Выбрать главу

El Relojero consultó su reloj. Mondiani captó la indirecta y aceleró las cosas. En una hoja de papel y con un cabo de lápiz, preparó la cuenta.

– El arma está limpia y tiene borrados los números de serie -dijo mientras escribía-. Le sugiero que la arroje al Tíber cuando termine. La Polizia de Stati no la encontrará.

– ¿Qué pasa con la moto?

– Es robada. Déjela en algún lugar público con las llaves puestas. En cualquier plaza concurrida. Estoy seguro de que en cuestión de minutos tendrá un nuevo dueño.

Mondiani trazó un círculo alrededor de la cifra final y giró la hoja para que el Relojero la leyera. Afortunadamente, estaba en euros. El Relojero, a pesar de que también él tenía un negocio, siempre había detestado las transacciones en liras.

– Un tanto elevada, ¿no, signor Mondiani?

Mondiani se encogió de hombros y le dedicó otra de sus siniestras sonrisas. El Relojero recogió el silenciador y lo atornilló cuidadosamente en la boca del cañón.

– Esta cantidad -dijo el Relojero con un dedo de la mano libre apoyado en el papel- ¿a qué corresponde?

– Es mi comisión -respondió Mondiani con todo desparpajo.

– Me está cobrando por la Glock tres veces más de lo que pagaría en Austria. Ésa, signor Mondiani, es su comisión.

Mondiani se cruzó de brazos, en una actitud de desafío.

– Es como hacemos las cosas en Italia. ¿Quiere el arma o no?

– Sí, pero a un precio razonable -contestó el Relojero.

– Mucho me temo que es el precio que se paga hoy en Roma.

– ¿Para los italianos o sólo para los extranjeros?

– Creo que lo mejor será que trate usted con otra persona. -Mondiani tendió una mano. Temblaba-. Devuélvame el arma, por favor. Ya sabe dónde está la salida.

El Relojero exhaló un suspiro. Quizá era la mejor solución. El signor Mondiani, a pesar de lo que había dicho el hombre de Viena, no inspiraba ninguna confianza. Con una rapidez fruto de la práctica, montó la pistola y disparó. Mondiani levantó las manos en un inútil gesto defensivo. Los proyectiles le atravesaron las palmas antes de hacer blanco en su rostro. El Relojero, mientras abandonaba el despacho, admitió que Mondiani había sido sincero al menos en una cosa. El ruido del arma al disparar era poco más que un murmullo.

Salió de la tienda y cerró la puerta. Era casi de noche; la cúpula de la basílica era una mancha blanca contra el telón oscuro del cielo. Metió la llave en el contacto y puso en marcha la moto. Un segundo más tarde circulaba por la Via della Conciliazione en dirección al Castel Sant’Angelo. Cruzó el Tíber y luego siguió por las callejuelas del centro histórico, hasta la Via Giulia.

Aparcó delante del hotel Cardinal, se quitó el casco, entró en el vestíbulo y se dirigió al bar, que parecía una catacumba con las paredes de granito romano. Pidió una coca-cola, seguro de que podía hacerla sin que se le notara el acento austriaco, y fue a sentarse a una mesa junto al pasillo que comunicaba el bar con el vestíbulo. Mientras esperaba, se entretuvo comiendo pistachos y hojeando unos periódicos.

A las siete y media, un hombre salió de uno de los ascensores: pelo oscuro corto con las sienes canosas, ojos muy verdes. Entregó la llave en la recepción y salió a la calle.

El Relojero se acabó la bebida y lo siguió. En la calle se montó en la moto del signor Mondiani. El casco negro estaba colgado en el manillar. El Relojero sacó el casco rojo del cofre de la motocicleta y se lo puso; luego guardó el casco negro y cerró la tapa.

Contempló la silueta del hombre de ojos verdes que se alejaba por la Via Giulia. Arrancó la moto y lo siguió lentamente.

22

ROMA

La reserva en La Carbonara era para cuatro. Gabriel fue hasta la Piazza Farnese, donde Pazner lo esperaba cerca del edificio de la embajada de Francia. Fueron a Il Pompiere y se sentaron en una mesa del fondo. Pazner pidió polenta y vino tinto antes de darle a Gabriel un sobre.

– Tardaron un poco -comentó Pazner-, pero al final encontraron una referencia a Krebs en un informe sobre un nazi llamado Alols Brunner. ¿Sabes quién era?

– Era uno de los principales ayudantes de Eichmann -le respondió Gabriel-, un experto en deportaciones, un especialista en sacar a los judíos de los guetos para llevarlos a las cámaras de gas. Se había encargado de la deportación de los judíos austriacos. Más tarde, cuando ya se había declarado la guerra, se había encargado de las deportaciones en Salónica y la Francia de Vichy.

Pazner, muy impresionado, comió un bocado de polenta. -Después de la guerra huyó a Siria, donde vivió con el nombre de George Fischer y trabajó para el régimen. Fue Aloïs Brunner quien organizó los servicios de inteligencia y seguridad sirios.

– ¿Krebs trabajaba para él?

– Eso es lo que parece. Abre el sobre. Por cierto, trata el informe con el respeto que se merece. El hombre que lo hizo pagó un precio muy alto. Mira el nombre en clave del agente.

«MENASHE» era el nombre en clave de un legendario espía israelí llamado Eli Cohen. Había nacido en Egipto en 1924 y había emigrado a Israel en 1957, donde se había ofrecido voluntario para trabajar en el servicio de inteligencia israelí. Los resultados de las pruebas psicológicas no acabaron de convencer a los seleccionadores. Se trataba de un hombre de una inteligencia brillante y una memoria realmente fabulosa, pero también mostraba rasgos de una personalidad vanidosa que podía hacer que asumiera riesgos innecesarios.

El expediente de Cohen durmió el sueño de los justos hasta 1960, cuando la tensión cada vez mayor en la frontera con Siria hizo imperiosa la necesidad de contar con un espía en Damasco. El servicio de inteligencia inició la búsqueda de un candidato adecuado que no dio frutos. Entonces ampliaron la búsqueda a aquellos que habían sido rechazados por otras razones. Releyeron el expediente de Cohen, y al poco tiempo comenzó su entrenamiento para una misión que concluiría con su muerte.

Después de seis meses de preparación intensiva, Cohen, con el nombre de Kamal Amin Thabit, fue enviado a Argentina para prepararse su tapadera: un rico empresario sirio que había vivido casi toda su vida en el extranjero y que ahora deseaba regresar a su país natal. Hizo amigos entre la numerosa comunidad siria en Buenos Aires, algunos de ellos muy importantes, como el comandante Hafez el-Hassad, que llegaría a ser presidente de Siria.

En enero de 1962, Cohen se trasladó a Damasco y puso en marcha una empresa de importación y exportación. Gracias a las recomendaciones de sus amigos de Buenos Aires no tardó en convertirse en una figura muy popular en los círculos económicos y políticos de Damasco, donde entabló amistad con miembros importantes de las fuerzas armadas y del Partido Baaz, que gobernaba el país. Los oficiales sirios no tuvieron el menor reparo en llevar a Cohen de visita a las instalaciones militares e incluso llegaron a mostrarle las fortificaciones en el punto más estratégico de la frontera: los altos del Golán. Cuando el comandante Hassad se convirtió en presidente, corrió el rumor de que Kamal Amin Thabit era candidato para una cartera ministerial, quizá incluso el Ministerio de Defensa.

La inteligencia siria no tenía ni la más mínima sospecha de que el afable Thabit era en realidad un espía israelí que suministraba un ininterrumpido flujo de información a sus jefes, al otro lado de la frontera. Los mensajes urgentes los transmitía en código Morse. Los informes más largos y detallados los escribía en tinta invisible y los ocultaba en los muebles que se enviaban a una empresa en Europa que era una tapadera del espionaje israelí. Los informes de Cohen suministraban a los estrategas militares de Israel un profundo conocimiento de la situación política y militar en Damasco.