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– ¿Qué pasa si no cede?

– Entonces dejaremos caer un nombre.

– ¿Quién se supone que serás?

Gabriel metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de identidad, con su foto.

– Shmuel Rubenstein, profesor de religiones comparadas en la Universidad Hebrea de Jerusalén. -Donati le devolvió la tarjeta y sacudió la cabeza-. Theodor Drexler es un teólogo brillante. Entablará contigo una discusión sobre algún tema, pongamos algo referente a las raíces comunes de las dos religiones más antiguas del mundo occidental. Estoy seguro de que te quedarás sin saber qué decir, y el obispo descubrirá que eres un farsante.

– Entonces es cuando tú intervienes para que no ocurra.

– Sobrestimas mis capacidades, Gabriel.

– Llámalo, Luigi. Necesito ver los documentos del obispo Hudal.

– Lo haré, pero primero tengo una pregunta. ¿Por qué?

Donati, después de oír la respuesta de Gabriel, marcó un número en el teléfono móvil y pidió que lo comunicaran con el Istituto Pontificio Santa Maria dell’Anima.

19

ROMA

La iglesia de Santa Maria dell’Anima está en el Centro Storico, en el lado oeste de la Piazza Navona. Durante cuatro siglos ha sido la iglesia alemana en Roma. El papa Adriano VI, hijo del propietario de unos astilleros en Utrecht y el último papa no italiano antes de Juan Pablo II, está sepultado en una magnífica tumba a la derecha del altar central. Al seminario contiguo a la iglesia se accede desde la Via della Pace, y fue allí, en la fresca sombra del patio, donde Gabriel y Donati se encontraron con el obispo Theodor Drexler.

Monseñor Donati lo saludó en un buen alemán con acento italiano y presentó a Gabriel como el «distinguido profesor Shmuel Rubenstein de la Universidad Hebrea». Drexler le ofreció la mano en un ángulo que hizo que Gabriel dudara por un momento entre estrechársela o besarle el anillo. Acabó por estrechársela con firmeza. La piel era fría como el mármol de la iglesia.

El rector los llevó a la primera planta y los invitó a pasar a su sencillo despacho, donde estanterías llenas de libros ocupaban todas las paredes disponibles. Se oyó el susurro de la tela de la sotana cuando se sentó en la butaca más grande. La gran cruz que llevaba al pecho resplandecía con la luz del sol que entraba por el ventanal. Era un hombre bajo y regordete, que rondaba los setenta, con el pelo blanco que formaba como una aureola, y tenía las mejillas sonrosadas. Las comisuras de la pequeña boca estaban curvadas hacia arriba, en una sonrisa perpetua -incluso ahora, cuando era obvio que no le complacía la visita- y la mirada de sus ojos, de un color azul pálido, reflejaba su gran inteligencia. Era el rostro de un hombre que consolaba a los enfermos e infundía el temor de Dios a los pecadores. Monseñor Donati no le había mentido. Gabriel tendría que tener mucho cuidado con lo que dijera.

Donati y el obispo dedicaron unos minutos a una charla sin mayor trascendencia. El obispo comentó que rezaba por la buena salud del Santo Padre y Donati le dijo que el sumo pontífice estaba muy complacido con la labor del obispo Drexler. Trataba al obispo de «su gracia» y no dejó de lisonjearlo en todas las oportunidades posibles.

Cuando por fin monseñor Donati abordó el motivo de la visita, el humor de Drexler se ensombreció rápidamente, como si una nube hubiese pasado por delante del sol, aunque la sonrisa permaneció en su sitio.

– No acabo de ver cómo una polémica investigación de la labor del obispo Hudal en favor de los refugiados alemanes después de la guerra puede ser de ayuda en las relaciones entre los católicos y los judíos. -Su voz era suave y seca, y su alemán tenía un fuerte acento vienés-. Una investigación justa y equilibrada de las actividades del obispo Hudal revelaría que también ayudó a un gran número de judíos.

Gabriel se inclinó hacia adelante. Había llegado el momento de que el famoso profesor de la Universidad Hebrea interviniera en la conversación.

– ¿Dice su gracia que el obispo Hudal ocultó a los judíos cuando realizaron la redada en Roma?

– Antes y después de la redada. Fueron muchos los judíos que se alojaron en el Istituto. Judíos conversos, por supuesto.

– ¿Qué pasó con aquellos que no lo eran?

– No podían estar ocultos aquí. No hubiese sido correcto. Los enviaron a otros lugares.

– Perdón, su gracia, ¿cómo se distingue un judío converso del que no lo es?

Monseñor Donati se cruzó de piernas y se arregló cuidadosamente la raya del pantalón, una señal para que Gabriel desistiera de este tipo de preguntas. El obispo respiró lentamente y luego contestó a la pregunta.

– Se les formulaban algunas preguntas sencillas sobre temas de fe y la doctrina católica. En ocasiones se les pedía que rezaran el padrenuestro o el avemaría. En la mayoría de los casos, resultaba muy fácil averiguar quién decía la verdad y quién mentía con el propósito de refugiarse en el seminario.

Una llamada a la puerta consiguió acabar con aquellas preguntas. Un joven novicio entró en el despacho, cargado con una bandeja. Les sirvió té a Donati y Gabriel. El obispo tomaba agua caliente con una rodaja de limón.

Drexler esperó a que saliera el novicio.

– Estoy seguro de que no le interesan los esfuerzos del obispo Hudal para salvar a los judíos de los nazis, ¿no es así, profesor Rubenstein? Usted está interesado en la ayuda que prestó a los oficiales alemanes después de la guerra.

– A los oficiales alemanes, no. A los criminales de guerra de las SS fugitivos.

– Él no sabía que eran criminales.

– Esa defensa resulta poco creíble, su gracia. El obispo Hudal era un antisemita declarado y un firme partidario de Hitler. ¿No le parece lógico que se mostrara dispuesto a ayudar a los austriacos y alemanes después de la guerra, con independencia de los crímenes que hubieran cometido?

– Su oposición a los judíos era de naturaleza teológica, no social. En cuanto al apoyo al régimen nazi, no puedo defenderlo. El obispo se condenó a sí mismo con sus palabras y sus escritos.

– Además de su coche -señaló Gabriel, que aprovechó la información que había leído en el expediente de Moshe Rivlin-. El obispo Hudal llevaba el banderín del Reich en su coche oficial. Hizo exhibición pública de sus simpatías.

Drexler bebió un sorbo de su agua con limón y miró a Donati con una expresión fría.

– Como muchos otros en el seno de la Iglesia, tengo mi propia opinión sobre las actividades de la comisión histórica creada por el Santo Padre, pero me las callo por respeto a Su Santidad. Ahora que parece haberle llegado el turno al Istituto ha llegado el momento de decir basta. No permitiré que la reputación de este gran seminario sea arrastrada por el barro de la historia.

Monseñor Donati observó la raya de su pantalón durante un momento antes de mirar a su interlocutor. Bajo la calma aparente, el secretario papal estaba furioso por la insolencia del rector. El obispo había atacado. Donati se disponía a darle réplica. Respondió con una voz que apenas era poco más que un murmullo.

– Sus opiniones en este tema son muy respetables, su gracia, pero es el deseo del Santo Padre que el profesor Rubenstein tenga acceso a los documentos del obispo Hudal.

Un profundo silencio reinó en el despacho. Drexler pasó los dedos por la cruz de su pecho mientras buscaba una salida. No había ninguna. Rendirse era la única opción honorable. Jaque mate.

– No es mi deseo desafiar a Su Santidad. No tengo más alternativa que la de cooperar, monseñor Donati. -El Santo Padre no lo olvidará, obispo Drexler.

– Yo tampoco, monseñor.

Donati le sonrió con una expresión irónica.

– Tengo entendido que los documentos del obispo están guardados aquí.

– Así es. Están depositados en nuestros archivos. Tardaremos unos días en buscados y preparados para que los pueda leer un erudito como el profesor Rubenstein.