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– No viajó a Damasco para estudiar la civilización antigua -comentó Gabriel-. Los sirios lo dejaron entrar por una razón. Si estuvo cerca del régimen, quizá aparezca en los archivos.

– ¿Lo que quieres es que haga una búsqueda y compruebe si lo podemos situar en Damasco?

– Exactamente.

– ¿Puedo saber cómo quieres que realice esa búsqueda sin que Lev y Seguridad se enteren?

Gabriel miró a Pazner como si la pregunta le pareciera insultante. Pazner se retractó.

– De acuerdo, digamos que quizá tenga a una chica en Documentación que esté dispuesta a echar una mirada discreta en los archivos.

– ¿Una sola?

Pazner se encogió de hombros y arrojó la colilla al suelo. -Me sigue pareciendo un disparo a ciegas. ¿Dónde te alojas?

Gabriel se lo dijo.

– Hay un lugar llamado La Carbonara, en el lado norte del Campo dei Fiori, cerca de la fuente.

– Lo conozco.

– Ve allí a las ocho. Pregunta por la reserva hecha a nombre de Brunacci para las ocho y media. Si la reserva es para dos, significará que la búsqueda no ha dado resultado. Si es para cuatro, ve a la Piazza Farnese.

En la ribera opuesta del Tíber, en una pequeña plaza a pocos pasos de la puerta de Santa Ana, el Relojero ocupó una de las mesas a la sombra de la terraza de un café y pidió un cappuccino. En la mesa vecina había un par de sacerdotes que conversaban animadamente. El Relojero, aunque no hablaba italiano, interpretó que eran burócratas vaticanos. Un gato callejero se coló entre sus piernas y maulló para pedirle comida. Sujetó al gato entre los tobillos y lo apretó, cada vez más fuerte, hasta que el animal maulló de dolor y escapó. Los sacerdotes miraron al hombre con una expresión de reproche. El Relojero dejó el dinero de la consumición en la mesa y se marchó. ¡Qué ciudad! ¡Gatos en un café! No veía la hora de acabar con su encargo en Roma y regresar a Viena.

Caminó a lo largo de la Columnata de Bernini y se detuvo durante unos segundos para mirar a lo largo de la Via della Conciliazione, en dirección al Tíber. Un turista le tendió una cámara y le pidió, en una incomprensible lengua eslava, que le hiciera una foto delante del Vaticano. El austriaco señaló su reloj sin decir palabra, para indicarle que llegaba tarde a una cita, y siguió su camino.

Cruzó la grande y muy concurrida plaza que está un poco más allá de la entrada de la Columnata. Llevaba el nombre de un papa. A pesar de que le interesaban muy pocas cosas además de los relojes antiguos, el Relojero sabía que ese papa era una figura un tanto controvertida. Le resultaba curioso el motivo de la controversia. Había quienes lo acusaban de no haber ayudado a los judíos durante la guerra. ¿Desde cuándo era responsabilidad de un papa ayudar a los judíos? Después de todo, eran enemigos de la Iglesia.

Entró en un callejón que se alejaba del Vaticano, en dirección al Gianicolo. Era un lugar oscuro y flanqueado por altos edificios de color ocre que se veía apagado por el polvo que cubría las fachadas. El Relojero caminó por el pavimento agrietado, atento a los números en los portales, para encontrar la dirección que le habían comunicado por teléfono aquella mañana. La encontró, pero vaciló antes de entrar. Correspondía a una tienda. En el sucio cristal del escaparate había un rótulo que decía Articoli religiosi, y abajo, en letras pequeñas, estaba el nombre del propietario: Giuseppe Mondiani. El Relojero miró el papel donde había escrito la dirección: «Via Borgo Santo Spirito 22.» Era el lugar correcto.

Apoyó el rostro en el cristal. La habitación al otro lado estaba llena de crucifijos, estatuas de la Virgen, tallas de santos, rosarios y medallas, todos con el certificado de haber sido bendecidas por il Papa en persona. Todo se veía cubierto por una capa del mismo fino polvillo de la calle. El Relojero, aunque se había criado en un hogar profundamente católico, se preguntó qué llevaría a una persona a rezarle a una estatua. Ya no creía en Dios o la Iglesia, ni tampoco creía en el destino, la intervención divina, la vida en el más allá o la fortuna. Creía que los hombres controlaban el curso de sus vidas, de la misma manera que los engranajes de un reloj controlaban el movimiento de las manecillas.

Abrió la puerta y entró, acompañado por el tintineo de una campanilla. Un hombre salió de la trastienda. Vestía un jersey de pico color ámbar, sin una camisa debajo, y pantalón de gabardina marrón que había perdido la raya hacía mucho. Iba peinado con gomina. El Relojero, incluso desde donde estaba, olió el desagradable perfume de la loción para después del afeitado. Se preguntó si los hombres del Vaticano sabrían que sus productos bendecidos por el papa los vendía una criatura tan repelente.

– ¿Puedo ayudado?

– Busco al signar Mondiani.

El otro asintió, como si le dijera que había encontrado al hombre que buscaba. Una sonrisa dejó a la vista una dentadura a la que faltaban unas cuantas piezas.

– Usted debe de ser el caballero de Viena -dijo Mondiani-. Reconozco su voz.

Le tendió la mano. Era fofa y húmeda, tal como había temido el Relojero. Mondiani cerró con llave la puerta del local y colgó un cartel en el cristal donde se decía, en inglés e italiano, que la tienda estaba cerrada. Después hizo subir a su visitante por una escalera cochambrosa. Arriba había un pequeño despacho. Las cortinas estaban echadas y el aire olía a perfume de mujer y a algo más que parecía amoníaco. Mondiani le señaló un sofá. El Relojero lo miró y una imagen apareció por un segundo ante sus ojos. Permaneció de pie. Mondiani se encogió de hombros. Pareció decir: «Como prefiera.»

El italiano se sentó detrás de su escritorio, ordenó unos papeles y se pasó la mano por el pelo. Lo llevaba teñido de un color naranja oscuro que no podía ser más artificial. El Relojero, que era casi calvo, parecía estar haciendo que se sintiera más consciente de sí mismo.

– Su colega de Viena dijo que necesitaba una arma. -Mondiani abrió un cajón de la mesa, sacó una pistola de acabado mate y la dejó con mucho cuidado sobre una hoja de papel secante con manchas de café, como si fuese una reliquia sagrada-. Espero que ésta le resulte satisfactoria.

El Relojero tendió la mano. Mondiani le puso el arma en la palma.

– Como ve, es una Glock nueve milímetros. Supongo que ya la conoce. Después de todo, es una pistola austriaca.

El Relojero lo miró.

– ¿Ha sido bendecida por el Santo Padre, como el resto de sus artículos?

Mondiani, a juzgar por su expresión sombría, no le encontró ninguna gracia al comentario. Metió la mano de nuevo en el cajón y sacó una caja de balas.

– ¿Necesitará un segundo cargador?

El Relojero no tenía el menor interés en meterse en un tiroteo, pero, con todo, nunca estaba de más llevar un segundo cargador en el bolsillo. Asintió. Un segundo cargador apareció sobre el secante.

El Relojero abrió la caja de balas y comenzó a llenar los cargadores. Mondiani le preguntó si necesitaría un silenciador. El Relojero, sin desviar la mirada de su trabajo, asintió.

– A diferencia de la pistola, el silenciador no es austriaco. Está fabricado aquí -manifestó Mondiani, con excesivo orgullo-. En Italia. Es muy eficaz. El arma no hará más que un susurro al disparar.

El Relojero acercó el silenciador a su ojo derecho y miró en el interior del cilindro. Satisfecho con el acabado, lo dejó sobre la mesa, con las otras cosas.

– ¿Necesita algo más?

El Relojero le recordó al signor Mondiani que había pedido una motocicleta.

– Ah sí, el motorino. -Mondiani agitó un juego de llaves en el aire-. Está aparcada delante de la tienda. Hay dos cascos, tal como solicitó, de diferentes colores. Escogí el negro y el rojo. Espero que esté de acuerdo.