de mierda después de la guerra?
Gabriel le contó la teoría de Rivlin, que Radek, que era un austriaco católico, había recibido la ayuda del obispo Aloïs Hudal, en Roma.
– En ese caso: ¿por qué no seguimos el rastro y vemos si nos conduce de nuevo a Austria?
– Lo mismo pienso yo. Creo que comenzaré por Roma.
Quiero echarle una ojeada a los documentos de Hudal.
– Hay una legión que quiere lo mismo.
– Sí, pero ellos no tienen el número privado del hombre que vive en el último piso del palacio apostólico.
– Muy cierto -admitió Shamron.
– Necesito un pasaporte limpio.
– Ningún problema. Tengo un excelente pasaporte canadiense que puedes usar. ¿Qué tal tu francés?
– Pas mal, mais je dois pratiquer l'accent d'un québécois.
– Algunas veces consigues asustarme.
– Algo nada fácil.
– Pasarás la noche aquí y saldrás para Roma mañana. Te llevaré al aeropuerto. Por el camino haremos una visita a la embajada norteamericana y tendremos una charla con el jefe de la estación local.
– ¿Cuál será el tema?
– Según el expediente del Staatsarchiv, Vogel trabajó para los norteamericanos en Austria durante el período de ocupación. Le he pedido a nuestros amigos de Langley que echen un vistazo a sus archivos para ver si aparece el nombre de Vogel. Es un disparo a ciegas, pero quizá tengamos suerte.
Gabriel miró el testimonio de su madre: «No diré todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos…»
– Tu madre era una mujer muy valiente, Gabriel. Por eso te escogí. Sabía que eras de raza.
– Ella era mucho más valiente que yo.
– Sí -afirmó Shamron-. Era más valiente que todos nosotros.
El verdadero trabajo de Bruce Crawford era uno de los secretos peor guardados en Israel. El norteamericano alto y de facciones patricias era el jefe de la estación de la CIA en Tel-Aviv. El gobierno israelí y la Autoridad Palestina estaban informados de su cargo y a menudo servía de enlace entre ellos. Pocas eran las noches en que el teléfono de Crawford no sonaba a horas intempestivas. Estaba cansado. Y se le notaba.
Recibió a Shamron en el vestíbulo de la embajada, en Haraykon Street, y fueron directamente a su despacho, una habitación grande y, para el gusto de Shamron, un tanto recargada. Parecía el despacho del vicepresidente de una gran empresa y no la guarida de un espía, pero ésa era la manera norteamericana de hacer las cosas. Shamron se sentó en una cómoda butaca de cuero y aceptó el vaso de agua helada con limón que le ofreció la secretaria. Iba a encender uno de sus cigarrillos turcos cuando vio el cartel de Prohibido fumar en un lugar destacado del escritorio de Crawford.
El representante de la CIA no parecía tener ninguna prisa por entrar en materia. Shamron ya se lo esperaba. Había una regla tácita entre los espías: cuando uno le pide un favor a un amigo, tiene que dar algo a cambio. Shamron, como técnicamente estaba fuera del partido, no podía ofrecer nada concreto, excepto los consejos y la experiencia de un hombre que ha cometido muchos errores.
Finalmente, cuando ya casi había pasado una hora, Crawford dijo:
– En cuanto a Vogel…
La voz del norteamericano se apagó. Shamron, que no había pasado por alto el tono de fracaso en la voz de Crawford, se movió hacia adelante en la butaca, a la expectativa. Crawford intentó ganar tiempo. Cogió un clip de la bandeja y se dedicó a enderezado.
– Hemos buscado en nuestros archivos -añadió Crawford, sin desviar la mirada de su trabajo-. Incluso enviamos un equipo a Maryland para que buscara en los archivos anexos. Nos hemos quedado sin bateador.
– ¿Sin bateador? -A Shamron lo desconcertaba la predilección de los norteamericanos por emplear la jerga deportiva para hablar de temas importantes. Los agentes, en el mundo de Shamron, no fallaban el pase, ni se quedaban sin bateador, ni erraban un tiro libre. Sólo había éxitos o fracasos, y el precio del fracaso, en Oriente Próximo, se pagaba con sangre-. ¿Eso qué significa exactamente?