Al final, la evaluación psicológica de la vanidad de Cohen y su tendencia a asumir riesgos innecesarios resultó correcta. Se olvidó de las precauciones más elementales y transmitía todas las mañanas a la misma hora o hacía varias transmisiones al día. Llegó incluso a enviarles saludos a su familia y a lamentar la derrota del equipo israelí en un partido de fútbol internacional. Las fuerzas de seguridad sirias, equipadas con los más modernos equipos de detección de transmisiones de radio, que les habían suministrado los soviéticos, comenzaron a rastrear al espía israelí en Damasco. Lo encontraron el 18 de enero de 1965 y asaltaron su apartamento mientras enviaba un mensaje a Israel. La ejecución de Cohen, en mayo de 1965, fue transmitida en directo por la televisión siria.
Gabriel leyó el primer informe a la luz de la vela. Había sido enviado a través del canal europeo, en mayo de 1963. Entre los detallados párrafos donde se analizaban las maniobras e intrigas dentro del Partido Baaz había uno dedicado a Aloïs Brunner:
Me presentaron a Herr Fischer en un cóctel ofrecido por uno de los altos dirigentes del Partido Baaz. Herr Fischer no parecía estar muy bien después de haber perdido varios dedos de una mano como consecuencia del estallido de una carta bomba. Culpó del atentado a la vengativa escoria judía residente en El Cairo. Afirmó que el trabajo que estaba haciendo en Egipto le permitiría ajustar las cuentas a los agentes israelíes que habían intentado asesinado. A Herr Fischer lo acompañaba aquella noche un hombre llamado Otto Krebs. Nunca lo había visto antes. Era alto y de ojos azules, y, a diferencia de Brunner, de un aspecto muy germánico. Bebía en abundancia y parecía vulnerable, un hombre al que se podía extorsionar o hacerle cambiar de bando por algún otro método.
– ¿Esto es todo? -preguntó Gabriel-. ¿Un encuentro en un cóctel?
– Eso es lo que parece, pero no te desanimes. Cohen te dejó otra pista. Lee el otro informe.
Gabriel buscó la página y leyó el párrafo señalado.
Vi a Herr Fischer la semana pasada, en una recepción en el Ministerio de Defensa. Le pregunté por su amigo, Herr Krebs. Le dije que había hablado con Krebs de unos proyectos comerciales y que me había llevado una decepción porque no había vuelto a tener noticias suyas. Fischer dijo que eso no tenía nada de particular, dado que Krebs se había marchado a Argentina.
Pazner le sirvió a Gabriel otra copa de vino.
– Me han dicho que Buenos Aires es encantadora en esta época del año.
Gabriel y Pazner se despidieron en la Piazza Farnese, y Gabriel emprendió en solitario el camino de regreso a su hotel en la Via Giulia. Hacía frío, y la calle estaba muy mal iluminada. El profundo silencio, combinado con la superficie irregular del adoquinado, le permitía imaginarse cómo había sido Roma ciento cincuenta años atrás, cuando los hombres del Vaticano eran los amos supremos. Se imaginó a Erich Radek caminando por esa misma calle, a la espera del pasaporte y el billete a la libertad.
Pero ¿había sido realmente Radek quien había venido a Roma?
De acuerdo con los archivos del obispo Hudal, Radek se había presentado en el Istituto en 1948 y se había marchado poco después convertido en Otto Krebs. Eli Cohen había situado a Krebs en Damasco en una fecha tan tardía como 1963. Luego, Krebs se había trasladado a Argentina. Los hechos mostraban una muy clara y quizá irreconciliable contradicción en el caso contra Ludwig Vogel. Según los expedientes del Staatsarchiv, Vogel vivía en Austria en 1946 y trabajaba para las fuerzas de ocupación norteamericanas. Si eso era verdad, entonces era imposible que Vogel y Radek fuesen la misma persona. ¿Cómo explicar la afirmación de Max Klein de que había visto a Vogel en Birkenau? ¿El anillo que Gabriel había robado de la casa alpina de Vogel? ¿La inscripción: «1005, bien hecho, Heinrich»? ¿El reloj? ¿«Para Erich, con todo mi amor, Monica»? ¿Había sido otro hombre quien se había presentado en Roma en 1948 y se había hecho pasar por Erich Radek? Si era así, ¿por qué?
Demasiadas preguntas, pensó Gabriel, y sólo un rastro que seguir: «Fischer dijo que eso no tenía nada de particular, dado que Krebs se había marchado a Argentina.» Pazner tenía razón. Gabriel no podía hacer otra cosa que continuar la búsqueda en Argentina.
El zumbido de una moto de baja cilindrada rompió el silencio. Gabriel volvió la cabeza cuando la moto apareció en una esquina y giró por Via Giulia. Entonces la moto aceleró repentinamente y se acercó en línea recta hacia él. Gabriel se detuvo y sacó las manos de los bolsillos. Debía tomar una decisión. ¿Quedarse donde estaba como un romano cualquiera o dar media vuelta y correr? La decisión la tomaron por él, unos segundos más tarde, cuando el motociclista metió la mano debajo de la chaqueta y sacó una pistola con silenciador.
Gabriel se lanzó por un callejón en el mismo momento en que el arma escupía tres lenguas de fuego. Tres proyectiles impactaron en la esquina del edificio. Gabriel agachó la cabeza y echó a correr.
La motocicleta llevaba demasiada velocidad para poder dar la vuelta. Se pasó la entrada, y el conductor dio la vuelta con muy poca habilidad, cosa que permitió a Gabriel unos segundos de ventaja para alejarse un poco. Giró a la derecha, por una calle paralela a la Via Giulia, y luego dobló a la izquierda. Su plan era llegar al Corso Vittorio Emanuale II, una de las principales avenidas de Roma. Allí habría coches y peatones. En el Corso encontraría dónde ocultarse.
El ruido del motor se hizo más fuerte. Gabriel volvió la cabeza. La moto acortaba distancias rápidamente. Volvió a correr con todas sus fuerzas; movía los brazos exageradamente y le costaba trabajo respirar. Pasó junto a una farola y vio su sombra en la acera: un loco que agitaba los brazos como si quisiera volar.
Una segunda motocicleta entró en la calle por el otro extremo y frenó. El conductor sacó una pistola. Lo harían de esa manera: una trampa, dos asesinos, sin ninguna posibilidad de escapar. Se sintió como un blanco en una galería de tiro, a la espera de que hicieran diana.
Continuó corriendo a la luz de la farola. Levantó los brazos y vio sus manos, que parecían garfios, las manos de una figura atormentada en una pintura expresionista. Se dio cuenta de que gritaba. El sonido que rebotaba en las paredes de los edificios vibraba en sus oídos y le impedía oír el rugir de la moto que lo perseguía. Una imagen flotó ante sus ojos: su madre al lado de una carretera polaca con el arma de Erich Radek apoyada en la sien. Sólo entonces se dio cuenta de que gritaba en alemán. La lengua de sus sueños. La lengua de sus pesadillas.
El segundo asesino levantó el arma y luego levantó el visor del casco.
Gabriel oyó el sonido de su propio nombre.
– ¡Agáchate! ¡Agáchate! ¡Gabriel!
Era la voz de Chiara.
Se lanzó cuerpo a tierra.
Los disparos de Chiara pasaron por encima de su cabeza y alcanzaron la moto que se acercaba. La moto se desvió bruscamente y fue a chocar contra uno de los edificios. El asesino voló por encima del manillar y se estrelló contra el pavimento. Su pistola fue a parar un par de metros de Gabriel. Fue a cogerla.
– ¡No, Gabriel! ¡Déjala! ¡Vamos!
Gabriel vio que Chiara le tendía la mano. Se montó en el sillín y se abrazó a la cintura de Chiara como un niño mientras la moto arrancaba para dirigirse por el Corso, en dirección al río.
Shamron tenía una norma para los pisos francos: no se permitía el contacto físico entre los agentes. Aquella noche, en un piso del servicio en el norte de Roma, muy cerca de uno de los meandros del Tíber, Gabriel y Chiara violaron la norma de Shamron con una intensidad nacida del miedo a la muerte. Sólo después, Gabriel se tomó la molestia de preguntarle a Chiara cómo lo había encontrado.
– Shamron me llamó para decirme que venías a Roma. Me pidió que te cubriera las espaldas. Acepté, por supuesto. Tengo un interés personal en que sigas vivo.