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– Es muy amable de su parte, su gracia -replicó monseñor Donati-, pero queremos vedas ahora.

Bajaron por una escalera de caracol de piedra con los peldaños resbaladizos como el hielo. Al pie había una formidable puerta de roble con herrajes de hierro colado. La habían construido para resistir los golpes de un ariete pero de nada servía para contener a un astuto sacerdote del Véneto y a un «profesor» de Jerusalén.

El obispo Drexler hizo girar la llave en la cerradura y después apoyó el hombro en la puerta y empujó para abrida. Tanteó en la oscuridad hasta dar con el interruptor. Se oyó un fuerte chasquido cuando lo apretó, y luego el zumbido de los tubos fluorescentes al encenderse. Los visitantes se encontraron con un largo pasillo abovedado. El obispo los invitó a pasar.

El pasillo había sido construido para hombres más pequeños. El obispo no tenía ningún problema, y Gabriel sólo tuvo que agachar un poco la cabeza para no golpear las luces, pero monseñor Donati, con su estatura de casi metro noventa, caminaba agachado, como un hombre que sufre un ataque de lumbago. Aquí estaba la memoria institucional del Istituto y su iglesia, cuatro siglos de nacimientos, matrimonios y defunciones. Los archivos de los sacerdotes que habían servido aquí y de los seminaristas que habían estudiado allí. Había archivadores y cajones de madera, cajas de cartón y los archivos más recientes en armarios de plástico. El olor a humedad y moho era muy fuerte, y se oía el goteo del agua que rezumaba del techo. Gabriel, que sabía algo de los terribles efectos del frío y la humedad en el papel, comenzó a perder la esperanza de encontrar en buen estado los documentos del obispo Hudal.

Cerca del final del pasillo había una pequeña cámara lateral. Contenía varios cofres de gran tamaño; las cerraduras se veían oxidadas. El obispo buscó una llave en el manojo. La metió en la primera cerradura. No giraba. Insistió unos segundos antes de entregarle la llave al «profesor Rubenstein», que abrió las viejas cerraduras en un santiamén.

El rector permaneció con ellos un par de minutos y se ofreció a ayudarlos en la búsqueda de los documentos. Monseñor Donati le dio una palmadita en el hombro y le aseguró que podían arreglárselas solos. El obispo se persignó antes de alejarse por el pasillo hacia la salida.

Fue Gabriel quien lo encontró al cabo de dos horas. Erich Radek había llegado al Istituto el 3 de marzo de 1948. El 24 de mayo, la Comisión Pontificia de Asistencia, la organización de ayuda a los refugiados del Vaticano, facilitó a Radek un documento de identidad vaticano con el número 9645/99 y el alias «Otto Krebs». El mismo día, con la ayuda del obispo Hudal, Otto Krebs utilizó el documento vaticano para hacerse con un pasaporte de la Cruz Roja Internacional. Una semana después le dieron el visado de entrada a Siria. Compró un pasaje de segunda clase con el dinero que le había dado el obispo Hudal y embarcó en el puerto de Génova a finales de junio. Krebs llevaba quinientos dólares en el bolsillo. El obispo había guardado un recibo por el dinero firmado por Radek. El último documento en el expediente de Radek era una carta, con sello de Siria y matasellada en Damasco, donde se daban las gracias al obispo Hudal y al Santo Padre por su ayuda y se manifestaba la promesa de saldar la deuda. Llevaba la firma de Otto Krebs.

20

ROMA

El obispo Drexler escuchó la grabación una última vez y luego marcó un número de teléfono.

– Tenemos un problema.

– ¿Qué clase de problema?

Drexler le habló a su interlocutor de los visitantes que había recibido aquella mañana: monseñor Donati y un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

– ¿Qué nombre dio?

– Rubenstein. Afirmó ser un enviado de la comisión histórica.

– No es un profesor.

– Eso ya lo sé, pero no estaba en posición de desafiar su bona fides. Monseñor Donati es un hombre muy poderoso dentro del Vaticano. Sólo hay otro más poderoso, y es para quien trabaja el muy hereje.

– ¿Qué buscaban?

– Los documentos de la asistencia prestada por el obispo Hudal a un refugiado austriaco después de la guerra.

Hubo un largo silencio antes de que el hombre hiciera su siguiente pregunta.

– ¿Se han marchado ya?

– Sí, hace alrededor de una hora.

– ¿Por qué ha esperado tanto para llamarme?

– Confiaba en poder facilitarle alguna información útil.

– ¿La tiene?

– Sí, eso creo.

– Dígamela.

– El profesor se aloja en el hotel Cardinal, en la Via Giulia. En el registro aparece con el nombre de René Duran y presentó un pasaporte canadiense.

– Necesito que recoja un reloj en Roma.

– ¿Cuándo?

– Inmediatamente.

– ¿Dónde?

– Lo tiene un hombre que se aloja en el hotel Cardinal, en la Via Giulia. En el registro aparece con el nombre de René Duran, pero también utiliza el nombre de Rubenstein.

– ¿Cuánto tiempo estará en Roma?

– No se sabe. Por eso es necesario que salga inmediatamente. Hay un vuelo de Alitalia que sale para Roma dentro de dos horas. Tiene reservado a su nombre un pasaje en primera. -Si viajo en avión, no podré llevar las herramientas que necesito para hacer la reparación. Necesitaré que alguien me las facilite en Roma.

– Tengo a la persona adecuada. -Le dio un número de teléfono, que el Relojero guardó en su memoria-. Es un profesional y, lo que es más importante, muy discreto. De no ser así, no le diría que fuera a vedo.

– ¿Tiene una fotografía del caballero en cuestión?

– La recibirá por fax dentro de unos minutos.

El Relojero colgó el teléfono y apagó las luces de la tienda.

Luego fue a su taller y abrió el armario donde guardaba una maleta con una muda y un neceser. Sonó el pitido del fax. El Relojero se puso el abrigo y el sombrero mientras en el fax aparecía poco a poco el rostro de un hombre muerto.

21

ROMA

A la mañana siguiente, Gabriel entró en Doney, ocupó una mesa y pidió un café. Media hora más tarde, entró un hombre que se acercó a la barra. Tenía el pelo como de alambre y las mejillas marcadas por las cicatrices del acné. Sus prendas eran caras pero no sabía llevarlas. Se tomó dos cafés rápidamente entre calada y calada al cigarrillo. Gabriel simuló leer La Repubblica para ocultar la sonrisa. Shimon Pazner era el jefe del servicio en Roma desde hacía cinco años y aún tenía el aspecto de un colono del Negev.

Pazner pagó los cafés y fue al servicio. Cuando salió llevaba gafas de sol, la señal de que el encuentro estaba en marcha. Salió del local, se detuvo un momento en la acera de la Via Veneto, se volvió hacia la derecha y se alejó. Gabriel dejó el dinero sobre la mesa y lo siguió.

Pazner cruzó el Corso d'Italia y entró en Villa Borghese. Gabriel caminó un poco más y entró en el parque por otro acceso. Se reunió con Pazner en un sendero bordeado de árboles y se presentó como René Duran, de Montreal. Juntos caminaron hacia la Galleria. Pazner encendió un cigarrillo.

– Comentan que la otra noche te salvaste por los pelos en los Alpes.

– Veo que las noticias viajan rápido.

– El servicio es como un taller de costureras, ya lo sabes. Pero tienes un problema más grave. Allon está fuera del juego. Lev ha dado la orden. Si Allon llama a tu puerta, tienes que ponerlo de patitas en la calle. -Pazner escupió en el suelo-. Estoy aquí por lealtad al viejo, no a ti, monsieur Duran. Tendrás que darme una explicación de primera.

Se sentaron en un banco de mármol, en el patio delante de la Galleria Borghese, y miraron en direcciones opuestas, atentos a cualquier señal de que los estuviesen vigilando. Gabrielle habló a Pazner de Erich Radek, el hombre de las SS, que había viajado a Siria con el nombre de atto Krebs.