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– Significa -respondió Crawford con mucha pedantería que nuestra búsqueda no ha dado ningún resultado. Lo siento, Ari, pero algunas veces, así son las cosas.

Levantó el alambre que una vez había sido un clip y lo observó atentamente, como si estuviese orgulloso de su logro.

Gabriel esperaba en el asiento trasero del Peugeot de Shamron.

– ¿Qué tal ha ido?

Shamron encendió un cigarrillo y respondió a la pregunta.

– ¿Tú le crees?

– Verás, si me hubiese dicho que había encontrado el típico expediente de personal o un informe de antecedentes, podría haberle creído. Pero ¿nada? ¿Con quién se creyó que estaba hablando? Me siento insultado, Gabriel. De verdad.

– ¿Crees que los norteamericanos saben algo de Vogel?

– Bruce Crawford nos lo acaba de confirmar. -Shamron consultó su reloj con una expresión de rabia-. ¡Maldita sea! Ha tardado una hora en reunir el coraje para mentirme, y ahora perderás tu avión.

Gabriel miró hacia el teléfono del coche.

– Venga, hazlo -murmuró-. A ver si te atreves…

Shamron cogió el teléfono y marcó un número.

– Soy Shamron. Hay un vuelo de El Al que sale del aeropuerto de Lod hacia Roma dentro de treinta minutos. El avión acaba de tener un problema mecánico que retrasará una hora la salida. ¿Comprendido?

Dos horas más tarde sonó el teléfono de Bruce Crawford. Atendió la llamada. Reconoció la voz. Era el agente al que había encargado seguir a Shamron. Seguir al antiguo jefe en su propio terreno era un juego peligroso, pero Crawford había recibido órdenes.

– Después de salir de la embajada, fue a Lod.

– ¿Para qué fue al aeropuerto?

– A llevar a un pasajero.

– ¿Lo identificó?

El agente respondió afirmativamente. Sin mencionar el nombre del pasajero, comunicó que el pasajero en cuestión era un agente judío, que hacía poco se había mostrado muy activo en una ciudad centroeuropea.

– ¿Está seguro de que era él?

– No hay ninguna duda.

– ¿Adónde iba?

Crawford escuchó la respuesta y colgó. Luego marcó el código de una conexión segura en el ordenador y escribió un mensaje breve y claro, tal como le gustaba al destinatario.

«Elijah se dirige a Roma. Llegará esta noche en un vuelo de El Al procedente de Tel-Aviv.»

18

ROMA

Gabriel quería encontrarse con el hombre del Vaticano en algún lugar que no fuera su despacho en el último piso del palacio apostólico. Quedaron en Piperno, un viejo restaurante en una tranquila plaza cercana al Tíber, y a unas pocas calles del viejo gueto. Era uno de aquellos esplendorosos días de diciembre que sólo Roma puede ofrecer, y Gabriel, que llegó primero, pidió una mesa en el exterior para disfrutar del sol.

Al cabo de pocos minutos, un sacerdote entró en la plaza y caminó hacia el restaurante con paso firme. Era alto, delgado y apuesto como un galán de cine italiano. El corte de su traje negro y el alzacuello insinuaban que, si bien casto, no carecía de vanidad personal o profesional. No le faltaban razones. Monseñor Luigi Donati, secretario privado de Su Santidad Pablo VII, era el segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica.

La frialdad y la dureza del diamante en Luigi Donati le impedían a Gabriel imaginárselo bautizando bebés o consolando a los enfermos en alguna tranquila parroquia de Umbría. Sus ojos oscuros brillaban con la fuerza de la inteligencia y su expresión decidida dejaba a las claras que era mejor no buscarle las pulgas. Gabriel lo sabía por experiencia. Un año antes, un caso lo había llevado al Vaticano y a conocer al padre Donati. Juntos habían acabado con una grave amenaza contra el papa Pablo VII. Luigi Donati le debía un favor a Gabriel, y él estaba seguro de que Donati era un hombre que pagaba sus deudas.

Donati también era un hombre que sabía disfrutar del ambiente de un restaurante romano. Su manera de ser le había ganado pocos amigos dentro de la curia y, como su jefe, agradecía escaparse de los círculos vaticano s cada vez que le era posible. Había aceptado la invitación de Gabriel con la desesperación de un náufrago que se aferra a un salvavidas. Gabriel tenía la sensación de que Luigi Donati se sentía muy solo. Algunas veces incluso se preguntaba si Donati no se arrepentía de haber escogido el sacerdocio. Donati encendió un cigarrillo con un mechero de oro.

– ¿Qué tal va el trabajo?

– Ahora mismo estoy trabajando en otro Bellini. El retablo de Crisóstomo.

– Sí, lo sé.

Antes de convertirse en el papa Pablo VII, el cardenal Pietro Lucchesi había sido patriarca de Venecia. Luigi Donati había sido su secretario. Sus vínculos con Venecia seguían siendo muy fuertes. Había muy pocas cosas que no supiese de su antigua diócesis.

– Confío en que Francesco Tiepolo te trate bien.

– Por supuesto.

– ¿Cómo está Chiara?

– Muy bien, gracias.

– ¿Habéis llegado a pensar en algún momento… en formalizar vuestra relación?

– Es complicado, Luigi.

– Sí, pero ¿qué no lo es?

– Comienzas a hablar como un sacerdote.

Donati echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Comenzaba a relajarse.

– El Santo Padre te envía saludos. Lamenta no poder estar aquí. El Piperno es uno de sus restaurantes preferidos. Nos recomienda comenzar con filetti di baccalà. Jura que es el mejor de Roma.

– ¿La infalibilidad se extiende a los primeros platos?

– El papa es infalible sólo en su cargo de máximo rector en los temas de la fe y la moralidad. Me temo que la doctrina no incluye los filetes de bacalao. Pero tiene una gran experiencia en temas mundanos. Yo en tu lugar, pediría el pescado.

Apareció el camarero. Donati se encargó de pedir. Bebieron una copa de frascati, y el humor de Donati se endulzó notablemente. Mientras esperaban a que les sirvieran, entretuvo a Gabriel con los cotilleos de la curia y las intrigas palaciegas. Todo era muy familiar. El Vaticano no se diferenciaba mucho del servicio. Finalmente, Gabriel llevó la conversación hacia el tema que los había puesto en contacto la primera vez: el papel desempeñado por la Iglesia católica en el Holocausto.

– ¿Qué tal va el trabajo de la comisión histórica?

– Todo lo bien que se puede esperar. Les estamos facilitando los documentos de los archivos secretos, y ellos los estudian con la menor interferencia posible de nuestra parte. Dentro de seis meses tendremos un informe preliminar de sus hallazgos. Después, comenzarán a trabajar en la preparación de una historia en varios volúmenes.

– ¿Se sabe algo de lo que dirán en el informe preliminar?

– Como he dicho, estamos intentando que los historiadores trabajen con la menor interferencia posible del palacio apostólico.

Gabriel miró a Donati con una expresión de duda por encima de la copa de vino. De no haber sido por su vestimenta, Gabriel hubiese dicho que se trataba de un espía profesional. La idea de que Donati no tuviese al menos un par de espías entre los miembros de la comisión era insultante. Entre sorbo y sorbo de frascati, se lo dijo. Monseñor Donati confesó.

– De acuerdo, digamos que no desconozco por completo el trabajo que se está haciendo en la comisión.

– ¿Qué dirán?

– El informe tomará en cuenta las enormes presiones que soportó Pío XII, pero, incluso así, no pintará un retrato muy agradable de sus acciones, ni de las acciones de las iglesias nacionales de la Europa central y oriental.

– Pareces nervioso, Luigi.

El sacerdote se inclinó sobre la mesa y pareció escoger sus próximas palabras con mucho cuidado.

– Hemos abierto la caja de Pandora, amigo mío. Cuando se pone en marcha un proceso como éste, es imposible saber dónde acabará y a qué afectará dentro de la Iglesia. Los progresistas aplauden las acciones del Santo Padre y piden más: un tercer Concilio Vaticano. Los reaccionarios proclaman que todo esto es una herejía.